“Devorando el planeta”, es el nuevo libro de la antropóloga Patricia Aguirre, especialista en antropología alimentaria. Explica que la comida es un producto de las relaciones sociales, del sistema económico y hasta de los valores de la sociedad. Entrelaza las finanzas, la geopolítica, el metabolismo y el hábitat. También señala caminos posibles para otro modelo.
Durante el último medio siglo, la mayoría de las sociedades pasaron de las restricciones calóricas (donde no había comida suficiente para toda la población), a ser sociedades de abundancia (donde hay sobreconsumo) cambiando las preocupaciones epidemiológicas de la desnutrición a la obesidad.
La alimentación es producto de las relaciones sociales. Es el resultado de una manera de concebir el mundo, que designa algunos comestibles como “comida” y otros como “incomibles”. Es el resultado de organizar la sociedad aplicando ciertas tecnologías para extraer del medio ambiente lo que se considera bueno, rico y saludable; de la manera aceptada de distribuir los alimentos y de los usos sociales de esos alimentos a despecho de sus cualidades nutricionales. Lo que comemos nos permite mantener y reproducir la vida, en un doble sentido, físico: da la energía necesaria para una vida activa y para dejar descendencia y social ya que nuestra comida llega a nosotros a través de cadenas de producción-distribución-consumo que permite al sistema social mantenerse en el tiempo y ampliarse en el espacio.
Partiendo de la premisa de la comida como hecho social, producto y productora de relaciones sociales, este libro desarrolla la idea que ¡estamos devorando el planeta! Estamos agotando recursos no renovables como el petróleo, derrochando recursos escasos como el agua y dilapidando recursos renovables como la biota.
Comemos el petróleo en forma de fertilizantes y agroquímicos en nuestras cosechas y como combustible cuando los transportamos kilómetros. Bebemos parte del escaso tres por ciento del agua dulce del mundo, pero también la tomamos contenida en los granos, las frutas y las carnes que también dependen de ese porcentaje. Como omnívoros, estamos condenados a la diversidad, encontramos los nutrientes en distintas fuentes, por eso consumimos todo tipo de plantas, animales, hongos, minerales. Pero nos comemos los recursos del planeta irracionalmente, engulléndolos con avidez y rapidez, como si estuviésemos ansiosos por terminar con todo. ¡Eso es devorar!
Comer así no es sostenible, no solo hay recursos que no se pueden renovar (como los minerales que vinieron de las estrellas) sino que tampoco le estamos dando tiempo al ecosistema de recuperarse de la extracción desenfrenada de aquellos recursos que sí son renovables. No reponemos los bosques que talamos sino que los sustituimos por pastizales. No dejamos reproducirse a los peces en el océano sino que los pescamos hasta la extinción. No manejamos el agua de riego sino que hemos inventado una palabra, “desertificación”, para designar el proceso de desertización producida por los humanos en nuestra necedad. Y los ejemplos se multiplican: hasta cambiamos el clima del planeta, que se calienta cuando -sin intervención humana- se calculaba que debía enfriarse dando paso a otra glaciación.
Pero no todos contribuyen a devorar el planeta en igual medida. Quien apenas come, no tiene agua potable y jamás viajó en avión, tiene mucha menos responsabilidad que el ejecutivo de un holding alimentario que explota lo que queda del Amazonas. Paradójicamente el primero pagará antes y más caro por su escasa cuota de responsabilidad, porque sufrirá antes los efectos de la depredación, la contaminación y el cambio climático.
No hay dónde esconderse, no hay cómo zafar, no hay hacia dónde huir. Tenemos que evitar el colapso aquí y ahora, por nosotros y para nuestros hijos.
Estamos a tiempo de cambiar, si entendemos que no podemos separar la manera de comer de la manera de vivir en sociedad. Porque existe una sinergia entre el subsistema agroalimentario y el subsistema económico político que determinan la cocina y la comida y estas a la vez condicionarán la manera en que esa población enferme y muera. Alimentación, economía, política y epidemiología se condicionan mutuamente de manera que lo que pasa en un campo incide necesariamente en el otro.
Uno de los problemas de la manera de comer actual en las sociedades occidentales, urbanas, industriales fue reducir la diversidad, al privilegiar cantidad sobre variedad.
Otro de los problemas es que por imperio del modo de producción todos los ecosistemas están altamente transformados y no solo por la extensión de la frontera agropecuaria sobre tierras vírgenes, selvas, humedales, sino que el aire y el agua están fuertemente intervenidos. La producción agroalimentaria es en gran medida responsable del emporcamiento generalizado del planeta, desde la producción primaria (agricultura, ganadería, pesca) a la secundaria (industria) a la distribución de mercancías alimentarias entre continentes (prolijamente protegidas por envases realizados con materiales no renovables: latas de metales o plásticos obtenidos por polimerización del petróleo) a través de cadenas mayoristas que hacen que la huella de carbono sea más significativa que los nutrientes que contienen.
Una sociedad que no produce ni distribuye “bien” era esperable que tampoco consumiera “bien”. Todos comemos “mal”, por los alimentos mismos, por falta de acceso económico o cultural, por la vida que llevamos que nos empuja a “solucionar” el problema de la comida con chatarra ultraprocesada, en un consumo conspicuo inducido por un aparato publicitario monstruoso cuyo único fin es mantener la rueda de la ganancia. El consumo alimentario actual está “mal” desde todos los estándares, ecológicos, culturales y nutricionales. No es extraño que la alimentación inadecuada se encuentre en la base del 60 por ciento de las enfermedades que aquejan a las sociedades occidentales.
Sin embargo de la explotación, fragilización, desertificación, contaminación y extinción de los ecosistemas locales pasamos a la globalización pandémica del cambio climático y seguimos sin entender que somos parte de la vida que destruimos aceleradamente, en el único planeta que podemos habitar. Estamos acabando con nuestro planeta, lo estamos devorando, pero hacerlo no nos hizo ni más sanos ni más felices, solo más pobres y más gordos. ¿Valió la pena?
Nuestro futuro es sombrío. Pero este libro pretende ser optimista y señalar que hay alternativas, que ya están en marcha diferentes opciones para cambiar la alimentación y la sociedad que la ha llevado a este punto crítico.
Si efectivamente existe una sinergia entre el sistema agroalimentario y el sistema económico político entonces se puede cambiar el mundo cambiando la alimentación. La pregunta no es si se puede, la pregunta más importante es si estamos a tiempo.
El libro fue editado por Capital Intelectual.