Producimos lo suficiente para alimentar a 10.000 millones de personas, pero se nos propone luchar contra el hambre pidiendo a la inteligencia artificial que decida cómo modificar el genoma de las plantas
La tecnología –una azada, los satélites Starlink que estas noches comparten el cielo con las estrellas fugaces, los móviles en las aulas o el charkha, la rueca de madera que Gandhi y tantísimos millones de personas de la India usaban para autoproducirse su ropa– no es necesariamente buena. Ni necesariamente mala. Pero tampoco es neutra. Sí que es, como propone Etc Group, política.
Si en la actualidad la política que marca nuestras vidas, el capitalismo, está centrada en la acumulación de riqueza, podemos convenir que las motivaciones que hay detrás de cualquier propuesta de innovación tecnológica no pretenden encontrar la mejor manera de hacer las cosas, sino cambiarla para incrementar la cuenta de resultados. Aunque las nuevas técnicas no mejoren las anteriores, aunque no sea necesario cambiar nada, aunque cambiar una cuestión genere muchos impactos negativos en otros ámbitos… toda tecnología es aceptada si da con la tecla adecuada para dicho fin lucrativo. Hasta tal punto que, no sé si será por esta ambición económica que todo lo moviliza, nuestra civilización occidental nunca está satisfecha y las palabras cambiar y mejorar las entendemos como sinónimos.
Sustituir a las y los cajeros de los comercios por tecnologías de pague usted mismo, ¿ha mejorado la atención? ¿Ofrece más y mejores puestos de trabajo? Claramente no, pero lo justificamos porque rebaja costes e incrementa beneficios, el único problema que parece trascendental resolver. Diseñar tecnologías para reducir en una semana el engorde de un pollo, no solo para reducir costes de producción, sino también para poder engordar más pollos en el mismo tiempo, ¿qué grandísimo problema resuelve?
Dos empresas controlan el 42% del mercado mundial de semillas comerciales; dos empresas controlan el 40% del mercado mundial de pesticidas
Pongo este último ejemplo porque los grandes cambios en los sistemas agrícolas de todo el mundo, pasar de modelos campesinos y artesanales a producciones industriales e intensivas, se derivan de la introducción de toda una serie de propuestas y paquetes tecnológicos que se implementaron (con diferentes grados de violencia) en tanto resolvían una ecuación falseada: el hambre en muchos lugares del planeta derivaba de los bajos índices de producción de alimentos de la agricultura a pequeña escala. Ignorando, intencionadamente, la relación directa del hambre con el expolio colonialista o el acaparamiento de las mejores tierras en muy pocas manos. Lo ocurrido después ya lo sabemos, las comunidades campesinas de todo el mundo han perdido su soberanía y sustento y las corporaciones que lideraron la respuesta tecnológica, la llamada revolución verde, decenios después, son enormemente poderosas.
En concreto, según los últimos informes de Grain y Etc Group: dos empresas controlan el 42% del mercado mundial de semillas comerciales; dos empresas controlan el 40% del mercado mundial de pesticidas; cuatro, el 43% del mercado mundial de maquinaria agrícola; seis el 60% de los fertilizantes de potasio; y el 68% del mercado farmacéutico de sanidad animal se lo reparten diez corporaciones. Y algunas, como Bayer, figuran en varias de estas categorías.
Pero, lejos de cuestionarnos cómo la tecnología es también un arma de control y de dar y quitar poder, hoy en día se la considera como la única forma existente para resolver los problemas derivados de la crisis climática. También los que provoca en la agricultura. Recientemente, por ejemplo, la revista Nature ha publicado una revisión científica que analiza cómo el matrimonio entre inteligencia artificial y biotecnología puede “transformar la producción agrícola mundial, ayudando a construir sistemas alimentarios más resilientes frente al cambio climático, las plagas y el crecimiento de la población”. Y aunque estamos produciendo alimentos para 10 mil millones de personas, las soluciones que se nos proponen son pedirle a la inteligencia artificial que decida cómo modificar el genoma de las plantas para crear nuevos cultivos. Y confiar en Ella. En su criterio divino.
Puede parecer un cierre fantasioso para este texto, pero es justamente todo lo contrario: vamos camino de comprar las verduras desde casa, y que el teléfono móvil desde donde efectuaremos la operación, el internet que nos conecte y los tomates que nos sirvan sean todos del mismo amo.
Gustavo Duch. Licenciado en veterinaria. Coordinador de ‘Soberanía alimentaria, biodiversidad y culturas’. Colabora con movimientos campesinos.