Entrevisté a Arnaldo Otegi hace cuatro años, cuando acababa de abandonar la prisión. Pretendí hacer una entrevista absolutamente alejada del formato periodístico al uso, en el que predominan las preguntas previsibles y las interpelaciones capciosas. Me interesaba, fundamentalmente, la reflexión distendida de un líder político, que junto con sus compañeros y compañeras, había sido juzgado y encarcelado por el Tribunal Supremo, supuestamente, por intentar reconstruir una organización política al servicio de la actividad armada de ETA.
La realidad posterior, en una paradoja perversa, certificaba justo lo contrario de lo que se le acusaba: el trabajo político desarrollado por Arnaldo Otegi, Rafa Diez, Miren Zabaleta, Arkaitz Rodríguez y Sonia Jacinto había sido imprescindible para reconducir un conflicto viejo y enquistado hacia las ansiadas coordenadas de la paz. Lo que parecía imposible se abrió paso gracias a personas que poseían un alto sentido de la política.
Hace unos días, ante la decisión del Tribunal Supremo de repetir el juicio de 2012, la directora del diario Público, hizo lo propio con el actual coordinador de EH Bildu. Si para la mayoría de los medios generalistas del estado, una entrevista con Arnaldo Otegi nunca es pertinente, Ana Pardo de Vera hizo gala de una encomiable honestidad profesional y llevó a cabo una necesaria, interesante y respetuosa entrevista, en la que el político de Elgoibar, realizó un análisis de situación exhaustivo, desentrañando el significado y las intenciones del nuevo juicio en ciernes.
Es lógico que el poder que mantiene el statu quo borbónico heredero del franquismo desprecie a Arnaldo Otegi. En el fondo, y de forma casi patológica, despreciar a Otegi es despreciar la política; se trata de un esquema mental reaccionario que pone en práctica una de las herencias más perniciosas del franquismo y que mantiene a gran parte de la población española todavía como súbdita adormecida. Franco lo expresó de manera prosaica cuando a uno de sus subordinados le aconsejó: usted haga lo que yo, no se meta en política. Con este dictamen, el generalísimo, un personaje mediocre y despiadado, pero con inteligencia probada para mantener el poder, quería expresar que la autoridad es cosa exclusiva de las élites, por tanto, la política en manos de las clases subalternas, sería para Franco como el sexo: algo de mal gusto y sucio.
Hay que recordar, no obstante, un detalle estético aparentemente sin importancia, pero que dejaba traslucir orígenes fundacionales, pleitesías y el subconsciente político de la “democracia borbónica del 78”: en el Estado español las monedas con la efigie de Francisco Franco, circularon hasta bien entrados los 90. No hubo prisas por retirarlas en lo que fue, esto sí, un ejercicio de hiriente obscenidad. En los últimos 40 años, el franquismo ha sido alabado de forma consciente o inconsciente por amplias capas de la población española con expresiones como todos los políticos son iguales, antesala del a por ellos, con el que fueron arengados los miembros de unas fuerzas de seguridad (nunca depuradas), antes de partir a apalear catalanes que pretendían resolver problemas políticos con política.
Hoy, en una coyuntura de pérdida de legitimación en caída libre, parte del sistema, a través de su aparato periodístico y cultural, parece haber apostado desde hace tiempo, por discursos duros, llenos de revisionismo histórico y testosterona.
En plena tormenta de soflamas y conceptualizaciones que asaltan la razón, un líder político, que con un lenguaje sencillo y creativo es capaz de trazar perspectivas históricas compresibles tanto para una persona que viva en Abaltzisketa como para una que viva en Campo de Criptana, es en estos momentos para el poder, un problema muy serio. Arnaldo Otegi es un terrorista porque genera terror con sus diagnósticos certeros, el terror que siempre causan aquellos que conciben la política como una forma de actuar crítica para resolver conflictos y buscar horizontes mejores que deben ser empujados, indefectiblemente, de forma colectiva.
Ante la crisis de régimen algunos uniformados ya han expresado sus deseos más íntimos de recurrir a soluciones de fuerza y genocidio. Que tengan cuidado, porque algunas veces los cuerpos inyectados con pentotal y echados al mar, son devueltos por las olas con los ojos abiertos, como queriendo alumbrar el futuro. Y si no me creen, miren en los últimos tiempos las calles en Santiago de Chile.