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Aracataca-Macondo

Fuentes: La Voz de Galicia

EL ADMIRABLE Freixanes evocó en estas columnas el proyecto de renombrar el pueblo que vio nacer a García Márquez, más conocido ya como Macondo que el administrativo Aracataca. Razón tienen los ediles: Ara es el supuesto fundador de la ciudad, y Cataca significa río de las aguas limpias . Pero ahora el río ya no […]

EL ADMIRABLE Freixanes evocó en estas columnas el proyecto de renombrar el pueblo que vio nacer a García Márquez, más conocido ya como Macondo que el administrativo Aracataca. Razón tienen los ediles: Ara es el supuesto fundador de la ciudad, y Cataca significa río de las aguas limpias . Pero ahora el río ya no lleva aguas diáfanas que corren sobre un lecho de piedras enormes, como huevos prehistóricos: está enfangado y sucio y no recuerda en nada al de los orígenes. Tampoco la aldea se limita a una veintena de casas de cañas y barro. El Macondo de ahora debe de andar por los 40.000 habitantes.

Cuando allí estuve hace unos diez años había un árbol extraño, llamado macondo por los indios de antes y por los ancianos de ahora. El aspecto del macondo, y sobre todo, su follaje, recuerda a nuestro plátano. Del extremo de las ramas cuelgan unas cápsulas con cinco alas membranosas, finas y sonoras como el pergamino. Vistas de cerca parecerían faroles de papel recubierto de óleo. Cuando el mundo era tan reciente que muchas cosas aún no tenían nombre, y que para mencionarlas había que mostrarlas con el dedo, José Arcadio Buendía soñó que en esta zona se elevaba un lugar lleno de animación, con casas cuyos muros estaban hechos de espejos. Preguntó qué ciudad era aquélla y le respondieron con un nombre que en su sueño tuvo resonancias sobrenaturales: Macondo. Pero macondo es también un juego de dados de doce caras, lo que corresponde mejor al destino aleatorio del poblado.

Fue José Arcadio Buendía quien, por esa época, decidió que las calles estarían plantadas de almendros en lugar de acacias, y quien descubrió, sin jamás revelarlo, la forma de hacerlos eternos. Muchos años después, hoy, el poblado se convirtió en una aglomeración de barracas de cemento y madera con techos de zinc. En las calles más antiguas aún subsisten los almendros, mutilados y cubiertos de polvo, pero ya nadie se acuerda ni sabe quién los sembró.

El primer día de mi visita salí temprano a descubrir el pueblo. Macondo fue fundado por la calidad del suelo y su posición privilegiada en relación con el bajío. Las casas conservan la estructura de las antiguas, pero están hechas de cemento o madera. En una de ellas vivió el viejo gitano Melquíades; siempre con la preocupación del humanismo y el progreso, dejó en herencia ni más ni menos que la piedra filosofal, solución a la cuadratura del círculo, como reza el letrero de una fonda: «Aquí se paga como pobres para comer como ricos».

La aldea primitiva se metamorfoseó en una ciudad llena de actividad, con tiendas y talleres de artesanos y una carretera de tráfico incesante por la cual llegaron los primeros árabes calzados con babuchas, anillos en las orejas y cambiando collares de vidrio por papagayos.

La casa Herminia es una de las más bellas, y diríase que las demás fueron hechas a su imagen: vestíbulo común, espacioso y claro, comedor en la terraza con flores de colores vivos, dos habitaciones, un patio en el que crece un almendro gigante, un jardín bien cultivado y un corral en el que cohabitan las cabras, las gallinas y, sobre todo, los cerdos. Los únicos animales prohibidos, no sólo en casa de Herminia sino en todo Macondo, son los gallos de pelea.

Se ha creado un museo García Márquez. En un extraño rincón podemos observar un busto del escritor, irreconocible. Un sofocante olor a humedad nos empuja hacia la oficina del director, donde descubrimos la estatua de Remedios la Bella, desnuda y disimulada en medio de un montón de cartones viejos.

La casa del padre de Gabo, Gabito, telegrafista de profesión, se halla en la parte trasera. Es de madera, pintada de blanco, como una paloma. El padre del nobel se negó a pintarla de azul, para celebrar el aniversario de la independencia nacional, tal como ordenaba el regidor. «Si usted vino a sembrar el desorden obligando a la gente a pintar sus casas de azul, puede coger sus trastos y volverse por el mismo camino por el que llegó».

En medio del pequeño jardín inglés, rodeado de un césped exótico para este lugar, se encuentra aún el castaño al que fue atado Aureliano Buendía hasta su muerte. Habían sido necesarios diez hombres para doblegar al viejo, catorce para amarrarlo y veinte para arrastrarlo hasta el gigantesco árbol en el que lo dejaron con espuma verde en los labios ladrando en una lengua extranjera.

http://www.lavozdegalicia.es/se_opinion/noticia.jsp?CAT=130&TEXTO=4627763