Con palabras directas, claras y sin ambages, la investigadora cubana Zuleica Romay Guerra habla del colonialismo, el sexismo y el racismo que aún van de la mano en Cuba.
La escritora y actual directora del Programa de Estudios sobre Afroamérica de la Casa de Las Américas, en La Habana, rechaza la mirada que enquista en el pasado la existencia de estos sistemas de opresión, pues sabe de sus mutaciones y su expresión sutil y directa en la vida cotidiana.
Desmontar estas violencias y opresiones no es tarea fácil. Por ello, reconocer su complejidad, los momentos de retroceso y estancamiento resulta imprescindible para la intelectual cubana, en función de mantener un ímpetu consiente, una convicción crítica de que esta sigue siendo una lucha por el futuro.
¿Por qué llamar la atención sobre violencias machistas, racistas y el colonialismo en Cuba hoy?
El lenguaje, el universo simbólico y las costumbres se nutren del pasado y lo reproducen adaptativamente. Esa ruptura social con la época que dejamos atrás tiene que ser un hecho consiente, contestatario, retador. No se puede confiar en que va a ocurrir de formar espontánea.
El pantalón como vestuario femenino, la libertad para decidir el inicio de una relación sexual, el derecho al aborto… Son muchas las conquistas que pudiéramos citar alcanzadas por las mujeres a lo largo de la historia, a partir de cuestionar y confrontar lo que en un momento determinado fue «normal».
El colonialismo, que hoy nos parece algo muy pretérito, tiene mucha presencia aún entre nosotros, sobre todo en el campo ideal, espiritual, en el universo simbólico.
El colonialismo estamentó a la sociedad por nacionalidades, colores, estatus económico, según el género, el sistema de creencias y construyó todo un cuerpo de teoría, de discurso y prácticas sociales e institucionales para perpetuar ese estado de cosas. Esas «razones», esos «argumentos», han erigido cuartadas y justificaciones sociales donde el usufructo de la desigualdad se ha convertido en la norma, también en Cuba.
A pesar de nuestra obra emancipadora de más de 60 años, todavía arrastramos el lastre del colonialismo con actitudes, opiniones y prácticas sociales que suelen ser machistas, sexistas y racistas.
¿Qué expresiones, sutiles o directas, ponen de manifiesto la complicidad de estos sistemas de opresión?
En nuestro caso, los lastres del colonialismo son perceptibles en la ideología, la cultura y el llamado sentido común. El sentido común legitima percepciones y representaciones vigentes a lo largo del tiempo y van pasando con modificaciones necesarias, según el funcionamiento de la sociedad, a lo largo del tiempo. Se van transmitiendo intergeneracionalmente, por esos mecanismos de osmosis que establece la convivencia social.
Hay muchos ejemplos de la cotidianidad. Por ejemplo, cuando alguien pregunta, exclama o se admira: «bueno, cómo fulanita de tal no va a ser promovida a una responsabilidad más alta si ella reúne todos los parámetros». Y usted pregunta: ¿qué parámetros?… «Bueno, ella es negra, es mujer y es joven». A esa persona que, presuntamente, está elogiando a alguna otra por sus resultados profesionales, académicos, docentes, políticos; sencillamente no se le ocurre pensar que la persona aludida lo que tiene son méritos, no parámetros. Cuando una persona se expresa de esa manera, está siendo sexista y racista.
No estoy en contra: aplaudo la justicia latente en la vocación de garantizar representatividad en todos los ámbitos y órganos de poder de la sociedad cubana de mujeres, afrodescendientes, personas LGBTIQ, personas de origen campesino, en situación de discapacidad y otras.
El problema es que, cuando la discapacidad es el fin y no la vía; cuando el objetivo es que estén representadas las personas que tienen determinadas singularidades o atributos, estamos emulando el paternalismo del período colonial. El paternalismo puede llegar a ser una actitud muy colonial, semejante a la de los abolicionistas del siglo XIX que estaban contra la esclavitud, pero eso no significaba que consideraran a los africanos y sus descendientes como iguales.
Lo mismo pudiéramos decir de los diminutivos, de la doble adjetivación. Venimos de una cultura eurooccidental en la que lo blanco es centro y cúspide, es un referente que no necesita ser nombrado. Entonces, cuando usted alaba a una mujer y dice «porque es una negra muy bonita, porque es un negro muy inteligente, porque es un negrito muy aplicado»; esa necesidad de utilizar dos adjetivos para calificar el comportamiento, las posibilidades, las buenas actitudes o valores de una persona, sencillamente, lo está destacando como la excepción de la regla, como aquello que los demás no son. Es tremendamente racista usar dos adjetivos para elogiar o destacar las virtudes de una persona negra.
