La pobreza energética tiene graves consecuencias en todos los ámbitos de la vida de quienes la sufren. Blindar la seguridad de la gente ante la rapiña y la voracidad de las empresas es una obligación del gobierno.
La energía es fundamental para mantener la vida. Entra en los cuerpos en forma de alimento y permite que funcione nuestro organismo. Calienta nuestras casas durante el invierno, nos ilumina en la oscuridad y sirve para cocinar nuestra comida.
La energía también es el motor de la economía. No hay fábricas, producción de alimentos, telecomunicaciones o transporte si no hay energía.
Nadie puede vivir sin energía. Por ello, es un bien común. El caso es que el uso de energía tiene límites que ya están superados. El científico Antonio Turiel explica en su reciente libro Petrocalipsis que nada podrá evitar que en las próximas décadas haya que afrontar por las buenas o por las malas una senda de descenso energético. Y eso obliga a pensar en cambiar radicalmente la forma en la que organizamos la política, la economía y las vidas cotidianas.
Afrontar el declive energético por las malas supone el acaparamiento de fuentes energéticas por parte de los poderes económicos, gestionarla no como un bien común sino como una mercancía, exprimir los territorios del Sur Global, expulsar a muchos seres vivos que viven en ellos y dejar sin acceso a la energía a quienes no pueden pagarla.
Hacerlo por las buenas tiene que ver con un despliegue de las energías renovables que tenga en cuenta que estas tienen unas tasas de retorno mucho menores de la que tuvo el petróleo de alta calidad y, que además son dependientes de minerales que también declinan. Tiene que ver con asumir que no se puede sostener la dimensión material de la economía actual, sobre todo, si también se pretende que esos minerales sostengan la electrificación del transporte y la digitalización y robotización de la economía.
La cuestión central para tener alguna oportunidad de superar la crisis energética con criterios de sostenibilidad, justicia y reparto, es quién tiene el control sobre ella. Si la prioridad en la gestión de la crisis es que las empresas mantengan sus beneficios e incluso los hagan crecer, entonces la necesidad de calentarse, cocinar o iluminarse de las personas no está garantizada; si la prioridad son unas condiciones básicas y dignas en el acceso a la energía para todas, alguien tendrá que embridar las aspiraciones de las empresas.
Durante el confinamiento y meses posteriores, el Gobierno aprobó una serie de medidas encaminadas a la protección de las personas. Una de ellas fue la prohibición de cortar el suministro de luz y agua a cualquier persona en su residencia habitual. Esta medida, publicada en el BOE el 1 de abril de 2020, fue posteriormente ampliada hasta el 30 de octubre.
Sin embargo, en el Consejo de Ministros del pasado 29 de septiembre, se ha acordado dejar fuera del programa de “escudo social” el corte del suministro a partir del 1 de octubre.
La portavoz del Gobierno ha defendido que a pesar de eliminar la prohibición, todas las familias vulnerables en España están protegidas del corte a través de la legislación energética vigente. La Alianza contra la Pobreza Energética niega rotundamente esta afirmación y denuncia que son muchas las familias que quedan al descubierto.
En un duro comunicado se pregunta por qué, si la legislación vigente ya asegura que ninguna familia se va a quedar sin suministro, se prohibieron los cortes durante el estado de alarma. Solicitan a la ministra Teresa Ribera una reunión urgente para buscar soluciones a una situación que puede dejar sin suministro a personas precarias.
¿Por qué dejar fuera estas medidas?
A mediados de mayo podríamos leer en la prensa que grandes bufetes de abogados estaban alentando denuncias y arbitrajes millonarios por las medidas sociales frente al Covid-19 y que preparan una avalancha de demandas contra los Estados apelando a los tratados de inversión.
Y es que el entramado de tratados comerciales y de inversión, en general blindan los beneficios de las empresas y supedita las necesidades básicas de las personas a que puedan pagar.
El Tratado sobre la Carta de la Energía (TCE) es uno de ellos. Se aplica en 53 países de Europa, Asia Central y Japón, entre otros. En ninguno de estos países se ha realizado un estudio profundo sobre las repercusiones políticas, económicas, financieras, legales y medioambientales que tenía el adherirse. Tampoco se ha generado un debate social ni la mayor parte de las personas ha tenido la posibilidad de conocer qué supone y qué consecuencias tiene.
España lo ratificó en 1994 y no quizás no intuía entonces que, años después, podría impedir el desarrollo de una legislación que permitiese abordar la emergencia climática y la protección de las necesidades más básicas de las personas.
Este tratado, como otros, “protege” las inversiones extranjeras en el sector energético. Son especialmente preocupantes las cláusulas de solución de conflictos inversor-Estado (ISDS) que permiten a inversores extranjeros demandar a cualquier país que haya firmado el tratado y en el que hayan invertido, y que considere que ha legislado en contra de sus intereses presentes o futuros.
Mediante este mecanismo de resolución de controversias, los inversores pasan por encima de los tribunales nacionales y apelan a Tribunales de Arbitraje Internacional. Estos son tribunales privados que previamente los Estados han reconocido, legitimado, y autorizado como mecanismos de solución de controversias entre el país y los inversores y las multinacionales a través de la firma de diferentes tratados.
