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In memoriam: a propósito de la secular desmemoria española

Fuentes: Rebelión

«Cuando meditamos sobre el pasado, para enterarnos de lo que llevaba dentro, es fácil que encontremos en él un cúmulo de esperanzas –no logradas, pero tampoco fallidas–, un futuro en suma, objeto legítimo de profecía.»

(Antonio Machado: Juan de Mairena.)

Hace unos días me sometí a una intervención quirúrgica. Todo fue bien. Cuando entré en el santuario aséptico del quirófano estaba convencido –porque así me lo había asegurado el cirujano previamente– de que la anestesia iba a consistir en la insensibilización de una parte de mi cuerpo, pero que iba a conservar la consciencia durante toda la operación. Aunque he pasado por el ingrato trance de la cirugía más veces a lo largo de mi vida de lo que hubiese querido siempre había sido dormido por completo. Tenía curiosidad, pues, por experimentar lo que podía ser que estuviesen rajando y manipulando mi pierna mientras mantenía los ojos abiertos. Pero mi gozo en un pozo: parece ser que a la epidural que me aseguraron que me iban a inyectar in situ le debió de preceder un chute de propofol, porque recuerdo que me incorporaron de la mesa de operaciones tras abrirme una vía y fue oír una voz femenina a mi espalda que me advirtió de que iba a sentir un leve mareo y, como si de una película se tratase en la que se da una elipsis con un cambio de plano, ahí estaba yo de nuevo recuperando la consciencia en otro espacio y otro tiempo, en la sala de recuperación un par de horas después.

Qué gran misterio la consciencia, mejor dicho, la autoconsciencia: percibirse a uno mismo en el mundo siendo alguien, un yo singular, un sujeto distinto a cualquier otro con una psique por la que fluye toda suerte de estados mentales. Yo solo puedo concebir algo tan abstracto como la nada precisamente como lo opuesto a eso; por tanto a la ausencia de autoconsciencia, esa elipsis que experimenté hace unos días entre la pérdida de consciencia en el quirófano y la recuperación de la misma una vez finalizada la operación. La muerte es esa nada… eterna.

Pocas expresiones de esa idea sobrecogedora tan certeras como la que representa la secuencia mítica de Blade Runner en la que el replicante Nexus-6 conocido como Roy Barry se despide del mundo cuando ya está a punto de morir: «yo he visto cosas que vosotros jamás creeríais…». Conmovedor epitafio con el que cualquier ser humano se puede identificar más allá de lo excepcional de las experiencias vividas por quien lo declama, y que concluye con esta poética analogía: «todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir». Tiempo, finitud del yo, memoria. Si Roy Batty no conservara el recuerdo de esos instantes vividos, ¿sería Roy Batty?, ¿podría lamentar su muerte, no conservando nada que pueda perder?, ¿podría sentir –en todo el significado del verbo– el transcurrir del tiempo?

Sin memoria, no. Yo despierto en la sala de recuperación tras mi dulce sueño narcótico y a la velocidad del pensamiento recupero mi autoconciencia, porque tengo memoria de ese instante previo a la pérdida de la misma en el quirófano; sé que soy el mismo al que tenían en una camilla listo para practicarle una sofisticada carnicería. El alzheimer es una enfermedad tan espantosa, porque supone la aniquilación del alma antes del cese de actividad del cuerpo, es decir, el progresivo dehilachamiento de la autoconciencia que constituye el núcleo del yo que se despliega a través de la conducta. Quien llega al final de su vida, atravesando ese terrorífico limbo que implica el padecimiento de dicha enfermedad, no podrá decir lo que nuestro Roy Batty: sus momentos vividos se habrán perdido como lágrimas en la lluvia mucho antes de la muerte física. La aniquilación de la memoria es la destrucción del yo y la condena de la mente a vagar desnortada por los vastos dominios de un tiempo sin coordenadas.

