Mientras aumentan los impactos del cambio climático, la polarización y la desinformación amenazan con debilitar los valores democráticos necesarios para enfrentarlo. Adaptar nuestras democracias a estos desafíos pasa por avanzar en los mecanismos de democracia deliberativa.
Llamando a Platón y Aristóteles
La búsqueda del “mejor” régimen político, capaz de garantizar justicia, bienestar colectivo y lograr una sociedad próspera, tuvo parte de su origen en el pensamiento de Platón y Aristóteles.
Cabría preguntarse qué pensarían estos filósofos al enfrentarse al desafío de responder políticamente a un problema tan complejo como el cambio climático. Este fenómeno, con impactos cada vez más intensos como olas de calor, sequías e inundaciones, acarrea además efectos indirectos crecientes sobre la seguridad, la salud, los sistemas alimentarios y la estabilidad política y social.
Como posible respuesta, podría argumentarse que las democracias muestran mayores ventajas, ambición y voluntad para enfrentar el problema del cambio climático en comparación con los regímenes autoritarios. Sin embargo, también exhiben importantes limitaciones al abordar un desafío de esta magnitud: a pesar del entramado económico y financiero implementado durante décadas, 2024 fue el año más caluroso de la historia, superando el umbral de 1.5 grados establecido por el Acuerdo de París.
La incapacidad para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, junto con la resistencia social que obstaculiza la adopción de medidas más estrictas, se agrava por el cortoplacismo de los responsables políticos o incluso el negacionismo con factores como la desinformación, la influencia de la ultraderecha y el autoritarismo, la manipulación mediática o la viralización en redes sociales. Esta combinación limita la gestión efectiva de los bienes comunes globales por parte de los sistemas democráticos, que tampoco logran resistir la influencia de los lobbies de los combustibles fósiles. El poder de estos grupos pervierte, manipula e incluso llega a controlar las Conferencias del Clima.
Siguiendo con la pregunta inicial, y ante la alarmante lentitud en la implementación de políticas climáticas efectivas, surgen otras cuestiones inquietantes: ¿son los regímenes democráticos realmente idóneos y capaces de hacer frente a la emergencia climática? ¿O podrían los regímenes autoritarios aumentar su legitimidad al ofrecer respuestas políticas más contundentes y decisivas?
Populismo, desinformación y perforación
Con respecto a la última cuestión, si bien las propuestas de corte más autoritario o populista no parecen mostrar mucho interés en enfrentar el cambio climático, sí desafían de manera directa los valores democráticos. El avance del populismo y la propagación de la desinformación representan, además, el mayor desafío para la permanencia y legitimidad de la democracia, con profundas consecuencias para la preservación de valores fundamentales como la libertad, la igualdad, la justicia, la participación y la solidaridad, entre otros.
Donald Trump ha vuelto a la Casa Blanca envuelto en una ola de populismo y desinformación, mientras que se retira de los acuerdos climáticos y vincula en parte la prosperidad económica de los Estados Unidos a la extracción y consumo de combustibles fósiles: “Drill, baby, drill «.
Existen otros ejemplos. El control centralizado de países como China podría facilitar la toma de decisiones rápidas y contundentes frente a la crisis climática; no obstante, su efectividad real se ve limitada por factores como la fuerte dependencia del carbón y la necesidad de sostener el crecimiento económico y el consumo para satisfacer las demandas de una población cuyo nivel de vida sigue en aumento.
En el caso de las monarquías del Golfo, regímenes autoritarios en su mayoría, el petróleo es un recurso percibido como un auténtico «regalo de Dios» y no se cuestiona.
Es inevitable recordar a James Lovelock, que, al presentar el cambio climático como una guerra que demanda medidas extremas, se preguntaba si sería necesario «poner la democracia en pausa». Sin embargo, este planteamiento parece poco aplicable en el contexto actual, no tanto por la capacidad de las democracias comprometidas, al menos sobre el papel, con la lucha climática para restringir ciertas libertades en momentos críticos —como ocurrió durante la pandemia del COVID-19—, sino por la clara deriva anticlimática de los regímenes autoritarios y populistas más importantes.
