Esta semana vi el documental sobre la vida de Amy Winehouse y me ha traído un par de cosas a la cabeza, una sobre el rock and roll y otra sobre el capitalismo, que, si no les parece mal, comparto con ustedes. En el documental queda claro que Amy pasa de ser una chica de […]
Esta semana vi el documental sobre la vida de Amy Winehouse y me ha traído un par de cosas a la cabeza, una sobre el rock and roll y otra sobre el capitalismo, que, si no les parece mal, comparto con ustedes.
En el documental queda claro que Amy pasa de ser una chica de barrio con tendencia al exceso a meterse en una dinámica autodestructiva seria cuando pasa de ser una cantante de jazz a ser una estrella de rock.
El rock and roll es el único género cultural que incluye la autodestrucción pública de sus individualidades como una parte central de su repertorio. Esto no quiere decir, obviamente, que en otros géneros no haya excesos y autodestrucción -los hay y muchos-, sino que en el rock and roll la autodestrucción es pública y está perfectamente codificada.
Posiblemente ésta sea una contrapartida necesaria de los niveles de culto a la personalidad del género. En una lógica sacrificial, que ya exploró JG Ballard en sus escritos de los sesenta, es como si la única manera que tuviera la estrella de rock de redimirse por su excepcionalidad, su desbordante talento y porque la queremos más allá de lo recomendable fuera su inmolación ante nuestros ojos.
Ni que decir tiene que los medios están perfectamente preparados y en sus marcas para recoger y amplificar estas historias de juguetes rotos y vidas brillantes truncadas, que si en los sesenta formaban parte de la trayectoria contracultural ahora están perfectamente empaquetadas y listas para consumo.
La segunda cuestión tiene que ver con el capitalismo. Hay un momento clave del documental en que Amy ha pasado una primera embestida brutal de esta dinámica rockera autodestructiva y se encuentra relativamente consciente y orientada. El juego anterior no le hace ya gracia y quiere volver a cantar jazz. Hay una escena impresionante en que, después de que la hemos visto completamente ausente en escenarios de estadio ante miles de personas, muestra un interés y un respeto casi reverencial en un dueto con su ídolo Tony Bennett.
Pero Amy se había convertido en una máquina extraordinaria de hacer pasta. No era una empresa, sino el producto que vendía una empresa formada por los que la rodeaban. Empezando por su padre, un tipo sin escrúpulos que explota cuanto puede un trauma infantil de Amy.
Amy ejemplifica, y paga con su vida, un problema típico del capitalismo: el de la imposibilidad práctica de la marcha atrás y de quedarse en un tamaño óptimo. Hay una fuerza social descomunal que empuja a Amy a irse de gira mundial en estadios, a grabar un nuevo disco sin más retraso y a cantar sus hits cuando ella quería cantar jazz y colaborar con Mos Def y The Roots.
Es la fuerza del beneficio o, dicho de otra manera, el imperativo de crecer. A costa, y este caso es ejemplar, de la vida.
Hay algo, además, que una vez lanzada esta dinámica juega en contra de ella: su singularidad. Amy se había construido culturalmente contra su época, y eso requería que ella compusiese sus canciones y su música, que tenían algo de revival pero también algo de actual.
El protocolo de actuación de la industria discográfica cuando una estrella se quema es sustituirla por otra equivalente. Si Britney ya no chuta, tenemos a Christina Aguilera. Son la pieza final de una cadena de montaje cultural que les preexiste. En el caso de Amy, ese recambio no era posible, era única. Tenía que seguir generando beneficios hasta la muerte.