Quien desee asomarse a los brumosos territorios de las mentes escacharradas puede leer el libro a medio camino entre el ensayo de divulgación científica, la literatura fantástica y el alegato humanístico, titulado El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Su autor, el difunto neurocientífico Oliver Sacks, quien escribió este raro catálogo de anomalías a partir de la recopilación de los casos de pacientes con los que tuvo que lidiar durante la etapa temprana de su trabajo como neurólogo clínico. Entre sus joyas se halla el relato de un caso que aparece bajo el título de El marinero perdido. El paciente protagonista de la historia aparece bajo el nombre de Jimmie G., un señor mayor, que, siendo joven, participó en la Segunda Guerra Mundial sirviendo en la marina. Cuando la contienda llegó a su fin en 1945 Jimmie tenía la edad de 19 años. Y esa es la edad que cree que tiene cuando el doctor Sacks empieza a tratarle hacia 1978. Todo lo que vivió tras el término de la guerra no existe para él. Es nada; una elipsis. Más adelante, según avancemos en el conocimiento de su historia, sabremos que aquel joven orgulloso patriota se convertirá en adicto al alcohol durante décadas, lo que le traerá como consecuencia el padecimiento del síndrome de Korsakoff, una afección asociada a menudo con el abuso crónico de la bebida causante de una devastación tal en el cerebro que provoca la pérdida de memoria. De modo que para Jimmie su vida llegaba hasta 1945, porque hasta ahí llegaban los recuerdos atesorados por su mente. Lo que vivía en cada momento presente cuando el doctor Sacks lo conoció se perdía para siempre –como lágrimas en la lluvia–, no podía ser retenido en su conciencia de modo que pudiera ser usado como pieza del relato de su vida. Su conciencia seguía anclada en aquel lejano año de la victoria, el momento presente para él, un joven marinero de 19 años.

«¿Qué género de vida (si es que alguno), qué clase de mundo, qué clase de yo se puede preservar en el individuo que ha perdido la mayor parte de la memoria y con ello su pasado y sus anclajes en el tiempo?», se pregunta Sacks al inicio de exponer el caso del marinero perdido, estableciendo el vínculo que sin duda existe entre autoconciencia y memoria, destacando el papel primordial del recuerdo como hilo conductor que conecta las piezas que conforman el flujo continuo de la mente, el devenir de las mil y una percepciones tanto del mundo exterior como del interior; construyendo así esa ilusión que, al fin y al cabo, es en verdad el yo, un cuento que se cuenta cada uno a sí mismo y que, como tal, es imposible de pergeñar sin la memoria.

No cabe sentido sin memoria como no existe identidad. Ahora bien, «la memoria no es un guardián neutral del pasado», nos advierte José María Ruiz Vargas, catedrático emérito de Psicología de la Memoria de la Universidad Autónoma de Madrid en el libro del que es compilador titulado Claves de la memoria: «La memoria es un sistema dinámico que recoge, guarda, moldea, cambia, transforma y nos devuelve la realidad íntima y la realidad compartida tras ser destilada en los interminables vericuetos del alambique de nuestra propia identidad». He aquí también en el trasfondo de la verdadera naturaleza de la memoria la sempiterna dialéctica entre sentido y realidad. El riesgo que siempre acompaña al ser humano en su búsqueda del significado más allá de la bruta presencia de las cosas es incurrir en el delirio, que pasará inadvertido convirtiéndose en la realidad compartida si es mayoritario.

Pienso en estas cuestiones, que habrá quien encuentre abstrusas y desconectadas de los asuntos prácticos –irrelevantes por tanto– en estas fechas tan señaladas del medio siglo de la muerte de nuestro último dictador (hasta el momento presente). ¿Qué voy a hacer si no? ¿Hablar de lo evidente, es decir, de los hechos: que hace cinco décadas murió un traidor, uno de los cabecillas de un golpe de Estado que originó una cruenta guerra que puso fin al régimen democrático de la República, que a partir de entonces se instauró un régimen de terror de inspiración fascista basado en la venganza más cruel contra los que pensaban diferente, que auspiciado por las ilegítimas autoridades se llevó a cabo el expolio de sus bienes por parte de los vencedores, que una parte significativa de los españoles no tuvieron más remedio que exiliarse o seguir como muertos en vida, que Franco propició un régimen, además de injusto, corrupto del que se beneficiaron sus adláteres mientras que al menos durante una década una parte significativa de sus compatriotas moría de hambre…? En fin, a estas alturas, cincuenta años después del fallecimiento del dictador –como señaló el historiador Ángel Viñas en una entrevista de hace un año en Ctxt– «debería ser evidente que el general Franco fue un asesino, un mangante y un traidor, porque los papeles lo han demostrado». Esta es la verdad histórica que la pervivencia de la democracia no admite olvidar. Verdad es también que la España de hoy no ha llegado a reconciliarse del todo con su pasado, y que padece una secular desmemoria de inquietantes consecuencias.

