El 8 de abril se celebra, como cada año, el Día Internacional del Pueblo Gitano. Pero no es este 2025 un 8 de abril como otro cualquiera, al menos, no en España.
Este año se cumplen seis siglos desde que, en 1425, se documentase por primera vez la llegada a la Corona de Aragón de una compañía de gitanos. Seis siglos desde que esta tierra registró, con tinta de cancillería, una icónica impronta: la de una travesía de siglos, de marchas que se remontan a generaciones pasadas, nacidas y muertas en la itinerancia, en busca del sustento y la libertad.
Este aniversario, tan redondo como simbólico, ha copado el leitmotiv de todo acto y sesión convocada por las instituciones, así locales como estatales. Esto no es ninguna casualidad, puesto que ya el primer congreso de ministros del año aprobó la declaración institucional correspondiente, constituyendo así el 2025 como Año del Pueblo Gitano en el territorio nacional. No es de extrañar, por tanto, que discursos, banderas y carteles celebren y conmemoren la ocasión en distintos niveles de la esfera pública nacional: incluso el Rey Felipe VI, dio, el pasado febrero, un discurso extraordinario a propósito de la ocasión.
Ahora, mientras escribo, visualizo en esta fecha a ayuntamientos y parlamentos autonómicos ondeando banderas verdiazules con rueda roja, publicitando diversos actos conmemorativos que con la ocasión se celebrarán, así como jornadas, ponencias y congresos. Políticos, funcionarios, trabajadores del Tercer Sector y representantes de la administración aprovecharán la ocasión para patentar (y dejar patente) su implicación y compromiso.
Son ya meses en los que venimos oyendo hablar de convivencia, de
memoria, de la necesidad de combatir la desigualdad, de erradicar
prejuicio. Se repite, con pomposa solemnidad, que llevamos seis siglos
“de convivencia”, “formando parte…” de esta sociedad. Se apunta, que,
antes de que España fuera cómo la conocemos hoy (“antes de que fuera
España”), ya estaban (estábamos) aquí, los gitanos.
Por supuesto, eso no es todo. Tras todo el despliegue y parafernalia pública, llegan también los compromisos: nuevos planes de acción, estrategias, pactos interinstitucionales, presupuestos, programas para la inclusión… seiscientos años después, el compromiso es claro: Tenemos que seguir trabajando, con voluntad política, por la “promoción integral” del pueblo gitano.
En teoría, no debería haber ningún problema con ello. ¿acaso no suena todo “fetén”?
Pero… hay algo que no encaja del todo. Sin duda hay algo que chirría tras el despliegue de los actos y el papel timbrado de los acuerdos. Porque sí, se recuerda con hincapié la larga historia de persecución, exterminio y represión que sufrió el pueblo romaní. Se recuerdan las penas a galeras, a latigazos, que les cortaban las orejas por hablar su lengua, vestir sus ropas o vivir de acuerdo con sus costumbres…. Si, se menciona también, cómo si no lo creyeran del todo a veces, que se intentó erradicar al pueblo gitano, borrarlo de la vida pública, difuminar su diferencia con medidas como la Gran Redada de 1749, y las que la sucederían (así como las que la precedieron) …
Sin embargo, tras el discurso protocolariamente repetido año tras
año, prevalece una conclusión retórica a todas estas conmemoraciones y
remembranzas que suele consistir en girar la cabeza a todo y mirar el
presente: “eso ya pasó”, “fue hace muchos años”, “hoy día las cosas son
diferentes…”, “hoy en día lo importante es la desigualdad que enfrente
el pueblo gitano respecto a la sociedad mayoritaria…” “sobre todo en
lo referente a la educación… “, “si, tenéis que dejar de casaros tan
pronto…” “hay una brecha socioeconómica”, “todavía nos enfrentamos a
unos estereotipos que no deberían existir en pleno siglo XXI y que
deben combatirse desde la educación y las políticas sociales”,
etcétera.
Pero ¿y si no todo fuera cosa del pasado? ¿Y si algunas de aquellas lógicas de opresión no hubieran desaparecido, sino que solamente mutaron? ¿Y si se está reduciendo el reconocimiento político del pueblo gitano a una cuestión de exclusión social y marginalidad?
