Recomiendo:
0

Sobre el libro Aparecida de Marta Dillon, periodista cuya madre fue desaparecida en el 76

Aparecida y las dos Martas

Fuentes: Página/12

Pocas veces lloro. Pero casi siempre a destiempo. Recién cuando terminé de leer, me levanté y fui a buscar un pañuelito de papel. Sigo los textos de Marta Dillon desde las columnitas del Suplemento No. Las llamaba Convivir con virus». Y las coleccionaba. Después aparecieron con formato de libro. También buscaba y leía sus entrevistas, […]

Pocas veces lloro. Pero casi siempre a destiempo. Recién cuando terminé de leer, me levanté y fui a buscar un pañuelito de papel.

Sigo los textos de Marta Dillon desde las columnitas del Suplemento No. Las llamaba Convivir con virus». Y las coleccionaba. Después aparecieron con formato de libro.

También buscaba y leía sus entrevistas, y especialmente me llegó su soliloquio, durante la que le efectuó a Pilar Calveiro («Poder y desaparición. Los campos de concentración en la Argentina»), por las emociones que puso en juego y la invadían y se animó a expresar. Más allá de la periodista que cuenta, el lenguaje interior de la que escucha y resuena. Periodista cuya madre fue desaparecida en el 76.

Luego, en el Suplemento «Las 12» para una celebración del día de la madre, ella incluyó en su nota sobre la fecha, algo que yo había escrito en «Salirse de madre» (Croquiñol. 1989): «La madre es como el orgasmo. Mientras está no se advierte que importante es. Pero si llega a faltar ¡ay! Huérfanos y anorgásmicos del mundo ¡uníos a llorar vuestras desdichas! Nada compensará esa falta. El tango tiene razón: hay vacíos imposibles de llenar».

Me sentí tan orgullosa de que me hubiera citado… quise comunicarme con ella, pero no lo logré. Y pasó el tiempo. Ojalá que lo recuerde. Fue importante para mí. ahora llega Aparecida. Una hija, Marta, recupera los restos de su madre: otra Marta. Y esta hija escribe una crónica desde el momento en que recibe la noticia, hasta que se completa el ciclo y puede dejar en su última cuna, la pequeña urna, cofre, decorada como un alhajero.

Son los detalles los que saltan y me toman del cuello para oprimir la garganta. Su reflexión sobre la búsqueda en que puede afirmar: «…ya había aprendido a convivir con la presencia constante de la ausencia sin nombre cuando mamá se convirtió en una aparecida». (86)

«No, no había nada especial en el cuerpo de mi madre, salvo que era mi madre». (72) La ausencia presente de ese cuerpo, de esa madre, como cicatriz a sostener como marca identitaria.

En la ilusión (¿deseo?) de esta Marta de que la muerte hubiese sido benévola con aquella Marta, se escriben supuestos. Es la preocupación de una hija, convertida en madre de su madre. «Porque fusilarlos los habían fusilado. A mi mamá con otras dos mujeres y un hombre, un cura o un excura, como se quiera pensarlo, que cantaba canciones metodistas en el cautiverio y que yo tengo la ilusión de que algo cantó en ese momento, o que le dio la mano o alguna luz de esperanza frente a lo que se venía. No lo sé. No puedo saberlo».(47)

«Costa 500, la dirección que figuraba en la partida de defunción de mi madre. Un palo borracho en flor tapizaba la calle de pétalos rosados… Me hubiera gustado que fuera ahí, tal vez el aire de barrio le había dado una última esperanza, tal vez se había ido abrazada a ella» (133). Y quizá deseando que los pétalos hubieron acolchonado la caída. Cuanto de delicado cuidado por la memoria adivinada de lo que debió ser, de lo que debió acontecer…

Esta Marta cuenta cómo es que va viviendo todo el proceso, desde la noticia de la aparición de los restos por el Equipo Argentino de Antropología Forense. El tiempo desde las dudas, desde la búsqueda de las hermanas de H.I.J.O.S. para que acompañaran este tiempo.

«La misma ternura me reblandecía y la misma ansia me devoraba, ¿qué, a quién iba a poner en la urna cuando llegara el momento?» (173). «No la quería ver. Tenía miedo de que se rompiera algún hechizo…Todavía no… No quería perder a mi santita de ojos azules y pelo al viento, ni la blandura del pecho en que me refugiaba, ni sus dedos mojados de saliva para sacarme la tierra de la cara; con todo eso era con lo que hablaba, con lo que venía hablando hacía tantos años. No estaba tan loca como para encomendarme después a un esqueleto desarticulado»(73).

Creo que se trataba de preservar el hechizo, la magia de recuerdos que habían acompañado un crecimiento, el suyo, apenado por la falta. Hubo también «…ese instante en que todavía estaba aferrada a esos huesitos como una nena que abraza su peluche antes de dormir» (190).

Para después poder decirse: «En el camino me di cuenta que desde que le dimos sepultura a los huesos, ya no le hablo a mi mamá, no le pido que me ayude, que me proteja, que cuide de los míos… Tengo lo que tuve y eso siempre está vivo y cambiando…»(69).

Y recuerda: «Ella tenía ansiedad por decírmelo todo, quería que entendiera del amor, de la muerte y de la revolución; y yo creía que entendía» (62).

Tal vez compenetrada en la lucha: «Tendría que haberme preparado para sobrevivir en el páramo donde flotaba el polvo de las alegrías y las luchas del pueblo latinoamericano. Tendría que haberme ofrecido algunas herramientas para la vida sobre los escombros…»(115).

Resulta inolvidable el relato de los últimos ritos. Y leo en dichos ritos la voluntad de recorrerlos minuciosamente, hasta formular su sentido: un sentido que recupere lo valioso de la refirmación de la dignidad de lo vivido. «Todos esos nombres y esas caras que había retenido desde niña hasta adolescente, a pesar de que mi tarea militante era olvidarlos, no eran una comparsa de fantasmas sino historias y cuerpos animados, capaces de sufrir, de resistir y de morir; no sólo de desaparecer»(19).

«Ibamos a acompañar en el viaje desde el anonimato hacia el territorio de los muertos recordados, ahí donde podría seguir diciendo por sí misma, aquí estoy, en este tiempo supe lo que era la primavera, fui madre, fui hermana, estos son mis deudos… he sido asesinada, mi existencia negada, pero los míos arrebataron mi cuerpo de las sombras, desde aquí doy fe de la doble masacre de las vidas y de los cuerpos» (188).

Arrebatar el cuerpo de las sombras que pretendieron invisibilizarlo, como La Tarea pendiente, al fin lograda. Verdadera obediencia de vida. «Más de trescientas personas nos esperaban, con banderas y flores bajo un cielo gris plomo que se contuvo y no cumplió con el pronóstico de lluvia. Mamá viajó en una cureña hecha con un carro de cartonero y cubierta con una bandera argentina hasta la puerta de la que había sido su casa… Después marchamos hacia el cementerio, un cura villero dijo amén, shalom, axé y saludó a los ateos marxistas mientras la urna reposaba en el pasto…» (202).

No se puede imaginar mejor despedida.

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-50130-2015-07-14.html