Arrastramos todavía los referentes estéticos impuestos por las culturas de matriz europea. En Cuba sigue siendo importante, -pese a los avances de los últimos años y de la irrupción de una estética que ensalza lo afrodescendiente-, todavía dependemos mucho para enjuiciar la belleza del color de las personas, de las características del pelo, del trazado de sus facciones. Eso sigue siendo significativo y existen, en la tradición oral cubana, expresiones muy vulgares para referirse a las narices anchas, a los labios gruesos, a los glúteos demasiado carnosos.
Bueno, observemos solamente con qué naturalidad compramos para regalar -o llevamos a amigos nuestros no cubanos a los establecimientos donde se venden– las miniaturas de las negras con vestuario policromo, muy colorido, con pañuelo en la cabeza, glúteos muy desarrollados, labios carnosos siempre en disposición al beso. Ese tratamiento caricaturizante de los atributos físicos o atractivos sexuales de una mujer negra resulta muy ofensivo para muchos de nuestros amigos no cubanos. Nosotros, sin embargo, podemos comprarlas para adornar nuestras casas o para regalárselas a alguien como gesto de cariño y cortesía.
Hoy todavía se encuentra en los dramatizados y espectáculos humorísticos alusiones, juicios, epítetos que son realmente inferiorizantes para personas negras, personas de la región oriental de Cuba, para personas LGBTIQ. Mientras el atributo que yo visualizo que inferioriza al otro sea parte de un parlamento humorístico o de una obra que se dramatiza en nuestros medios, tenemos que decir que no estamos promoviendo una cultura antirracista en nuestra población.
¿Cuáles estrategias pueden contribuir a desmontar estas opresiones?
Creo que el primer paso es reconocer el tipo de problema que tenemos. El racismo no es un vestigio, no es un residuo, no es algo que nos queda por barrer, no es una obra de la Revolución que está en su fase terminal. Verlo de esa manera no solo es un error conceptual, sino que además es idealista y termina siendo justificativo del statu quo.
Cuba es una sociedad clasista, con vocación socialista, y digo que la sociedad cubana tiene vocación socialista porque no es este el carácter predominante en nuestras relaciones de producción. En este asunto, lamentablemente, no podemos introducirnos ahora. Pero quiero apuntar que, para nosotros, el socialismo es una meta; creo que todavía no es una esencia por la manera en la que funcionan, en primer lugar, las relaciones de producción y por la manera en que ocurren el resto de los intercambios, diálogos y articulaciones entre la ciudadanía.
Esta sociedad que no es capitalista, pero que aún es clasista, está todavía obligada –por el nivel de desarrollo que tiene de ese sistema de relaciones– a estimular la iniciativa personal, a estimular y premiar la competitividad del más apto; es una sociedad que está enfrascada en reducir desigualdades, en reparar injusticias.
En un contexto como ese, hay ciertos lastres del pasado que muestran capacidad para reproducirse, porque alientan en la manera de ser de las personas, en el modo en que se piensan y llevan a cabo su relación con las demás, en las expectativas y proyectos de vida que trazan, en las estrategias que llevan a cabo para darles cumplimiento, etc.
Una sociedad notablemente desigual, con relaciones entre sus miembros que todavía tienen algunas asimetrías, reproduce el racismo, el sexismo, la xenofobia, la aporofobia, el clasismo y el elitismo. Afortunadamente, el sistema sociopolítico cubano ha logrado que esas contradicciones no se tornen antagónicas y tiene mucho que ver con la manera en que se ha materializado el proyecto social de la Revolución, que ha sido un hecho cultural en sí mismo capaz no solo de incorporar a las personas, sino de que se transformen en el acto de hacer Revolución.
Pero todas estas contradicciones que he mencionado están ahí todo el tiempo contrapesando, dificultando, ralentizando nuestro avance en pos de toda la justicia que desde Martí estamos aspirando a conquistar.
Se ha dicho mucho que es una batalla educativa y cultural, pero también es una batalla retributiva y reparatoria. Porque hay muchas injusticas del pasado que todavía hay que conjurar, erradicar. Es una lucha larga, difícil, con períodos de avances insignificantes, incluso de algunos retrocesos.
Reducir esos períodos de avances insignificantes y de retrocesos, imprimirle mayor velocidad y profundidad a lo que estamos haciendo para garantizar toda la justicia, depende de que logremos aunar las fuerzas de todos; que comprendamos hasta sus últimas consecuencias que la batalla contra esos lastres no es solo una tarea del Estado y que podremos avanzar si logramos formar ciudadanos y ciudadanas humanistas, solidarios, amorosos, que asuman las diferencias de cualidades, actitudes y comportamientos como lo normal y que reivindiquen, por encima de todo, su condición humana.
Quizás tú y yo estemos ausentes físicamente cuando esta victoria sea conquistada; cuando la fortaleza de los racismos y los sexismos sea tomada por asalto y derribada. Pero hay que verlo de esa manera y no cansarse, no desestimularse, no dejarse minimizar, no dejarse abatir por los retrocesos o estancamientos coyunturales. Porque una Revolución es una obra de reparación de las injusticias del pasado, pero también es una maravillosa siembra de la justicia del futuro.