Hace ahora setenta años que España enseñaba la sonrisa de la Hace ahora setenta y cinco años, España enseñaba la sonrisa de la Segunda República. Esa sonrisa se helaría de muerte cuando los militares fascistas se rebelaron cinco años después, y, hoy, puede parecer extraño que, a tantas décadas de distancia, un aniversario tan lejano, […]
Hace ahora setenta y cinco años, España enseñaba la sonrisa de la Segunda República. Esa sonrisa se helaría de muerte cuando los militares fascistas se rebelaron cinco años después, y, hoy, puede parecer extraño que, a tantas décadas de distancia, un aniversario tan lejano, suscite tanta emoción: pocas veces ocurre. Pero es inevitable: tenemos tantas historias guardadas, familiares y colectivas, que todavía pugnan por salir a la superficie, que, en este setenta y cinco aniversario de abril, tienen un obligado recordatorio, como si la conciencia civil escuchase, otra vez, las palabras de aquel trabajador palero que le decía al poeta Neruda: no importa mi muerte, pero que se conozcan nuestros sufrimientos, camarada, no se olvide. Esas historias se expresan a veces en un recuerdo fugaz e imborrable o en unas notas traídas por el viento. Porque, a veces, los recuerdos de la república llegan así, volando, sin esperarlos, pero están siempre entre nosotros. Quiero recordar dos de ellos, recientes:
El primero fue con ocasión de la muerte de Eduardo Haro Tecglen: leí las palabras que le dejó escritas un lector suyo, de quien no recuerdo el nombre. Eran sencillas, conmovedoras: «Mi abuela republicana y roja, enviudó de su marido, combatiente republicano, en 1940, y para alimentar a sus tres hijos, iba a recoger la carbonilla a la salida de los trenes en la estacion de Atocha. A pesar de sus convicciones, tuvo que cantar el cara al sol, obligada por los falangistas que vigilaban las vías, y, por dos veces, no contentos con ello, la cortaron el pelo al cero.» En esa evocación, está encerrada la siniestra España del fascismo y, también, la España republicana y libre, el espíritu de resistencia y la dignidad de quienes habían perdido la guerra, pero seguían en pie. Que no se olviden nuestros sufrimientos, camarada. En ese recuerdo está la añorada república española.
El segundo recordatorio lo leí hace unos días en un diario. Era la carta de un lector que citaba a Rosario dinamitera. La había escrito Fermín Chueco, desde Santa Coloma de Gramanet, casi al lado de mi casa. También era sencilla, emocionante. Explicaba un hecho de su servicio militar en Mallorca, en 1975: «Cada noche, después de tocar el silencio (…), una voz (…), en el dormitorio de la compañía, recitaba: «Rosario, Rosario, dinamitera, sobre tu mano bonita…» El poema de Miguel Hernández era escuchado en silencio por los reclutas, incluso por algún oficial, y Fermín Chueco avisó del peligro al maestro que recitaba los versos; no en vano, el franquismo, aunque moribundo, seguía pisoteando España: no volvió a hacerlo, hasta que fue obligado a ello por la curiosidad de un oficial, que ignoraba quién era Miguel Hernández pero a quien había llegado la historia. El maestro de escuela de Almería intentó negarse, alegando que los versos eran de un poeta de la guerra civil: al fin, los recitó de nuevo, y, cuando terminó, un mar de aplausos de los reclutas dejaron blanca la cara del militar. A partir de ese día, se prohibió terminantemente que volviera a escucharse el poema en el campamento militar. Fermín Chueco terminaba así su carta: «La sorpresa mía es saber que Rosario la dinamitera sigue viva… sea este recuerdo un homenaje a ella y a mi amigo el maestro almeriense, del que no recuerdo su nombre.»
En aquellos versos populares de Miguel Hernández, que recuerdan a Marianita Pineda, bordando la bandera de la libertad:
«Rosario, dinamitera,
sobre tu mano bonita
celaba la dinamita
sus atributos de fiera».
En ese silencio estremecido, tras la trompeta del cuartel, cuando se oían los versos de un poeta muerto en las prisiones franquistas, en la voz de un maestro de escuela de Almería, estaba también la república española.
