La decisión, hecha pública hoy por el Tribunal Supremo de España, de eximir a la Iglesia católica de la obligación de anotar el derecho de apostasía en sus partidas de bautismo, al considerar que estos libros de registro no tienen la categoría de ficheros y, por ello, no están sometidos a la Ley de Protección […]
La decisión, hecha pública hoy por el Tribunal Supremo de España, de eximir a la Iglesia católica de la obligación de anotar el derecho de apostasía en sus partidas de bautismo, al considerar que estos libros de registro no tienen la categoría de ficheros y, por ello, no están sometidos a la Ley de Protección de Datos, pone de relieve un aspecto de la cuestión que pocos habían abordado hasta ahora. La ofensiva del movimiento apóstata, basada en el sometimiento de la Secta al imperativo legal, y estructurada en forma de sencillas iniciativas -incluso personales- carentes de cualquier estrategia política, ha obtenido finalmente el único resultado posible: poner de manifiesto el descontento de una cierta parte de la población con las decisiones de la jerarquía eclesiástica, pero sin llegar a establecer un formato jurídico que ponga límites a la intromisión del derecho canónico en aquellas circunstancias en las que se superpone a la normativa española e internacional.
Si por un lado viene a corroborar las sospechas surgidas tras el nombramiento del ultracatólico Carlos Dívar como Presidente del Consejo del Poder Judicial y del Supremo -una jugada de los socialistas que servirá como excusa para dejar en suspenso la aprobación de leyes con fuerte componente ideológico como la de la Eutanasia y la Ley de Plazos del aborto-, por otro establece definitivamente la doctrina de la separación entre el espacio público y las convicciones religiosas. Y es aquí donde la decisión del Tribunal Supremo viene a poner en claro la necesidad de una nueva -o no tan nueva- forma de abordar el modelo por el que una parte de la ciudadanía pueda ejercer su derecho a dejar de formar parte oficialmente de una iglesia y, en consecuencia, a no ser encuadrada en los informes y estadísticas que deriven en suposiciones susceptibles de ser utilizadas como argumento cuantitativo para obtener ciertas ventajas o mantener privilegios históricos.
La estrategia de denuncia ante la Agencia Española de Protección de Datos se ha revelado inútil, cuando no contraproducente. Se pretendió un derecho a la anulación que tropezaba con dificultades técnicas insolubles, o que facilitaba no sólo el mantenimiento de los anteriores registros de datos, sino la creación de nuevos ficheros en los que constaban, en posesión de la Iglesia católica, los nombres de quienes habían decidido exiliarse de ella. Decisión correcta, pues, la del TS, puesto que evita la posible utilización fraudulenta de los informes eclesiásticos, y, definitivamente, establece la vacuidad del derecho canónico, aun amparándose en los Acuerdos de 1979 entre la España preconstitucional y el Estado Vaticano. Si bien éstos acordaron la inviolabilidad y la confidencialidad de los archivos eclesiásticos, una interpretación correcta de la sentencia debe conducir a la constatación de que no son los organismos católicos los que deben controlar el flujo de su emigración, sino que ésta puede y debe ser vigilada por los mecanismos propios del Ministerio de Justicia, y específicamente por la Dirección General de Asuntos Religiosos.
Es a ésta a la que corresponde la ordenación del ejercicio de las funciones de las entidades religiosas, y la resolución de los recursos en vía administrativa que se ejerzan contra los actos derivados del ejercicio de dichas funciones. En particular, el organismo encargado de esta tarea es la Subdirección General del Registro y Relaciones Institucionales, que debe adaptarse a la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, cuyo capítulo referente a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión se expresa del modo siguiente: » Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. Este derecho implica la libertad de cambiar de religión o de convicciones».
¿Quién puede sostener, tras la reciente sentencia de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del TS, que es la secta del crucificado la detentora del derecho a modificar sus registros históricos, o la autoridad ante la cual, instancia tras instancia, el apóstata de una religión ha de someter su voluntad o solicitar nada? Carece de sentido criticar la decisión del Supremo, como algunos colectivos de apóstatas se han apresurado hoy a hacer. La negación de la fe cristiana -o de la musulmana, o de cualquier otra apoyada en la ficción religiosa- forma parte de una decisión individual a la que asiste el derecho, y no puede ser mendigada ante los mismos a quienes esta decisión rechaza como autoridad moral.
Consecuencia obvia: la exigencia de que sean los organismos públicos quienes registren legalmente la negativa a seguir siendo contados entre el rebaño de fieles de una determinada institución religiosa, a efectos de reducir el impacto propagandístico que éstas realizan de su contabilidad interna. La FIdA emprenderá en este sentido, en breve, iniciativas tendentes a que la Dirección General de Asuntos Religiosos adopte las herramientas necesarias para liberar a la Iglesia católica de la tediosa tarea de revisar sus registros de bautismo ante la insidiosa postura de quienes renuncian a los beneficios celestiales. Dejándoles así el tiempo necesario para que se dediquen de lleno a lo suyo: la extorsión, la intromisión política y la insistencia fundamentalista de ocupar y manipular el ámbito público.
No nos contentaremos con ello, lamentablemente. Y seguiremos ofendiendo a obispos, nuncios y cardenales hasta que, por fin, consigamos que nos envíen al infierno. Pero eso ya forma parte de otra estrategia.