El penoso espectáculo ofrecido por las izquierdas en Badalona –donde, entre divisiones e impotencia, han cedido la alcaldía de la ciudad al popular García Albiol– aviva uno de los debates políticos más complejos, sobre todo de cara al período que se avecina: la controversia acerca de las alianzas. Por supuesto, no se trata de un problema exclusivo de la izquierda; pero sí es especialmente relevante para ella, en la medida que resulta inseparable de su estrategia. En un escenario político tan fragmentado como el actual, aquí como en toda Europa, ningún partido puede hacerse con el poder ni aproximarse a sus objetivos sin tejer acuerdos, de mayor o menor calado, con otras fuerzas. Sólo hay que recordar las dificultades que supuso la investidura de Pedro Sánchez… y considerar lo incierto y heterogéneo de las mayorías parlamentarias que han sido necesarias para prolongar el Estado de Alarma.
Lo primero es entender que el sustrato social de que se nutren las izquierdas es amplio y variado. La clase trabajadora y sus entornos ofrecen un terreno capaz de sustentar distintas tradiciones y culturas políticas, diferentes proyectos de emancipación. La socialdemocracia –con sus programas más o menos ambiciosos de mejoras graduales y políticas distributivas– ocupa tradicionalmente un lugar central en la representación de ese espectro social. Un terreno en el que se mueven también corrientes de izquierda alternativa, crítica con el “reformismo sin reformas” a que han llevado algunas derivas acomodaticias. En un período en que van a estar en disputa derechos y libertades, las condiciones de subsistencia de millones de familias y el propio Estado del bienestar, resultaría imposible la defensa de los intereses de las clases populares sin una entente de esas izquierdas. Y, si pensamos en levantar gobiernos de progreso, sin ampliar esa alianza a otras fuerzas con incidencia en las clases medias.
Ahí entramos en la complejidad del asunto. Ninguna alianza está exenta de dificultades y sobresaltos. Algunas, en el mundo sindical, han mostrado una gran solidez. A pesar de sus diferentes historias, UGT y CCOO han mantenido durante muchos años su exitosa unidad de acción y negociación. A ello contribuye de modo decisivo el hecho de situarse ambas fuerzas sobre el terreno de la clase trabajadora y compartir el objetivo de la defensa de sus intereses materiales y morales. Evidentemente, la cuestión se complica cuando se trata de forjar acuerdos para gobernar e impulsar un proyecto para el conjunto de la sociedad desde las instituciones democráticas. Las alianzas deben modularse en función de los ámbitos de poder en liza. Entendimientos posibles a nivel municipal, con un campo de decisión circunscrito a la gestión local, devienen inviables a nivel nacional, donde distintos proyectos de país chocan de modo inconciliable.
Es el caso de la lucha por el gobierno de la Generalitat, que no tardará en abrirse y ante la cual urge que el espacio de los comunes aclare sus perspectivas. La epidemia nos dejará un escenario social y económico desolador. Pero, no por ello desaparecerá el conflicto territorial que ha convulsionado la sociedad catalana durante estos últimos años. Al contrario: una situación se conjugará con otra y asistiremos a nuevas tentativas, por parte de la derecha nacionalista, de formatear los temores de una población amenazada de decadencia. Ese problema deviene tan crucial que no hay proyecto progresista posible en Catalunya que no empiece por hacerle frente sin la menor ambigüedad. Ahí es donde la izquierda alternativa se juega el ser o no ser. Los mejores programas de reconstrucción no pasarán de ser una carta a los reyes magos si no se responde con claridad a las cuestiones que dominarán la próxima campaña electoral: reactivación –o no– del “procés”, gobierno y alianzas.
Ante la convulsa situación que nos espera, hay que decirlo con claridad: menos que nunca, la perspectiva de la independencia puede convenir a los intereses de la gente trabajadora y de la mayoría de la sociedad catalana. Las tensiones a que se ha visto sometido el Estado autonómico durante las semanas de confinamiento deberían alertarnos. Sólo desde la cooperación y el esfuerzo mancomunado podremos afrontar los desafíos que se perfilan ante nosotros. Es tiempo de fraternidad, no de confrontación entre comunidades. Una solución airosa que pusiera fin al prolongado encarcelamiento de los líderes independentistas ayudaría a restañar heridas y favorecería el necesario clima de concertación social. Pero, por esa misma razón, la idea misma de un referéndum debería quedar excluida de la agenda política catalana. El único proceso que cabe plantear es el de una reconstrucción del tejido productivo, bajo el doble reto de atender a la emergencia social y reorientar el modelo hacia una industrialización verde, así como la mejora del autogobierno, empezando por su financiación.
Si la izquierda alternativa se situase por fin en esa lógica federal, el tema de las alianzas aparecería con toda nitidez. La alianza prioritaria y clave es con el PSC. No porque no haya –ni vaya a dejar de haber– discrepancias políticas significativas con la socialdemocracia. Pero, la crisis inducida en sus filas por el “procés” lo puso de manifiesto: la socialdemocracia sólo puede existir en Catalunya como un proyecto de referencia federal, apoyándose en una base electoral renuente a la inflamación nacionalista. La colaboración entre las dos componentes de la izquierda es determinante para evitar una fractura social en términos de identidad cultural o lingüística. ¿Bastaría esa alianza para configurar una nueva mayoría y trazar un nuevo rumbo al país? No es razonable pensarlo. Ni numérica, ni políticamente. Para alcanzar una mayoría parlamentaria, sería necesario incorporar a una parte del independentismo que, sin renunciar a sus anhelos, se aviniese a firmar una tregua con la izquierda en los parámetros antes expuestos. ¿De dónde podría proceder esa franja? ¿Del nuevo Partit Nacionalista de Catalunya que, inspirándose en el pragmatismo del PNV, algunos cuadros procedentes de la antigua Convergència y la democristiana Unió Democràtica, quieren promover? ¿Tal vez de una reorientación de ERC?“En política muchas cosas son posibles, decía Lenin, pero hay que atenerse a lo que es”. Y sólo una cosa es cierta: las evoluciones que puedan producirse en el campo del soberanismo dependerán de la fuerza y la cohesión del polo federal. Tanto es así que la política independentista pasa en estos momentos por un intento de debilitar ese polo, embaucando a los comunes con la ilusión de un futuro gobierno con ERC.
En resumidas cuentas: la buena política sería el entendimiento con la izquierda reformista… para arrastrar, si fuese posible, a una facción independentista razonable –o para configurar una sólida oposición. La peor, el flirteo con ERC. El orden de los factores altera el producto. Algunos compañeros enfocan la política de alianzas como una cuestión de afinidades. La tradición marxista aconseja guiarse por criterios materialistas, considerando el papel que cada partido o fracción desempeña en la lucha de clases. Personajes entrañables –y su contrario– haylos en casi todos los partidos. La primera norma de toda alianza saludable consiste en la claridad del objetivo compartido. La segunda es no embellecer al aliado. La tercera, mantener la propia independencia política. Y, la cuarta, la lealtad. (Aunque leales, hay que serlo incluso con los adversarios. Ingenuos, con nadie). Quienes olvidan esos principios y se guían por sentimientos de amistad… acaban tonteando con malas compañías.
Fuente: https://lluisrabell.com/2020/05/14/amigos-y-aliados/