Recomiendo:
0

Agua, entre el derecho a la vida y el negocio del siglo

Fuentes: Rebelión

En 25 años, dos tercios de la población mundial no tendrá agua potable. Los países más poderosos se están preparando para esta escasez estratégica. No se puede aspirar a dirigir el mundo con una perspectiva de una sed tan masiva como inminente. Pero no lo están haciendo por vía del ahorro o de tecnologías que […]

En 25 años, dos tercios de la población mundial no tendrá agua potable. Los países más poderosos se están preparando para esta escasez estratégica. No se puede aspirar a dirigir el mundo con una perspectiva de una sed tan masiva como inminente. Pero no lo están haciendo por vía del ahorro o de tecnologías que incrementen las reservas. Nada que ver.

Por ahora nadie se propone replantear el sobreconsumo del mundo desarrollado. Que una parte del planeta consuma 20 veces más que la otra, y que un ciudadano de Estados Unidos utilice 600 litros diarios promedio cuando debería usar cincuenta, mientras muchos en el África no llegan a 20 litros, no parece ser ningún problema. Los ojos de los estrategas del sistema van hacia otra parte. Están fijados en la existencia de concentraciones acuíferas en diversas partes del globo y en evitar que este recurso se pueda convertir en un factor de fuerza para los países que las contienen.

Una OPEP del agua potable sería peor que las ADM (armas de destrucción masiva) que tanto atemorizan al imperio y a las sociedades de la abundancia. Contra eso se está luchando anticipadamente. Y de los mecanismos que se han puesto en marcha, el más importante de todos es el de la privatización.

Hay un interés muy grande por mercantilizar el agua; borrar la idea que se trata de un derecho de gentes y una obligación estatal de proveerlo; favorecer la subida de tarifas hasta lograr que se establezcan cotizaciones internacionales; desarrollar sistemas de transportabilidad internacional del producto (tuberías transfronterizas, contenedores, buques cisterna, etc.); en pocas palabras impulsar el mercado global del agua, en el que manda el que más puede pagar y en el que los que transan son agentes privados en busca del lucro inmediato.

Desde la perspectiva local de los países pobres, que tienen ríos, lagos y glaciares, pero que sufren de escasez crónica en sus principales áreas urbanas y de carencia casi total en los espacios rurales, los temas de la disputa global no parecen ser pertinentes, por lo menos por ahora. Hablamos del dinero que no tenemos para ampliar las redes, de las administraciones estatales deficientes, de los compradores que nos ofrecen el oro y el moro, de los corruptos que desfalcan las empresas, etc.

Pero, como nos sucede siempre, no contrastamos esos elementos con los valores con que nos dotó la naturaleza y las capacidades que hemos sido capaces de desarrollar con nuestro propio esfuerzo. El Perú con su difícil geografía, su clima impredecible y su variedad de culturas, es una sociedad obligada a tener planes, a combinar recursos y personas de manera eficiente, a priorizar, a guardar para etapas difíciles, a conservar su ambiente, a cooperar. Claro que todo eso se opone al esquema neoliberal que domina el mundo. Pero, salvo que queramos quedarnos sin futuro, sin llegar siquiera a alguna mejora sensible en el presente, tenemos que dejar de colocarnos tras la ola de la corriente mundial y señalar con claridad el país que nos corresponde ser.

El tema del agua es ése. Perversamente se nos quiere hacer pensar que en el juego entre nuestras necesidades y los intereses globales, no tenemos nada con lo que hacernos valer. Que sin el toque de la mano del inversionista transnacional, nuestros recursos, nuestras instituciones, nuestras empresas, nuestro trabajo y nuestra inteligencia, carecen de valor de mercado. Entonces tenemos que rendirnos al mejor postor. Somos la cuna del río más caudaloso del mundo, de un inmenso lago situado en una de las mesetas más elevada de la Tierra, tenemos como columna vertebral una cordillera de hielos perpetuos que se deshiela en dirección a dos océanos, hemos irrigado una amplia porción del desierto costero, explotado la riqueza infinita de los cerros y abierto el camino al dominio de la selva. Tenemos una empresa que es capaz de manera diariamente casi tres millones de conexiones domiciliarias e industriales y empresas que durante décadas han abastecido de agua a los pueblos del país.

