El tema de las identidades ha cobrado una nueva relevancia, con nuevas formas y lenguajes, por las grandes transformaciones de las viejas identidades y la reconfiguración de otras nuevas. Se produce en el marco de la pugna sociopolítica y cultural por la prevalencia hegemónica de unos grupos sociales, con su estatus y privilegios de poder, frente a otros emergentes.
En particular, se trata de la pugna representativa y de legitimidad entre élites tradicionales y nuevos liderazgos, así como en qué sentido hay una renovación y fortalecimiento de las fuerzas progresistas o de izquierdas frente a la involución conservadora que se reafirma en sus propios procesos identitarios.
La cuestión es que esos procesos de identificación sociopolítica (nacionales, étnicos-culturales, de clase social, sexo…) son diversos y ambivalentes (reaccionarios y progresistas, machistas y feministas…), así como más o menos densos o fluidos e integradores o excluyentes. Por tanto, no todas las identidades colectivas son iguales y hay que analizarlas según su papel específico en un contexto determinado y desde referencias universalistas de una ciudadanía libre e igual o la ética de los derechos humanos.
El vivo debate suscitado en torno a la novela ‘Feria’, de Ana Iris Simón, es sintomático del entrecruzamiento de las distintas identificaciones y su contradictorio sentido sociopolítico y cultural. Es muy variada la interrelación de tendencias y movimientos sociales, así como de identidades, pertenencias colectivas, autopercepción ideológica o perfiles sociopolíticos a la hora de conformar sujetos transformadores. En dos recientes artículos en Rebelión he expuesto una aproximación: Carácter de las identidades y Hacia un espacio feminista, ecologista y de izquierdas.
Aquí complemento la reflexión con unos comentarios a raíz de una aportación del sociólogo Jorge Lago, Identidad y reacción, que tiene interés para debatir. Su contenido critica a lo que denomina vieja izquierda esencialista y cierta fragmentación posmoderna y defiende un sujeto superador de ambas tendencias, aunque no evalúa la versión socioliberal. Expongo algunos problemas y valoraciones desde la sociología crítica.
El enfoque teórico es unilateral y se basa en el idealismo discursivo, aun con cierta aproximación realista al recalcar la importancia de la acción humana: Lo que construye y unifica la dinámica sociopolítica sería el proyecto, las ideas y emociones que conceptualiza como ‘horizonte’, que se convierte en la tarea primordial para las fuerzas progresistas y referencia diferenciadora.
No valora lo fundamental de un enfoque realista y crítico: priorizar la experiencia relacional popular con su interpretación, las relaciones de fuerza social, incluido sus capacidades asociativas y comunicativas. Esa realidad no es esencialista ni previa a la política. Es el nexo para desarrollar interacciones sociopolíticas y estrategias universalistas igualitarias-emancipadoras, con procesos identificatorios múltiples e interseccionales que conforman el sujeto liberador: un proceso unitario superador de las identidades parciales y fragmentarias, en este caso, de carácter progresivo.
Es adecuado combatir la naturalización o legitimación de la realidad social (desigualdad…), pero es problemático ver la dinámica sociopolítica como inerme y que solo se activa por la subjetividad de un liderazgo. Esa separación sociedad/cultura, sin una buena interacción, lleva al materialismo vulgar o al culturalismo (con la prevalencia articuladora de las ideas), ambos unilaterales. Además, esa prevalencia de lo discursivo (de una élite) lleva a infravalorar las dinámicas sociales y el imprescindible arraigo popular de su representación política e intelectual, condición fundamental para fortalecer las opciones de progreso. En la experiencia relacional se combinan condiciones sociales, prácticas sociopolíticas y culturales, demandas transformadoras y proyectos de cambio.
Por otra parte, hay que diferenciar la identidad de un sector social por sus características sociodemográficas o estructurales (por ejemplo las clases trabajadoras o las mujeres) de la identidad como agente o sujeto activo de un proceso igualitario emancipador (por ejemplo, el movimiento obrero o sindical y el feminismo). Las identidades colectivas (progresivas, integradoras y pluralistas) no necesariamente restringen los procesos transformadores colectivos y el desarrollo individual sino que constituyen una condición social y una expresión de experiencia relacional. Conforman la activación cívica que favorece ambas trayectorias.
No todas las identidades son reaccionarias, las hay progresistas, y también neutras desde el punto de vista ideológico o ético. Es decir, como característica grupal de unos rasgos compartidos y reconocimiento público de su estatus, las identidades colectivas reflejan la diversidad de los distintos grupos sociales y la ambivalencia de su sentido sociopolítico y cultural.
El feminismo como identificación con unos procesos liberadores contra la opresión y la discriminación y unos objetivos igualitarios es una dinámica progresiva y positiva; el machismo como identidad conservadora basada en privilegios y dominación es reaccionaria y negativa. No tienen igual valor moral y político, aunque ambas sean identidades o, si se prefiere, actitudes y mentalidades colectivas dentro de un orden de género institucionalizado y jerarquizado. Son dicotómicas, no transversales, por tanto hay que elegir y por eso decimos: ¡Feminismo pa’ lante y machismo pa’ atrás!.
Para conformar un proceso de emancipación hay que partir de las condiciones de subordinación de los diferentes segmentos de la población para superarlas, y articular un proceso complejo, solidario y unitario con un proyecto compartido vinculado con unos valores universales. El discurso, las ideas o el horizonte son componentes complementarios e interactivos con la práctica social, no son el fundamento creador y unificador de un sujeto, llámese pueblo, nación o ciudadanía.
Las relaciones sociales son interactivas y sociohistóricas. No están encima de las personas, sino son condiciones de existencia o realidad procesual desde la que hacemos la política como práctica relacional igualitaria, con la correspondiente subjetividad. Entre ambas se conforma la identidad realista y transformadora y el sujeto emancipador, las fuerzas de progreso o, si se prefiere, de izquierdas. Es positiva la crítica al esencialismo estructuralista y la valorización de la acción humana, pero no hay que infravalorar la realidad estructural o las relaciones de fuerza desde las que implementar la acción política.
Por tanto, junto con aportaciones interesantes, ese texto mantiene otras posiciones idealistas, con la preponderancia del ‘horizonte’ para crear fuerza política, similares al discurso voluntarista del populismo de Laclau, inadecuado para forjar un sujeto emancipador, con fuertes pertenencias colectivas progresivas. Al rechazar a las identidades colectivas, tachadas de reaccionarias, se queda sin las energías sociales necesarias que implementen una dinámica transformadora. Su alternativa de crear un horizonte, como proyecto discursivo, es insuficiente. Bienvenido sea el debate teórico para clarificar el proceso de conformación unitaria de las fuerzas del cambio, con un enfoque más realista y crítico.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid.