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Ambigüedad en la jefatura del Estado

Apunte para la reforma constitucional

Fuentes: Infolibre

Una Jefatura del Estado puede adoptar la forma monárquica o la republicana. Y es preciso distinguir entre la monarquía como institución y los monarcas que la encarnan. Las dos formas republicanas de gobierno han sido en España efímeras, pero resultado de una convención, mientras que las dos últimas restauraciones de la monarquía han sido -no […]

Una Jefatura del Estado puede adoptar la forma monárquica o la republicana. Y es preciso distinguir entre la monarquía como institución y los monarcas que la encarnan.

Las dos formas republicanas de gobierno han sido en España efímeras, pero resultado de una convención, mientras que las dos últimas restauraciones de la monarquía han sido -no nos vamos a engañar- manu militari: en su momento indiscutibles.

Se podría sugerir que una reforma de la Constitución del 78 en lo tocante a la jefatura del Estado exige un referéndum previo, una decisión popular entre monarquía y república. En puridad democrática, eso es una exigencia que hoy se puede poner a la institución de la corona, ya que su ubicación en la jefatura del Estado nunca ha sido objeto en sí misma de decisión popular.

Tampoco se puede decir que tal decisión pueda suplirla la propia Constitución del 78, ya que quienes la propusieron no pudieron pronunciarse materialmente sobre el asunto, impedidos por el artículo 5 de la Ley para la reforma política del franquismo que pendía sobre sus actuaciones: había ya un rey y una ley que le permitía imponerse a las constituyentes.

Cuestión distinta es si hoy resulta conveniente para la salud política de los ciudadanos españoles (y para la psique de sus personas) el planteamiento práctico de esta cuestión, al ser dudoso que alguna de las dos instituciones, monarquía o república, tenga un predicamento muy superior al de la otra en las escaldadas circunstancias del presente, y también al no ser fácil que el resultado de un referéndum de esta índole fuera aceptado de manera indiscutida por los sostenedores de la opción perdedora.

La opción monárquica, una institución extraña a la igualdad democrática, en nuestras latitudes no está momificada como, por ejemplo, en la Gran Bretaña, espejo de monarquías, que ha sabido plegarse casi tanto como es posible al cambio histórico. Y donde la monarquía realiza acciones meramente formales y protocolarias.

De modo que, establecido lo anterior, me limitaré a lo menor -que no es menor-: a señalar algunas deficiencias corregibles del diseño de la institución monárquica española que aparece en la Constitución de 1978.

Los principales renglones de ésta al respecto son: el art. 56,1, cuya primera función atribuida al rey es la de «arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones»; los arts. 64 y 65.2, por los que los actos del rey estarán siempre refrendados -por el presidente del gobierno o los ministros, etc.-; el art. 56, 3, que hace al rey inviolable y no sujeto a responsabilidad; el art. 62 passim y especiamente el art. 62, h, que atribuye al rey el mando supremo de las fuerzas armadas.

Incidental, y de menor importancia, después de tantas guerras carlistas, es la inopinada resurrección de la ley sálica atenuada en el art. 57 de la Constitución, que puede capitidisminuir a las mujeres de la dinastía, una mala solución para un problema familiar; Alfonso XIII, al pasar por peores trances familiares que los del nieto, supo resolverlos mejor. Si hay monarquía, la ley sálica añadida es como una mosca en la institución. Allá ellos -que se las vean con los movimientos antisexistas-. Volvamos pues a las disposiciones importantes que recogía el párrafo anterior.

Primero, redundancia: para «arbitrar» ya está el Tribunal Constitucional. Y no se sabe qué es «moderar» el funcionamiento regular de las instituciones. Si el funcionamiento es regular no hay nada que moderar, y si no lo es ya está, como se ha dicho, el Tribunal Constitucional.

Además salta a la vista, con independencia de lo anterior, la contradicción entre la función atribuida al rey de «arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones» y la obligación de que sus actos hayan de estar siempre refrendados.

Ninguna monarquía europea, o presidencias no ejecutivas como la republicana de Alemania, tiene atribuida, que yo sepa, la tal función de «arbitrar y moderar». Su origen hay que buscarlo más bien -como casi todo lo raro de la Constitución del 78- en las leyes franquistas: aquí el art 6 de la Ley orgánica del Estado, donde sí figura eso con parecidas palabras.

No se puede «arbitrar y moderar» refrendadamente.»Arbitrar y moderar» es contradictorio con lo dispuesto en los artículos 64 y 65 de la Constitución. Por cierto que la constitución belga (art 78) lo expresa con precisión: «El rey no tiene más poderes que los que le atribuyen formalmente la Constitución y las leyes particulares según la propia constitución». En España esas leyes particulares no existen: la monarquía está en una zona de anomia: si las cosas van bien, parece una monarquía parlamentaria; si no van bien, el monarca es todavía hoy el jefe supremo de las fuerzas armadas y «guardián de la constitución» (art. 61).

La anómala contradicción constitucional, entre el refrendo y el «arbitrar y moderar», fue incluso excedida en la alocución televisada del rey Juan Carlos vistiendo uniforme de capitán general la noche del 23F de 1981, cuando afirmó que la corona «no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático». Esa intervención, que dicho sea de paso igual hubiera amparado a Armada si finalmente éste hubiera podido ofrecerse al Congreso como «solución» de la situación creada, fue un acto del rey como jefe supremo de las Fuerzas Armadas no refrendado ni consistente con «arbitrar y moderar», sino residuo probable de su legitimidad preconstitucional subsistente por la ambigüedad de la propia Constitución.

Por otra parte la atribución al rey del mando supremo de las Fuerzas Armadas no tiene parangón en los sistemas parlamentarios, que asignan tal mando al jefe del Gobierno o al ministro de Defensa.

Acto parecido al del monarca del 23 F ha sido recientemente la alocución del rey Felipe del 3 de octubre de 2017 sobre la situación en Cataluña, ya no como jefe supremo de las Fuerzas Armadas, pero sin refrendo, y discutiblemente consistente en «moderar». Tampoco parece constitucional su presencia y participación en el foro de Davos: como señaló acertadamente J. Pérez Royo, el rey no tiene funciones ejecutivas, y las funciones del jefe del Estado y del jefe del Gobierno no son intercambiables.

En cuanto a la disposición que establece la irresponsabilidad del rey (art. 56,3), que no tendría en cambio un presidente de la república, se halla en cierto modo compensada por la posibilidad de que el rey se inhabilitare reconocida por el art. 59,2 de la Constitución, aunque no hay ley particular alguna que regule garantías y procedimientos de inhabilitación. Nuevamente tropezamos con la anomia.

Vemos pues que las ambigüedades de la Constitución del 78 han dado lugar a una cultura política incompatible con los principios de un Estado social y democrático de derecho. Es pues necesario reformar la Constitución para:

a) Eliminar como tarea regia el «arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones»;

b) Atribuir al jefe del Gobierno la jefatura suprema de las Fuerzas Armadas;

c) Atribuir a leyes particulares la definición y el alcance de las funciones protocolarias de la jefatura del Estado, así como los procedimientos de inhabilitación dada la irresponsabilidad jurídica del monarca.

Estas tres exigencias valdrían también para una presidencia republicana, salvo que esta sí sería responsable de sus actos.

[Fuente: infoLibre.es]