No quiero hablar tanto del asesinato en sí, sino del silencio con el que se encontró. ¿Por qué hay un silencio tan grande de hombres ante casos como éstos?
Escribir este artículo será duro. Primero, porque parte de un hecho horrible y doloroso. Segundo, porque no tengo claro del todo mi postura, pero creo que romper el silencio cómplice implica también hablar desde la duda y, aunque no sepamos exactamente qué postura tomar, dejar claras un par de cosas.
Antes que nada, me gustaría plantear la base indiscutible: no solo es horrible lo que ha sucedido en Madrid con relación a Julien Charlon, el hombre que asesinó a su hija de 3 años para dañar a su expareja (es decir, violencia vicaria) y después se suicidó. Sino también resulta bochornoso el silencio que se ha dado entre los hombres que militamos en el cambio y la igualdad (y más bochornoso aún la defensa al asesino que ha habido en espacios periodísticos).
Este caso tiene algo de especial. Este hombre era un conocido activista en el entorno vecinal de Lavapiés, así como fotógrafo en la Casa Encendida y en varios proyectos sociales. Entre ellos, participó en algunos proyectos feministas, por lo que la polémica es clara. Sin embargo, no quiero hablar tanto del asesinato en sí (¿hay algo de lo que hablar?) sino del silencio con el que se encontró ¿Por qué hay un silencio tan grande de hombres ante casos como éstos? Hoy quiero hablar de maltratadores, aliados y política.
Masculinidades dubitativas
Cuando se escribe sobre masculinidades, una tiene que elegir entre dos opciones: o escribir para el movimiento feminista y las personas ya convencidas o escribir para los hombres en proceso de cambio. Las personas que ya me han leído saben que suelo decantarme por la segunda. Me parece más adecuado, políticamente útil y transformador dada mi posición. También resulta más polémico. Cuestión de riesgos, supongo.
La cosa es que, dada esta situación, habría que ser precavidas. A la hora de hablar de hombres comprometidos con el cambio, hay que saber distinguir entre hombres que están comprometidos por unos valores profundos de autocrítica, justicia y coherencia moral; y otros hombres a los que esto del cambio se les puso delante y están intentando surfear la ola sin saber mucho de qué va el asunto, sin creérselo mucho o aceptándolo pero hasta cierto punto. Pero para ambos tipos se aplica la misma regla: no hay final utópico de la deconstrucción.
No quiero ser catastrofista, ni caer en individualismos moralizantes o esencializar la violencia en los hombres. Nada de eso. Pero hay que recordar que posiblemente nunca estemos más allá del machismo. Es decir, no llegaremos a ese momento en el que no reproduzcamos relaciones de poder, ejerzamos violencias o saquemos ventaja de los privilegios. Y no pasa nada, es decir, la vida sigue desde la contradicción. Pero debemos tener claro esto: la vida sigue desde dentro del patriarcado y, por lo tanto, con un imperativo de duda y precaución permanentes.
¿Qué implica entender esto? Entre otras cosas, que, a nivel personal, no podamos confiar del todo en nuestra perspectiva. ¡Cuidado! No quiero decir con esto que debamos entrar en la duda neurótica y en la auto-luz de gas. Pero sí que más nos vale dudar un poco de lo que creemos (ser un pelín más socráticos y saber que, en cuestión de género, sabemos más bien poco), escuchar más, hablar menos, leer y entender que, como medida de precaución, es útil pensar que nunca seremos totalmente conscientes de la violencia que reproducimos.
También implica que, por muy fuerte que creamos que es, nuestro compromiso con la igualdad no siempre es suficiente porque depende de nuestra percepción y ésta, en muchas ocasiones, está muy enraizada en prejuicios o mecanismos defensivos que nos hacen exculpar comportamientos abusivos que podemos tener por razones que consideramos justas.
Dilemas identitarios
Ahora bien, entiendo también la necesidad que muchos tenemos de sentirnos parte de algo y acabar con la sensación de estar siempre siendo el malo, el error, el problema. Esto tiene unas importantes implicaciones identitarias: ¿puede habitarse la categoría de malo? ¿Cuánto puedo sostener la mirada del reflejo que me dice que soy violento, machista o el problema social? En ese sentido, es fácil entender lo psicológicamente tentador que supone descansar identitariamente y pensar que en algún momento puedo parar con la duda, con la incertidumbre y el vértigo.