Después, leí la noticia de Carlos Fonseca, el autor que ha recogido la vida de Rosario Sánchez, la dinamitera, donde explicaba que Rosario, al inicio de la guerra civil, con sólo diecisiete años, siendo militante comunista de las JSU, se fue al frente, a Buitrago. Allí estuvo con una unidad mandada por Emilio González, capitán de milicias, un minero barrenista que sabía utilizar la dinamita. Con él, Rosario hacía bombas utilizando latas vacías de leche condensada, para luchar contra el fascismo. Allí perdió la mano derecha, cuando estaba a punto de lanzar la dinamita. Después, perdió la guerra, y perdió a su padre, que sería fusilado por el régimen fascista. Como si los sufrimientos no tuvieran fin, Rosario aún padeció tres años de cárcel, y fue puesta en libertad a la hora en que moría, en una cárcel franquista, Miguel Hernández, aquel poeta comunista que había escrito versos sobre su mano perdida, donde «se prendó la dinamita/ y la convirtió en estrella!»
Sin embargo, esa república española a quien derrotaron, a quien asesinaron, pero que no consiguieron enterrar, sigue mostrándose por los costurones de la España de nuestros días: a veces, olvidadiza; a veces, sentimental; que sigue soportando a las familias que medraron con el hambre y la miseria de millones de españoles, esos parásitos que saquearon el país, que crearon la España de los campos de concentración y de los niños hambrientos llenos de costras, la España del brazo alzado y de la mugre fascista. Aquellos vencedores de la guerra, y sus descendientes, señorearon el país, pero no pudieron acabar con la memoria de los vencidos, porque esos dignos ciudadanos derrotados, tullidos de la república, que iban a recoger carbonilla o que recordaban los versos de sus poetas, eran, son, lo más digno del país, la gente desgarrada que se había visto condenada a la noche del fascismo, a la distancia y al olvido. Los ciudadanos que recordaban la alegría de los días de abril de 1931, y que guardaron sus recuerdos en las galerías de las prisiones, en las escuelas de pobres, en las casas obreras que sobrevivían al estraperlo y a la infamia.
Las dos repúblicas españolas murieron bajo las botas militares, pero los grandes momentos de la historia se guardan siempre en la memoria colectiva. El 14 de abril acabó con una monarquía de ladrones, para traer una república que había empezado a llegar con aquellos pocos soldados de Galán y García Hernández que salieron de sus cuarteles de Jaca con una bandera tricolor, y está unida a la emocionada república del doctor Negrín que lanzó al mundo el discurso de la resistencia al fascismo, que, después, sería seguido en muchos países de Europa. La España de los trabajadores y de los barrios populares se veía reflejada en la bandera tricolor de la república, mientras que la España de los empresarios insaciables, de los obispos y militares corruptos, seguía la vieja bandera rojigualda de los Borbones. Así que no es casualidad la alegría con que fue recibida la república en 1931, que contrasta con la resignación popular de la restauración monárquica en 1975, refrendada por una Constitución escrita todavía con las conciencias maniatadas por el recuerdo de la guerra civil.
Treinta años después, el país ha cambiado mucho, ha prosperado (como otros países europeos), gracias al trabajo de su gente y no por una inútil y costosa monarquía. Los vendedores de mentiras que han pretendido enterrar la memoria, ignoraban que el esfuerzo de la Segunda República para llevar la instrucción y la cultura a los ciudadanos del país contrastaría con esta monarquía que reina sobre el embrutecimiento popular, el triunfo de una televisión de cloaca, el agitar de las sotanas de obispos y el fanatismo deportivo. Porque la república española era la instrucción popular, el desarrollo, la aspiración a una «España libre, próspera y feliz» como decían entonces. La república española sigue siendo Azaña, y Federica Montseny, Durruti, Vicente Rojo, Juan Negrín, Dolores Ibárruri, Rosario dinamitera y Miguel Hernández, y está aquí, entre nosotros, de la mano de los jóvenes, cada día más presente, porque va a volver, civil, tímida y digna, persistente, añorada república española.