Jamás se vio en televisión una serie con tanto éxito (cientos de millones de seguidores en todo el mundo) y de tan marcado carácter fascista. Su historia coral tomó el pulso a «una humanidad devorada por el capitalismo» donde los derechos humanos comienzan a ser una farsa, «un catálogo de los buenos», un concepto de […]
Jamás se vio en televisión una serie con tanto éxito (cientos de millones de seguidores en todo el mundo) y de tan marcado carácter fascista. Su historia coral tomó el pulso a «una humanidad devorada por el capitalismo» donde los derechos humanos comienzan a ser una farsa, «un catálogo de los buenos», un concepto de «lo políticamente correcto».
¿Qué importa que el final de GOT (acrónimo de Game Of Thrones) haya sido decepcionante y que en lugar de sentarse en el Trono de Hierro un hombre o una mujer elegidos por los dioses lo haya hecho «un tullido» para hacer un guiño hipócrita, rompiendo con el mensaje lanzado durante ocho años, a «la pseudohumanidad» vigente?
Tal vez en una sociedad más sana moralmente, un poco más espiritual y menos animal, GOT hubiera sido un rotundo fracaso, pero el hombre y la mujer necesitan emociones fuertes (para no ser caminantes blancos) y dar rienda suelta a su cerebro primitivo. La condición humana, si no es moldeada con mimo y en un ambiente escolar, familiar y social positivo y amable, acaba aferrándose a la terrible y selectiva ley de la naturaleza, esa que dice: los débiles deben morir, el mundo es de los más fuertes.
Empecé a ver GOT cuando ya se había convertido en un fenómeno social y cultural sin precedentes, para no quedarme como un bobo ante la Esfinge. Quería saber por qué un producto de esa categoría había causado tamaño impacto global.
Entre los millones de espectadores había gente de izquierda (todavía recuerdo la imagen de Pablo Iglesias regalando un «set» de GOT al rey Felipe VI), centro, derecha, creyentes, ateos, ricos, pobres, violentos, pacíficos, santos y pecadores. El veneno de todo lo peor de la especie humana se metió en las venas, como esa heroína que te transporta a otros mundos y luego te «monstruiza».
La serie del siglo estuvo impregnada de principio a fin de «un escalofriante parafascismo» embellecido por la fantasía, la mitología, el lujo, las bacanales, «degradaciones y torturas» en lóbregos y fascinantes castillos, héroes y heroínas con espadas fulgurantes y dragones apocalípticos a los que, a pesar de su instinto genocida, acabábamos queriendo un poco porque su creador los «había humanizado».
En verdad, GOT podría haberse basado en un bestseller de Hitler. Los débiles, la plebe, «los nadies» (expresión de Galeano) tienen menos valor ahí que los insectos más repugnantes. Se les extermina de un manotazo y luego hay que lamerse la sangre que dulcifica la epidermis.
Funcionó lo que siempre ha funcionado en el cine y en cierto tipo de «subculturas»: La violencia y las violaciones, el sexo duro y el blando, la guerra, la frialdad ante el sufrimiento ajeno, la mentira política, la traición, la farsa, el teatro, la religión y su caza de pervertidos, homosexuales, lesbianas, desviados, y la eterna y sangrienta lucha por el poder que todavía seguimos viendo, desde diferentes ángulos, en este mundo de perros.
La serie triunfó en todos los estamentos sociales de Oriente y Occidente (en el mundo musulmán no, porque ver una teta o un pene en la pantalla te lleva directo al «Harán» o Infierno), lo que es un reflejo de la sociedad en la que vivimos. El capitalismo, el neofascismo, ha arrancado el alma de muchos y muchas y ha comenzado a robotizarnos para que empecemos a adaptarnos al mundo que se nos viene encima.
Si no hay una reacción global y contundente contra el monstruo que mueve la rueda de oro, sangre y plata, de nada servirá el tardío tañer de las campanas. La bestia seguirá aplastando a los más débiles y enriqueciendo a los amos, esos que sólo te nombran caballer@ si te arrodillas ante ellos y les prometes lealtad y obediencia hasta el final de tus días.
GOT fue un éxito porque el hombre y la mujer están fracasando. Porque no estamos educando a la especie en escuelas donde enseñen los sabios y las sabias, donde se inculque la solidaridad que nos permita dar el salto comunal. Porque en las aulas (y en la mayor de ellas, la televisión) nos obligan aprender que sólo hay dos opciones: competir para ganar o engrosar las filas de los perdedores.
Eso explica que al calor de este «humus» escalen hasta las más altas cimas esperpentos como Donald Trump, paradigma del racismo, xenofobia, «apartheid», machismo, homofobia, y de toda la mierda que se desprende de «la ley del más fuerte», cuyo único dios es el dinero y la imposición de la voluntad de unos pocos sobre la inmensa mayoría.
Aquellos que «viven en el trono o alrededor del trono» pueden darse todos los caprichos del mundo, independientemente de que sean éticos o no. Para que su disfrute no tenga límites sólo necesitan que mil millones de seres humanos: débiles, mujeres, menores, niños y niñas, trabajen en la semiesclavitud en los países del Tercer Mundo donde el mayor pecado es haber nacido.
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