Esto supone una tensión importante para cualquier hombre. Y no estoy aquí para dar lecciones, pero sí para avisar de lo delicado que este funambulismo. Caer en posiciones complacientes por cansancio puede ser comprensible, pero el riesgo que corremos es el de estar pasando por alto relaciones de mierda, comportamientos de mierda o daños generados de los que no somos conscientes (y de los que no nos responsabilizamos).
Por esto resulta tan espinoso el tema del aliado. Por un lado, resulta lógico que los hombres queramos salvaguardar parte de la identidad en este concepto: es de los pocos espacios positivos desde los que poder emerger como hombres. Sin embargo, por otro lado, ya son muchos los casos en los que ese chubasquero identitario del aliado (el cual nos permite resguardarnos de la lluvia del malestar) ha operado justificando comportamientos abusivos. Hablando en plata: ha habido (y sigue habiendo) hombres que mientras se identifican como aliados reproducen a su vez relaciones violentas.
Las aristas del aliado
Por esto, es comprensible la respuesta de gran parte del movimiento feminista frente a la figura del aliado. Con brillantes aportes como el de June Fernández en su famoso artículo El maltratador políticamente correcto, se demostró ya cómo el acceso a los hombres a posiciones igualitarias a veces opera camuflando las violencias sutiles (como la luz de gas) y haciendo que las relaciones de poder sean más difíciles de identificar. Y es que efectivamente, muchas veces la posición de aliado supone un pedestal que nos da más valor social y por lo tanto, se vuelve atractivo para hombres más centrados en ganar valor para sí mismos que en lo que generan en su entorno.
Así como hay interseccionalidad en el padecimiento de la opresión, hay interseccionalidad también en el ejercicio: cuando se suman más ejes, las relaciones de poder se vuelven más complejas. Cuando además de la relación de poder de género, estoy en posiciones de ventaja de clase (mayores ingresos, mayor tiempo libre), ventajas sociales (más fama, más capital cultural) o raciales (documentación, permiso laboral, sin marcas raciales), es fácil que para uno mismo las relaciones de poder que ejercemos sean difíciles de identificar. Pero eso no quiere decir que no las reproduzcamos, como hemos explicado en el capítulo sobre este tema de nuestro podcast Esas cosas del follar.
Con todo esto, ¿cómo no esperar que haya un escrutinio desconfiado por parte del movimiento feminista? Y en realidad, este escrutinio no tiene por qué ser malo, al revés, puede venir bien para tener un contra-relato, una presión crítica que nos ayude a ver con otra perspectiva lo que hacemos (o lo que no hacemos).
Ahora bien, existe también una tensión en la desconfianza. Hay quien vio en el horrible incidente de Lavapiés una muestra de que no hay que fiarse de los hombres cercanos a la lucha feminista. Esto lo entiendo como comentarios desde la rabia y el dolor. Y me parecen legítimos. Pero también me lo parecen aquellos comentarios de hombres que intentan distanciarse de este asesinato por resultarles incomprensible cualquier cercanía con un acto tan atroz. Aunque en este caso, el resultado de este distanciamiento es el de patologizar la violencia desde el capacitismo y la neuronorma (“estaba loco”), simplificar sus causas (“era malo”) o crear una alteridad marginada (“no todos somos así”) con la que podemos jugar al “si no lo veo no existe”.
Quizás por esto muchos hombres guardamos silencio frente a casos de violencia como éste (salvo cuando toca defender que no todos somos así en redes sociales), porque no podemos aguantar la idea de estar más unidos al asesino que lo que nos gustaría.
No obstante, evitar ver este abismo (el que la violencia está ahí y que como hombres lo tenemos muy fácil para acceder a ella si así lo queremos) difumina la importancia de nuestro compromiso activo en no querer reproducir violencias y generar daño. Porque la opción está ahí, y es de ciegos negarlo. El silencio que guardamos los hombres frente a casos como este genera una distancia que es peligrosa: el silencio frente a los asesinatos presupone que no nos apela porque no somos como ellos, y con ello, separamos al hombre del monstruo. Pero también difumina la importancia del compromiso, de que el no ejercicio de la violencia es una elección, un ejercicio. El silencio no nos hace cómplices, pero sí nos ciega. Nos impide ver que no es una decisión, que ya estamos implicados en esa violencia y que es hablar, escuchar y aprender lo que marca la diferencia.