Pero sobre la mesa está el argumento aparentemente irrebatible del Estado sin recursos, de la población que crece en demografía y necesidades, de la modernidad global que no alcanzamos. Argumentos que son disparados por medios de comunicación cuyos propietarios son parte de las conversaciones que se apuntan a privatizar. Si se va a privatizar Sedapal con tres millones de facturas que puntualmente tendrán que ser pagadas a la cuenta del concesionario, no será tan difícil hacer un sitio para que empresarios peruanos agarren una pequeña fracción de este inmenso negocio. Y lo mismo para los casos de las ciudades importantes de provincias.

¿Y lo demás?, ¿y las empresas hueso, que carecen de interés de compra? Se las sueltan pues al primer aventurero que pase por el camino, como ya hicieron experimentalmente con la empresa de la provincia de Pacasmayo, en La Libertad, que trajo un resultado tan deplorable que si fuera conocido por todo el país despejaría automáticamente las ilusiones privatizadoras: suba de tarifas, reducción de tiempo de servicio, desmejora de la calidad del agua, ninguna inversión, venta de activos, etc.

El derecho, el negocio

Alguien afirmó alguna vez que gobernar era extender la red de agua potable para la gente. Es una manera de decirlo. Una nación que recibe el agua que necesita y que la tiene asegurada en el largo plazo, es seguro que se encuentra alimentada, instruida y protegida en su salud. Porque hay una íntima convicción entre la gente del Perú, y cualquier otro pueblo que tenga sentido de sus derechos[1], de que el tema del agua es un asunto de vida o de muerte. Nadie se queda tranquilo cuando le contaminan los ríos, le niegan el servicio que ya tenía o le demoran más de lo razonable la instalación. Con el agua no se juega. Y este ha sido siempre un tema entre el Estado y los ciudadanos.

La privatización distorsiona todo el problema, al colocar a responsables privados en la posición de vendedores de un producto llamado agua, que ofrecen a aquellos que lo puedan pagar, en las condiciones que los primeros quieran ofertar. El derecho ciudadano se transforma, a lo sumo, en derecho de consumidor, que son conceptos profundamente diferentes. El primero entraña el poder contar con el producto (obligación estatal de proveerlo, aún a los que no lo tienen), la obligación de protegerlo (no agotar las fuentes, renovarlas y acrecentarlas) y la capacidad de la sociedad para demandar en torno a este servicio público; mientras que el segundo se remite a cumplir el contrato de otorgar un servicio ya pactado y hasta los límites en que la empresa no ingrese en insolvencia o incapacidad operativa. El privado puede ser sancionado por no cumplir con una entrega ya comprometida y con la calidad del mismo. El Estado puede ser demandado por no hacer algo para que el servicio extienda
su cobertura o para que toda la integralidad del proceso del agua, desde los manantes sea conservada.

La transición del derecho al negocio tiene extraordinarias consecuencias que no siempre se perciben a la primera vista. Por ejemplo, hace algunas semanas los privatistas promovieron, escondiendo la mano, una marcha de sectores sin acceso a agua en el cono sur de la capital para que reclamaran a Sedapal como responsable de sus carencias, exigiendo la privatización. Tal vez les hayan dicho que hay una conversación con alguna empresa que vendría a Lima, que no se olvidaría de esta población perdida en el desierto. Bien, supongamos que se hace la concesión y la empresa de marras descubre que es muy costoso, que no es prioritario para ella o que no ve mercado para vender conexiones, y posterga el proyecto. ¿Qué marcha podrá hacerse en esas circunstancias si la razón de la empresa es el negocio y no el derecho insatisfecho?

La idea siempre discutible que el mercado establece sus equilibrios y ordena la relación entre ofertantes y consumidores, es probadamente falsa cuando se trata de monopolios naturales de servicios públicos, cuyo caso prototipo es el del agua. Aquí no hay como equilibrar. El monopolio es una posición de dominio que en este caso no se puede evitar. Si la conducción es estatal, el control y la democratización pueden proyectarse al plano político, como control y democratización del poder. Pero si es privada allí no hay cómo, lo que se ve con la Telefónica y las Empresas Eléctricas. Frente a esta realidad, no sólo queda aplastado el ciudadano común y corriente sino que se aplana la voluntad estatal.