Las políticas públicas dedicadas a la consecución de un mayor estado de bienestar, tal como se han venido aplicando en relación con el pueblo gitano, no parecen haber dejado de lado un cierto e implacable cariz paternalista y blanco. Desde la mirada supremacista del Poder nunca se ha dejado de concebir la cuestión gitana como un problema a gestionar: una alteridad incómoda, un cuerpo, una divergencia tolerable en tanto que se deje reconducir. La intervención social, las estrategias y planes de integración se han convertido en el nuevo vocabulario del control. Y aunque los instrumentos para la “inclusión” ya no se basen en la amenaza del castigo físico, la lógica subyacente a veces no dista tanto de aquella que inspiró las antiguas pragmáticas que buscaban la asimilación, el “asentamiento” y la toma de “oficio conocido”.
Porque la figura del gitano sigue siendo, en la sociedad española, y en la occidental en extensión, la del Otro. Y en este estado de cosas, cualquier posibilidad de pensar su reconocimiento desde otro lugar que no sea la de la integración, la de difuminar, en tanto que sea posible y políticamente correcto, la diferencia. La política del poder blanco no se plantea qué significa vivir juntos desde el respeto mutuo, sino cómo convertirnos en otra cosa. De esta forma, el pueblo gitano queda atrapado en una suerte de ciclo sin fin de programas experimentales, marcos de actuación y planes piloto que, en el mejor de los casos, logran mejorar la vida de quienes están en disposición de aprovechar los recursos y apoyos que estos planes ponen a su alcance.
Pero, en el fondo, lo que esta dinámica refuerza es la idea de
que el problema del pueblo gitano es -solamente- una cuestión de
desigualdad de recursos y condiciones socioeconómicas, y no un racismo
estructural que no concibe si quiera la posibilidad de plantear la
cuestión de la subalternización histórica del pueblo gitano fuera de
los márgenes de la agenda de servicios sociales de las
administraciones. Ni siquiera cuando la discriminación y -últimamente se
atreven a nombarlo- el racismo sean tenidos en cuenta en los planes de
actuación, pues se les da un tratamiento de elementos cotidianos e
impredecibles que consideran solamente un “obstáculo” más (y no el
central ni estructural subyacente a los demás).
Y a pesar de todo seguimos aquí. A pesar de las etiquetas, del silenciamiento, del racismo rampante en los medios, en los colegios y los juzgados, en los alquileres denegados, en los mercados laborales cerrados, al paternalismo de los servicios sociales. A pesar de que la palabra “gitano” todavía signifique, en boca del payo, en sinónimo de lo indeseable o lo enajenado. A pesar de que nos quieren explicar quiénes somos, y cómo debemos existir, sin preguntárnoslo.
Y tal vez por todo ello, creo que está bien que nos parásemos a recordar aquel Primer Congreso Mundial del Pueblo Gitano, que con ocasión del 8 de abril conmemoramos. Volvamos nuestra vista a aquella Londres. Al año 1971. A aquel momento en el tiempo, a aquella consumación de un esfuerzo colectivo que, si bien no fue el primero, fue de alguna manera el más decisivo, quizás, del siglo. Donde voces gitanas de diferentes países se reunieron para hablar entre ellas y para sí mismas. Donde no sólo se reunieron para instituir una bandera o elegir un himno. Fue para tomar la palabra. Para señalar que somos un Pueblo con historia, con lengua, con cultura, con dignidad. Pero, sobre todo, con voz propia. Aquel congreso nos legó, al menos para el que esto escribe, una reivindicación clara: que no se debe hablar de nosotros sin nosotros.
Hoy, más de medio siglo después, no podemos conformarnos con ser una cita anual en el calendario institucional ni con aparecer como el reto crónico al que se destinen los esfuerzos (en ocasiones no demasiado ambiciosos) de las políticas de inclusión. Merecemos algo más que política cosmética y aparentemente bienintencionada. Merecemos ser escuchados, pero también ser tenidos en cuenta. No desde la óptica de la marginalidad, sino como parte constituyente de esta sociedad. Tal vez ha llegado que el Estado español se atreva, seiscientos años después, a mirar al Pueblo Gitano no desde la mirada paternalista de la compasión, si no desde la valentía del reconocimiento pleno a un Pueblo, a una Nación digna de unos atributos, físicos y simbólicos, históricamente negados….