Tengo que recurrir a lo que sabemos sobre la naturaleza laberíntica de la memoria para tratar de comprender, sobreponiéndome mediante el conocimiento, a la angustia que me genera lo que vi hace un par de semanas en la Plaza de la Universidad de Granada, cuando Vito Zoppellari Quiles vino a montar su show parafascista en cumplimiento de su gira por diversas universidades; «España Combativa» es su lema. Aparentemente emulando al malogrado ultraderechista norteamericano Charlie Kirk va difundiendo su mensaje de odio contra lo que él considera antiespañol, o progre, o de izquierdas, que para el caso es lo mismo. Esa tarde en la que desembarcó en Granada dispuesto a liarla entre la juventud universitaria fui testigo de lo que puede provocar un charlatán manipulador que sabe activar las palancas emocionales y suplir con prejuicios y falsedades la oceánica ignorancia histórica de una parte significativa de nuestros más jóvenes. En aquella plaza el despliegue policial impidió que llegaran a las manos los dos bandos que convocó el evento del pseudoperiodista: a un lado, un contingente de decenas de partidarios suyos, la mayoría varones de entre diez y tantos y treinta y pico; en frente, al otro lado de la barrera policial, no llegaba a cien antifascistas en su mayoría mujeres jóvenes, pero también hombres incluso mayores de cuarenta con sus parejas. El episodio representa la estampa viva de lo que es un fenómeno demoscópicamente constatado, a saber: la creciente derechización, incluso extrema, de las nuevas generaciones.

¿Le puede el conocimiento al odio? ¿Es posible la libertad sin ira? Algo tiene que ver la memoria o una falsa memoria. Nos hemos esforzado tanto por olvidar, nos han reprimido tanto la memoria, que todavía hay quien le tiene miedo a reconocer los hechos del pasado. Precisamente en mi memoria de aquellos primeros años de la transición destaca la figura de un maestro que tuve en mi último año de la escuela. Él fue quien rápidamente aprovechó la muerte del Caudillo para enseñarnos sobre la Segunda República y la Guerra Civil, sobre el estado lamentable de Andalucía, secularmente maltratada. Al poco su andalucismo le llevó a militar en el extinto Partido Socialista Andaluz y a presentarse en su lista de candidatos a aquellas primeros procesos electorales. Lástima que los intersticios de la malla de mi memoria hayan dejado escapar su nombre. Pero inmediatamente tras el final de la dictadura se impuso el olvido que convino a los franquistas que sobrevivieron –y aún sobreviven– a la desaparición de Franco, y que la izquierda de este país se resignó a tolerar durante décadas. Ahora, reivindicada la memoria democrática, hecho el esfuerzo por rehabilitarla en el actual contexto de guerra ideológica, se enfrenta al ataque furibundo de quienes, envalentonados, rechazan el progreso en libertades políticas y derechos sociales de los últimos tiempos. Sobre todo, jóvenes, como los cachorros de Vito Quiles. Su ignorada ignorancia histórica y su fanática ceguera ideológica, que les coloca una venda en los ojos ante la verdad histórica, les hace incurrir en un fatal adanismo político.

Habrá que reconocer su entidad a la memoria colectiva, que habita en una dimensión (inter)psíquica que va más allá de las memorias personales (dimensión intrapsíquica). Hay mucho que pensar al respecto, y para hacerlo hay que adentrarse en ese mundo laberíntico de cómo se interrelacionan las dos dimensiones apuntadas: si se puede responsabilizar a los individuos, que nacen inmersos en una atmósfera cultural que tiene un núcleo de memoria social insoslayable, y que respira todo aquel desde el primer instante que es acogido en su seno; si entonces conviene hacer de la memoria colectiva una institución –espacios, días, rituales y simbología para recordar– que contribuya al mantenimiento de una democracia sana; cómo hacerlo para evitar todo riesgo de adoctrinamiento, y de qué manera promover el reconocimiento de valores preciosos teniendo en cuenta que volverles la espalda y dejarlos en manos de los manipuladores resultaría fatídico.

La memoria colectiva española se encuentra enferma. Su afección consiste en una amnesia ignorada y perversamente sublimada mediante un proceso conscientemente dirigido de construcción de un relato en contra de la verdad histórica. Renunciar a ella o negarla supone incurrir como país en una culpable indigencia cognitiva. El efecto sobre la autoconciencia de los españoles, sobre lo que de sí mismos perciben cuando se miran desde el reconocimiento de su pertenencia a ese colectivo al que etiquetan como España, es equivalente a la identidad quebrada de aquel marinero perdido que creía ser quien no era. Del mismo modo habrá que hablar de un país que mantiene en su autoconciencia colectiva esta elipsis sobre la parte de nuestro pasado que protagonizó Franco; o peor aún, que no reconoce su desmemoria abrazando un delirio que nubla la verdad histórica.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.