Chomsky dice que la privatización es una operación contra la democracia. Y esto es tanto más cierto cuando se trata de los servicios de agua potable o la administración del agua de río para el riego. Quién controle estos recursos tiene demasiado poder. Y si el poder del Estado es siempre peligroso, y por eso le ponemos límites y tiempo de duración, qué se podrá decir del poder privado que se funda en el dinero que los demás no tenemos.

Las Instituciones Financieras Internacionales (IFI)

En el orden global contemporáneo rige una mesa de tres patas: los Estados poderosos, cuya expresión más acabada es el G-7 (grupo de los siete grandes); las empresas transnacionales identificadas con la sigla ET; y las Instituciones Financieras Internacionales, entre ellas el Banco Mundial, el BID, el FMI y otras, que para abreviar algunos resumen en la sigla IFI. Este trípode es el nudo más sólido que el sistema ha podido constituir para regular sus contradicciones y evitar que los conduzcan a un enfrentamiento serio, y para manejar el mundo de acuerdo a tres criterios básicos:

(1) repartir y volver a repartir los mercados, a través de distinto tipo de acuerdos de comercio;

(2) presionar a las economías endeudadas para obligarlas a entrar en el sistema de ajuste concordado por la tríada del poder global;

(3) generar oportunidades de negocio de alta rentabilidad, bajo riesgo y mucha movilidad, en espacios que no conduzcan a conflictos entre países principales y las grandes corporaciones transnacionales.

Las Instituciones Financieras, son el nexo crítico entre la mesa del poder y la periferia. Es a ellas a las que se les encargó asegurar la conformación de mecanismos de reconstitución del flujo de pagos después de la crisis de la deuda de inicios de los 80. Y a ellas se debe el haber convertido las políticas neoliberales y las «reformas» del tipo de la privatización, en mecanismos de aval ante los acreedores, bajo el supuesto de que estas medidas iban a crear los superávits fiscales, comerciales y de pago, para cumplir con la deuda. En los hechos estas intervenciones devinieron en un mecanismo de direccionamiento de las economías endeudadas, forzándolas a seguir caminos paralelos y a competir entre ellas por los inversionistas globales.

En el caso del agua, las IFI han sido inflexibles en su receta básica: transferir los servicios a gestores privados, aproximar las tarifas a niveles internacionales, impulsar el mercado mundial de este producto. Pocos han estado al tanto que mientras se hace esta promoción desenfadada en todos los países, el porcentaje actual de aguas privatizadas en el mundo llega a no más del 5%, las empresas compradoras de magnitud no alcanzan la decena (las más conocidas son la Suez, Vivendi, Bechtel, RWE-Thames, Nestlé, Biwater) y el número de experiencias directamente fracasadas es mucho más alto que el que se registra en otros sectores de servicios en proceso de privatización.

Aunque no se diga, el caso del agua potable constituye propiamente un experimento cuyas pautas aún no están definitivamente establecidas. De ahí tanta insistencia de estudios sobre estudios, que obligan a un fuerte endeudamiento de nuestros países. Ciertamente estos estudios financiados con créditos IFI, son también una manera corrupta de sobornar a autoridades, funcionarios y técnicos del Estado y de enrolarlos en la privatización.

Presionar a todos los países a privatizar o conceder, a sabiendas que la oferta inversora es reducida, es impulsar una sobredemanda de inversiones y malbaratear nuestros servicios. Las IFI nos impulsan a experimentar con un recurso crítico y a aparecer como necesitados de una inversión que en realidad se pagará con lo que se le cobre a los usuarios. Todo esto representa un círculo tramposo que nos va ajustando a los intereses del capitalismo mundial y a sus propios ritmos de construcción de mecanismos de dominación general.

La lista de los fracasos de la privatización del agua es larga, y el Banco Mundial, el BID, el FMI, la conocen mejor que nadie: Cochabamba, Tucumán, Atlanta, Manila, Buenos Aires y otras. La famosa Corporación Suez, fue expulsada de su concesión en Grenoble Francia, cuando su filial Lyonnaise Eaux fue descubierta en turbios manejos, corrompiendo las autoridades municipales responsables de la concesión y pagando campañas de los candidatos, así como incurriendo en incumplimiento de sus compromisos. Las IFI sabe de estos desempeños, pero siguen avalando a los tramposos.

