Los cultivos transgénicos son indeseables, antieconómicos, y moralmente insoportables. La buena noticia es que también son innecesarios.
De cuando en cuando la raza humana inventa una tecnología grande, reluciente, una bala de plata que se encuentra más allá de su capacidad de comprender y controlar. Lo hemos hecho una vez más con los cultivos genéticamente modificados. Una solución a la busca de un problema – en realidad, un productor neto de problemas – los cultivos transgénicos muestran paralelos inquietantes con otro costoso fracaso: la energía nuclear.
En ambas iniciativas, la capacidad técnica se ha desarrollado más rápido que las instituciones sociales: la destreza ha vencido a la sabiduría. Ambas han sido demasiado ambiciosas – han ido demasiado lejos, demasiado rápido, les ha faltado sentido crítico. Y ambas constituyen distracciones innecesarias de las alternativas más simples, más económicas, y más efectivas – aunque menos monopolizables.
El ascenso y caída de semejantes tecnologías parece ocurrir como sigue:
- Sus patrocinadores prometen beneficios públicos. El entusiasmo y el orgullo comerciales, reforzados por la promoción gubernamental, atraen inmensas inversiones. Sus propugnadores protegen a los patrocinadores de la responsabilidad política y mercadotécnica, reprimen el disenso y rechazan la evaluación independiente. El rápido crecimiento compromete la independencia reguladora.
- Traspiés técnicos iniciales y preguntas inquietantes provocan la preocupación del público: son diluidos por las Relaciones Públicas. La preocupación del público aumenta a medida que mientras más gente se informa sobre la innovación, menos le gusta. Las Relaciones Públicas se hacen más fuertes, pero menos persuasivas. Los denunciantes formulan preguntas desagradables. Muchas sorpresas negativas dominan por sobre los pocos beneficios.
- Las desilusiones operativas abundan a medida que queda en claro que las fallas de la tecnología son fundamentales. Simultáneamente, mucha gente se da cuenta de que las alternativas, a menudo conocidas desde hace tiempo, funcionan en realidad mejor y cuestan menos.
- El dinero de los inversionistas inteligentes y de los seguros desaparece. El producto puede ser vendido sólo ocultando su identidad – una burla de los principios económicos. Casi todos comprenden que el negocio muere de un ataque incurable de las fuerzas del mercado.
- Al hacer innegables los beneficios insubstanciales, un rendimiento mediocre, los riesgos reales, y que el negocio es económicamente poco fructífero, la tecnología se desvanece, dejando detrás peligros socializados, firmas fracasadas, inversionistas desilusionados, instituciones que han perdido su legitimidad, y un público cínico.
¿Dónde está el letrero «Usted se encuentra aquí» para los transgénicos? Europa ya está en la etapa 4. Estados Unidos está en la etapa 2 y la etapa 3 comienza a emerger.
PREOCUPACIONES
Los alimentos transgénicos – también conocidos como organismos genéticamente modificados, o OGM – son creados cuando los genes de una especie son insertados en otra. En los últimos años, las compañías de biotecnología han utilizado esta técnica para incorporar las propiedades de exterminación de insectos de ciertas bacterias a nuevas especies patentadas de maíz, patatas u otros cultivos, e incluso la resistencia a las heladas de un pez ártico a las fresas. Monsanto, el líder en este campo, ha gastado miles de millones desarrollando una línea de cultivos con resistencia genéticamente mejorada a su propio herbicida Roundup.
La utilización de semillas transgénicas en la agricultura ha aumentado rápidamente desde su introducción comercial en 1996. Más de la mitad de la soja del mundo y un tercio del maíz, contienen ahora genes tomados de otras formas de vida. Proyectan miles de nuevas variedades transgénicas.
Los patrocinadores dicen que los cultivos transgénicos representan la mayor esperanza de alimentar a los miles de millones de habitantes del mundo. El gobierno de EE.UU., que considera que la tecnología es una industria en crecimiento y una exportación clave, la ha defendido vigorosamente en los foros comerciales internacionales y ha adoptado una actitud fundamentalmente liberal en lo que se refiere a su regulación. Y hasta hace poco, los estadounidenses, no-informados por las etiquetas, parecen despreocupados.
No ocurre lo mismo en Europa, donde los agricultores ven los cultivos transgénicos como un ataque contra su subsistencia por parte de las compañías transnacionales, y especialmente en Gran Bretaña, donde el público consumidor ha aprendido a ser escéptico después de una serie de alarmas alimenticias, incluyendo la enfermedad de la vaca loca. Muchos países en desarrollo se oponen también, acusando a las compañías de biotecnología de hacer que los campesinos pobres dependan de sus costosas semillas y productos, de la misma manera como algunas compañías promueven el uso de preparados para lactantes para reemplazar la leche materna.
Y, además, existen las preocupaciones sobre la sensatez fundamental de la ciencia.
Primero, no existe una base científica convincente para establecer ni la seguridad del alimento o su seguridad medioambiental: los ensayos han sido pocos, breves, pocas veces independientes, y presentados a reguladores comprometidos. Ninguna agencia de EE.UU. prueba o certifica la seguridad de alimentos genéticamente modificados, que esquivan las diferentes jurisdicciones. Numerosas afirmaciones sobre su seguridad se basan en la suposición simplista de que un gen expresa una característica, así que agregar un gen no tendrá efectos colaterales inesperados. Resulta ahora que esto no corresponde a la verdad.
