El 17 de octubre de 2011, ahora hace una década, se celebró en Aiete (Donostia), la llamada Conferencia Internacional para la resolución del conflicto en el País Vasco. Bajo la atención de los anfitriones, Juan Carlos Izagirre, alcalde de la ciudad y Martín Garitano, diputado general de Gipuzkoa, la declaración que paralelamente abrió la puerta a la disolución de ETA, llevó al escenario a seis personalidades internacionales visualizadas con Kofi Annan, premio Nobel de la Paz y exsecretario general de la ONU.
Cocinar el proceso y gestionarlo hasta el desarme definitivo de ETA en 2017 y su desaparición un año después, con el apoyo y ayuda de los grupos de Contacto y Verificación, así como de los facilitadores, fue de una trascendencia extraordinaria. Jamás en la historia reciente vasca ha existido una implicación internacional semejante en un tema a fin de cuentas local desde una perspectiva planetaria. Ni siquiera con las presiones contra los fusilamientos de 1975, la amnistía de 1977, las estatutarias de 1979, la llegada del Comité de Expertos en 1985 o el apoyo internacional al proceso de Lizarra-Garazi de 1998, la «calidad» y cantidad de apoyos fue semejante. Por hacer un símil, los primeros jugaron en divisiones regionales, los de Aiete en Primera.
La Declaración de Aiete marcó cinco puntos, de los que, únicamente se ha cumplido uno, el de la disolución de ETA. Los otros cuatro siguen pendientes: que los gobiernos de España y Francia traten las consecuencias del conflicto, el reconocimiento y asistencia a todas las víctimas, la consulta a la ciudadanía y el comité de seguimiento de estas cuestiones.
Como es sabido, Noruega se ofreció como lugar de encuentro, amparando a una delegación nombrada por ETA, pero España miró para otro lado y aquellos dieciséis meses fueron en balde. La ciudadanía no ha sido consultada y en el tema de víctimas aún siguen sin ser reconocidas miles de ellas, entre torturadas y muertas por el Estado. Sobre la comisión de seguimiento, las presiones políticas y judiciales evitaron su creación.
El Henri Dunant Centre, dirigido por Martin Griffiths, imprimió unas pautas resolutivas impecables. Abrió escenarios inéditos para otros conflictos, facilitó los contactos y sugirió apuestas negociadoras atrevidas que marcaron finalmente la unilateralidad. La reunión anual del Oslo Forum de 2017, en la que se juntaron mediadores internacionales de conflictos armados, punteó la línea unilateral de ETA: jamás había existido una experiencia semejante en algún otro punto del planeta.
¿Qué sucedió en el intermedio? El escenario de Noruega era un compromiso de Estado, en una época en la que el presidente español era Rodríguez Zapatero. Aunque en su propio partido Pérez Rubalcaba, el halcón de la razón de Estado, le ponía piedras al carro de la resolución del conflicto, los acuerdos eran firmes. A pesar de las dudas de Jesús Egiguren: «podemos perder la posibilidad de liderar el proceso de paz».
Sacudido desde el exterior y con fuego amigo en el interior, Zapatero adelantó las elecciones de finales de 2011. Ganó el PP de Rajoy, quien señaló «Espero que podamos acabar definitivamente con ETA sobre los parámetros que me parecen lógicos, sensatos y morales». Pero no hubo ni lógica, ni sensatez y la moralidad de Rajoy es un misterio.
El resultado fueron siete años de parón con una dinámica contraria precisamente a lo que marcaban los cánones de un proceso de paz. ¿Congelación? La inmovilidad de los gobiernos español y francés no fue tal en el aspecto clásico de cómo abordar el conflicto. Continuaron las detenciones, hubo denuncias de torturas, y una presión inimaginable a los facilitadores que también sufrieron citaciones judiciales.
La inmovilidad, en cambio, lo fue en el aspecto resolutivo. El Ejecutivo de Gasteiz se apoyó en Rajoy para mantener su estadio de confort. Poderes fácticos y los Estados profundos maniobraron para hacer fracasar la paz. Hace años que los sótanos conspirativos concluyeron que la señalización del enemigo separatista cohesiona el sentimiento unitario español.
Actores particulares como Manuel Valls, ministro del Interior de París, Jorge Moragas, jefe de Gabinete de Mariano Rajoy o Laurent Hury, jefe de la división francesa contra ETA, o estatales como el CNI o la UCLAT actuaron explícitamente contra cualquier movimiento en el sentido de abrir el camino a la paz. Con recompensas. Moragas, que fue también protagonista en el intento de confundir al independentismo catalán valiéndose de Urkullu, fue premiado con la Legión de Honor por París y la embajada en Washington y la ONU por Madrid. Pedro Sánchez lo puso en su sitio y lo envió, hace poco, al destierro de Filipinas.
Así las cosas, el proceso sufrió un vuelco radical y ahondó en la singularidad, esta ya desde 2013, con la creación del Foro Social y Bake Bidea, sujetos que dieron continuidad a la Declaración de Aiete. El primer punto de inflexión fue el de que una parte civil obligó a uno de los Estados a salir del guión congelado. El presidente Hollande facilitó el desarme y Emmanuel Macron, con luces y sombras, continuó con la línea abierta en el tratamiento a los presos. En España, por el contrario, este segundo punto se desplegó con la caída del Gobierno del Partido Popular y la llegada a La Moncloa de Pedro Sánchez, para que el tema de los presos comenzara un recurrido novedoso. A pesar de la continuidad de la legislación de excepción.
La Conferencia de Aiete y la reflexión en el seno de la izquierda abertzale abrieron nuevas ventanas al proceso independentista con escenarios inéditos, tanto en Nafarroa Garaia como en Ipar Euskal Herria, territorios que del acervo colectivo sentimental pasaron a convertirse en agentes políticos imprescindibles, nuevos modelos. Aiete abrió el paso a una transición política que hoy agoniza, sin haber dado solución a varias de las cuestiones planteadas. Y que finaliza por la necesidad de abordar el futuro con nuevos paradigmas para tomar impulso en el proceso de la liberación nacional.
Fuente: https://www.naiz.eus/es/iritzia/articulos/aiete-diez-anos