Razones para no privatizar

De la experiencia se extraen algunas lecciones que no deberíamos perder de vista:

– Todos los procesos de privatización de servicios básicos, en particular los del agua, significan pasar de un sistema tarifario público que se organiza en el margen entre costo de producción y costo político[2], a uno que buscará responder al costo comparado de rentabilidad con otros operadores internacionales, e incluirá además los costos de privatización, las previsiones de inversión comprometida y las expectativas de utilidades de los nuevos administradores. Todo esto significa necesariamente una brusca alteración en los montos de facturación que producen un alto impacto entre los usuarios.

– La capacidad de ejercer control sobre la calidad del agua se reduce significativamente, porque el proceso de seguimiento del producto en todas sus fases se fragmenta, creando zonas grises donde se discutirá si es el Estado o el operador el responsable de la degradación del producto.

– El monopolio privado del agua sería especialmente poderoso en su capacidad de influir en el gobierno de las ciudades y en el caso de la empresa más grande, la de la capital, en su incidencia sobre el gobierno nacional, lo que deteriora la democracia.

– Cualquier proyecto de abrir la gestión del agua a la participación de la sociedad civil y a diversas modalidades de asociación con productores locales, entidades técnicas, trabajadores, quedaría frustrado al conformarse una administración privada que, por definición, es mucho más compacta e impenetrable que la Estatal.

– La privatización representa reducciones sucesivas en el número de personal, aún por debajo de los índices técnicos razonables, obligando a reemplazar con personal no estable y contratos con terceros (services), afectando los ingresos de muchas familias.

– La lógica de desarrollo de las empresas privatizadas no es la de apuntar a cubrir los déficit de servicios existentes, como pretende la propaganda, sino a maximizar la explotación de los usuarios ya conectados. Esto ha ocurrido en todas las privatizaciones de servicios y corresponde directamente a la naturaleza del capital que no invierte por objetivos sociales sino económicos.

– Privatizar el agua -especialmente en las concesiones de mayor magnitud-, puede encerrar fácilmente arreglos corruptos que no son fáciles de descubrir. La explicación de esta proclividad se encuentra en el hecho de que los postores importantes son pocos y por lo mismo fácilmente conversables, el negocio es muy grande y los potenciales ganadores pueden estar dispuestos a pagar «lo que sea» y a «quien sea», para alcanzar sus objetivos.

– El sistema de privatizaciones está asegurándose a través de instituciones, normas y tratados, dentro de los cuales se encuentran los TLC, que se plantean reforzar el modelo neoliberal en nuestros países y garantizar las inversiones transnacionales. En los casos de fracasos de las privatizaciones y reversión al Estado o los municipios, las empresas fracasadas han levantado demandas de resarcimiento por grandes cantidades de dinero, elevándolas a tribunales supranacionales de comercio que tienden a castigar cualquier daño que se haga no sólo sobre la propiedad y las utilidades de las grandes empresas, sino también sobre sus expectativas de rentabilidad (el plan que se hizo para ganar).

– Privatizando un recurso en disputa global como el agua potable, nos enganchamos en la ruta que se encamina hacia el mercado mundial del producto, las tarifas globales y la exportación con destino a quienes puedan pagar su precio. Es la manera de desarmarse frente a la futura escasez del recurso. En vez de asegurar nuestras reservas y controlar todas nuestras fuentes, estaríamos introduciendo un agente externo en las decisiones, con clara merma de soberanía.

Una de las mayores falacias de la privatización es la de la convergencia de intereses norte-sur; instituciones financieras y responsabilidades del Estado; transnacionales y usuarios de los servicios. No señor. La causa más profunda de nuestros problemas es precisamente esta confusión. Buscar una salida a los dilemas del desarrollo pasa por abrir una ruta propia. Ser país y gobernar para el bienestar de nuestro pueblo.

——————————————————————————–

[1] En Uruguay la última elección presidencial incluía paralelamente un referéndum sobre el destino del servicio de Agua Potable. El pueblo oriental haciendo honor a su tradición de culto y progresista, votó masivamente contra la privatización.

[2] El abuso del costo político -abaratar las tarifas para no pelearse con la gente-, es una causa frecuente de distorsión empresarial.