La salmonelosis masiva producida por el consumo de pollos precocinados en mal estado está dando materia para muchas conversaciones de barra de bar interesantes, no sólo porque reflejan sentimientos generalizados, sino también porque plantean problemas reales de nuestro tiempo. Los comentarios más frecuentes apuntan por la línea del: «¡A saber qué nos venden!». Buena parte […]
La salmonelosis masiva producida por el consumo de pollos precocinados en mal estado está dando materia para muchas conversaciones de barra de bar interesantes, no sólo porque reflejan sentimientos generalizados, sino también porque plantean problemas reales de nuestro tiempo.
Los comentarios más frecuentes apuntan por la línea del: «¡A saber qué nos venden!».
Buena parte de la población desconfía de los alimentos que distribuyen los mercados. Ahora más todavía, tras descubrir que las etiquetas de homologación sanitaria no aportan certeza de nada.
A ello se añade el desdén generalizado por el escaso sabor de los productos: «¡Sí, todo muy bonito, pero parece de plástico!».
Este género de críticas se oye sobre todo en boca de personas de cierta edad, que conservan aún en la memoria el sabor primigenio de los pollos, los tomates, la leche de vaca y demás alimentos en vías de degeneración.
La desconfianza hacia la calidad sanitaria de los alimentos que se comercializan en la actualidad está más que justificada por la experiencia. Aciertan quienes reclaman que exista un control menos burocrático y más eficaz de los productos que se ponen a la venta. Pero se equivocan quienes afirman que en tiempos pasados los alimentos eran más sanos. Al revés. Antes había muchas más enfermedades producidas por alimentos en mal estado. La mejora de las condiciones sanitarias de los alimentos es, de hecho, una de las razones que explican el fuerte aumento de las expectativas de vida de las que gozan hoy las poblaciones de los países mejor abastecidos.
Lo que no tiene discusión posible es lo del sabor de los productos. No hay más que hincarle el diente a un pollo realmente de corral -rara avis- para apreciar la abismal diferencia. «Sí, claro -te objetan de inmediato-, pero cuando los pollos eran así los comían cuatro, y ahora están al alcance de cualquiera». Lo cual tiene también fácil respuesta: «No son los pollos de aquella calidad los que están ahora al alcance de cualquiera, sino estas otras cosas que tienen forma de pollo y apenas saben a nada».
Es frecuente toparse en las polémicas sobre alimentación -en el debate sobre los productos transgénicos, muy en especial- con argumentos de ese género, de apariencia democrática y fondo tramposo: «Gracias a las técnicas de producción de alimentos en masa, se podrá acabar con el hambre en el mundo», dicen sus defensores. La afirmación sería muy digna de aprecio si los hechos la sustentaran. Pero no. Desde que empezaron a aplicarse a gran escala esas dudosas técnicas productivas, no se ha avanzado ni un milímetro en la erradicación del hambre en el Tercer Mundo. A cambio, algunas empresas han visto crecer de manera espectacular sus beneficios.
No sacrifican la calidad para producir más y que comamos todos, sino para ganar más.
Lo cual es razón suficiente para que los poderes públicos desconfíen de esas empresas. Si sus fines son dudosos, es fácil que sus medios también lo sean.
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