Mediante este sistema el TCE ofrece a los inversores extranjeros plenas garantías respecto a sus inversiones, contempla un sistema exclusivo de derechos y privilegios, y una jurisdicción especial que elude la normativa estatal y los tribunales de justicia nacionales.
Estos tribunales privados tienen la facultad de condenar a los Estados a compensar a los inversores –con dinero público– entre otras causas, por las supuestas repercusiones que tendrían en las ganancias de estas empresas e inversores las leyes elaboradas por los Estados para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, hacer que la energía sea asequible a todo el mundo o a revertir privatizaciones que no funcionaron, entre otras.
A estos mecanismos se referían las grandes firmas de abogados cuando animaban a denunciar al Gobierno. Tal y como señalan las organizaciones articuladas en la campaña No a los Tratados de Comercio e Inversión, el “demanda y vencerás” es la nueva estrategia global del capital. No sabemos cuántas leyes necesarias quedarán en cajones ante la amenaza de las denuncias y cuántas de justicia elemental quedarán derogadas o postergadas.
La pobreza energética tiene graves consecuencias en todos los ámbitos de la vida de la persona que la sufre: salud, económico, social y psicológico. Al no haber un consenso sobre lo que se considera pobreza energética, hay una dispersión importante de cifras para cuantificarla; aun así, la Alianza contra la Pobreza Energética aseguraba en 2017 que, como mínimo un 10% de la población del Estado se encuentra en una situación grave y no tiene acceso a los suministros básicos necesarios para garantizar condiciones de vida dignas. La situación ha empeorado.
Un riguroso informe de Irene González de Ingeniería sin Fronteras analizaba la pobreza energética y a personas que la sufrían. Las causas estructurales principales son la escasa eficiencia energética de las viviendas (por el deterioro y la falta de aislamiento) y el impacto de la energía en el presupuesto familiar (el oligopolio energético ha provocado un aumento de más del 60% al precio de las facturas de agua y energía, provocando la incapacidad de las familias de hacer frente a su pago).
Otro informe de mayo de 2020 de Ingeniería sin Fronteras pone el foco en las consecuencias sobre la infancia y la adolescencia. Señala que ante una situación de precariedad energética, las familias generalmente optan por cuatro estrategias: reducir el consumo energético por debajo del nivel necesario para cubrir las necesidades energéticas básicas, reducir el consumo de otros bienes y servicios para poder hacer frente a la factura energética, endeudarse para hacer frente a las facturas o, finalmente, conectarse de manera irregular e insegura a la red. Estas estrategias tienen diferentes impactos sobre la salud física, la salud mental, la educación y la seguridad de niños y niñas.
Los datos sobre ayudas para pobreza energética desagregadas por sexo nos demuestran que, la pobreza energética también está feminizada. Son ellas quienes sufren directamente la situación de falta de suministros o bien quienes asumen la responsabilidad y las gestiones. Las afectadas –que además suelen ser las cuidadoras de menores y mayores– sufren una situación de angustia y ansiedad permanente, una gran estigmatización y una carga burocrática importante. Las consecuencias psicológicas son muy graves. Son mayoritariamente afectadas las familias monomarentales y mujeres migradas y las consecuencias en los menores del hogar son muy importantes.
Pero no son solo víctimas. Plataformas y asociaciones como la Alianza contra la Pobreza Energética están sirviendo de aglutinante para las afectadas. Allí, hacen colectivas sus angustias individuales y politizan la precariedad. La energía es un derecho y es legítimo exigirlo. Se organizan con otras personas e intervienen en la elaboración de las políticas que las afectan. Luchan a la vez contra los responsables de su situación y contra las consecuencias en las vidas cotidianas.
El pasado 6 de octubre teníamos la ocasión de escuchar a Cristina García, miembro de la APE y afectada por la pobreza energética en Carne Cruda. Contó cómo, organizadas junto con la Plataforma de Afectados por los Desahucios y el observatorio DESC, promovieron una iniciativa legislativa popular para afrontar la emergencia habitacional y la pobreza energética en Cataluña, que reunió ciento cincuenta mil firmas y se consiguió que al Parlament aprobase la ley 24/2015 que impide cortar el suministro.
Ante la impunidad del oligopolio energético y el abandono de la Administración, las afectadas se organizan en plataformas de lucha, activismo y soporte mutuo y consiguen que las leyes pongan por delante de los beneficios las necesidades de las personas.
Abandonar el Tratado de la Carta de la Energía es posible, es necesario si se quiere proteger y cuidar a la gente. Izaskun Aroca y Marta García Pallarés nos recordaban el pasado mes de junio que hay muchas razones para ello. Otros países ya lo han hecho y es fundamental para poder afrontar la emergencia social y la climática.
Mientras tanto, blindar la seguridad de la gente ante la rapiña y la voracidad de las empresas es una obligación y por eso la APE espera, con muchas ganas, esa reunión con la ministra para la Transición Ecológica.
Yayo Herrero es activista y ecofeminista. Antropóloga, ingeniera técnica agrícola y diplomada en Educación Social.