No hay democracia sin capacidad de adaptación
Los efectos del cambio climático podrían considerarse aún moderados, aunque esta percepción solo se sostiene si se prescinde de los datos científicos y se observa cómo la actividad humana contaminante y depredadora del entorno persiste sin señales de cambio sustancial. Esta situación ha mantenido bajos los costos asociados —tanto materiales, económicos como humanos—, lo que no ha trascendido en un mayor estrés democrático.
Sin embargo, nuestra incapacidad de estabilizar o disminuir las emisiones implica sufrir consecuencias cada vez más severas, con unos costos crecientes que generarán mayores demandas sociales. La capacidad —o incapacidad— para adaptarse a unos impactos cada vez más intensos e imprevisibles, ejercerá una presión social sin precedentes sobre la gobernanza democrática, transformando también nuestra concepción de la política.
En concreto, la imprevisibilidad del cambio climático amenaza con desbordar unas estructuras políticas demasiado rígidas, lo que exige transformarlas y adaptarlas, reordenando sus prioridades para hacerlas más flexibles y receptivas. La legitimidad de los sistemas democráticos, frente al cambio climático y desafíos como el populismo o la desinformación, depende de comprender la necesidad de profundas transformaciones en nuestras estructuras sociales y políticas.
Más democracia local y participación como respuesta adaptativa
Como posible respuesta, y ante la urgente necesidad de que nuestras sociedades se adapten al cambio climático, resulta imprescindible impulsar una transformación democrática. Esto pasa por fortalecer los niveles de gobierno más cercanos a la ciudadanía: innovando y revitalizando la democracia desde la base, promoviendo una mayor descentralización, fomentando la participación ciudadana y transfiriendo parte del poder decisorio y de los recursos financieros a quienes se ven directamente afectados.
Todo esto sin comprometer los derechos fundamentales que definen nuestras democracias y planificando a largo plazo, siempre teniendo en cuenta e incluyendo a las generaciones futuras.
Apostar por una democracia de este tipo, más participativa y deliberativa, es especialmente pertinente en países desarrollados, como España, donde los efectos del cambio climático empiezan a sentirse con mayor intensidad.
No solo las comunidades ya afectadas por estos impactos, sino también aquellas en riesgo de enfrentarlos, deben asumir mayores responsabilidades sociales y ambientales mediante el impulso de mecanismos democráticos participativos. Estos mecanismos deben fomentar procesos inclusivos de toma de decisiones y promover debates que fortalezcan tanto la conciencia colectiva como la responsabilidad compartida. Además, estas iniciativas pueden servir como una herramienta efectiva para combatir el populismo y la desinformación, tal como se ha observado en los recientes desastres provocados por la DANA en Valencia.
Igualmente, la participación de las comunidades afectadas en la gestión de fondos y ayudas es esencial para garantizar la transparencia y evitar que cunda la desconfianza en el sistema. Esto resulta aún más crítico en contextos de crisis climáticas recurrentes, donde los recursos disponibles pueden ser cada vez más limitados.
Esto resulta aún más crítico en contextos de crisis climáticas recurrentes, donde los recursos disponibles pueden ser cada vez más limitados
Sería relevante conocer —y, en caso de que no existan, promover— si las autoridades locales, autonómicas o estatales han considerado la creación de foros de debate y herramientas de democracia participativa en las localidades afectadas por la DANA en Castilla-La Mancha y la Comunitat Valenciana.
Un ejemplo de estos mecanismos son las Asambleas Climáticas, ya que permiten tratar una importante diversidad de temas sobre el impacto y las respuestas ante el cambio climático, promoviendo la deliberación y la colaboración, y evitando la polarización que suele limitar los avances colectivos.
Como conclusión, se plantea, más allá de los ejemplos e ideas expuestas, la necesidad de repensar a fondo la relación entre los sistemas políticos democráticos y la crisis climática, y de afrontar este reto de forma colectiva y solidaria. El desafío es inmenso, incluso inquietante. Cuantas más voces se sumen al debate, mayores serán las posibilidades de construir respuestas que permitan a los sistemas democráticos adaptarse con agilidad y profundidad. Lo contrario supondrá correr el riesgo de perder legitimidad frente a propuestas autoritarias que prometen soluciones rápidas, pero también engañosas, injustas y profundamente antidemocráticas.
Jesús Gamero es analista de la Fundación Alternativas.