Pero la seguridad del alimento puede resultar ser una preocupación menor en comparación con su seguridad medioambiental. Hay estudios que han mostrado que los genes con resistencia a los herbicidas pueden escapar para crear «súper malezas» y que los genes que producen insecticidas pueden matar más allá de sus objetivos originales. Parece extraordinariamente probable que genes que han sido modificados se difundan hacia otros organismos: el polen de la canola puede ser llevado por el aire a más de un kilómetro y medio de distancia, y cultivos ordinarios pueden intercambiar genes con malezas emparentadas. El Bt insecticida genéticamente modificado en el polen del maíz puede matar mariposas Monarch; ese insecticida, a diferencia de su antepasado natural, puede acumularse en el suelo; y la resistencia del «European corn borer» (Ostrinianubilalis) es aparentemente una de sus características dominantes, de manera que los procedimientos anticipados contra la resistencia no funcionan.
La cosa podría empeorar. La división en especies parece ser el camino de la naturaleza para mantener a los patógenos en un compartimiento en el que se comportan adecuadamente (aprenden que es una mala estrategia matar a su anfitrión). Los transgénicos pueden permitir que los patógenos rompan la barrera de las especies y entren a nuevos reinos en los que no tienen la menor idea de cómo comportarse. Es tan difícil erradicar un tipo indeseable de genes salvajes que lo hemos hecho intencionalmente sólo una vez – con el virus de la viruela.
Catapultar genes extraños a sitios al azar en el genoma es como introducir especies exóticas en el ecosistema. (Esas invasiones se encuentran entre las principales amenazas para la biodiversidad global en la actualidad). Es poco sabio suponer, como lo hacen en general los «ingenieros genéticos», que más de un 90 por ciento del genoma es «basura» porque no conocen su función. Ese material misterioso, desordenado, antiguo, es el contexto que influencia cómo los genes expresan sus características. Es la versión genética de la biodiversidad, que en ecosistemas mayores es la fuente de su capacidad de recuperación y resistencia.
Los cultivos transgénicos transforman las reglas de la evolución. Alinean el desarrollo de las plantas no con su éxito evolutivo (la supervivencia y su capacidad de recuperación) sino con su éxito económico (beneficios) – la supervivencia del más gordo, no del más sano. Peor aún, la inserción de genes acelera enormemente el ritmo de la evolución biológica; de los millones de años que la Naturaleza requiere para probar nuevos «productos», al ritmo frenético del informe de beneficios del próximo trimestre. Este apuro hace que sea imposible prever y prevenir: los errores se hacen perceptibles sólo después de que han iniciado su propia vida, difundiéndose y reproduciéndose fuera de todo control.
DECADENCIA Y CAÍDA
La inquietud del público y de los científicos ha atrapado a la agricultura transgénica mucho antes que en el caso de la energía nuclear. El último año hemos visto una serie de sorprendentes reveses para lo que fue la niña mimada de la tecnología.
Significativamente, fueron las presiones comerciales, no las políticas, las que produjeron el cambio. En mayo pasado, en un informe influyente llamado «Los OGM han muerto», Deutsche Bank Research aconsejó a sus inversionistas que se deshicieran de sus acciones en compañías transgénicas. El informe advirtió que los temores del público obligarían a los agricultores y a los procesadores de alimentos a vender sus alimentos GM a un precio rebajado – no a los precios elevados que habían llegado a esperar – lo que resultaría en una reacción rápida contra las semillas GM.
Es exactamente lo que ha ocurrido. Muchos compradores internacionales se niegan ahora a aceptar cosechas GM, reduciendo drásticamente su demanda y forzando a reducir los precios (mientras al mismo tiempo pagan extra por cosechas no-GM). La gama de precios se traga los beneficios que esperaban las compañías biotecnológicas. Siguiendo la iniciativa de las compañías europeas, firmas estadounidenses como Gerber y Heinz se han movilizado para proteger sus marcas, anunciando que evitarán el uso de ingredientes GM.
La tecnología, que supuestamente iba a ser una gran ayuda para la agricultura de EE.UU., le costó en realidad 1.000 millones de dólares en pérdidas de exportación en 1999. (Sería interesante saber en cuánto la crisis agrícola de EE.UU., que acaba de llevar a un paquete de rescate del Congreso de 7.000 millones de dólares, fue exacerbada por el dumping de cosechas GM no-exportables en el mercado interno, haciendo bajar los precios tanto de cultivos como de ganado). Los agricultores han reaccionado rápidamente: después de un espectacular crecimiento en los cuatro años anteriores, se calculó que la plantación mundial de OGM bajó hasta un 25 por ciento en 2000, según el Worldwatch Institute. El cambio ha afectado sobre todo a los agricultores en Estados Unidos, Canadá y en Argentina, donde se produce un 99 por ciento de los cultivos transgénicos del mundo.
Los recientes acontecimientos anuncian una contracción aún mayor de los cultivos GM. En noviembre, 30 grupos de agricultores incluyendo a la American Corn Growers Association publicaron una advertencia de que los agricultores arriesgan una «masiva responsabilidad» si sus cultivos genéticamente modificados causan daños ecológicos. Las compañías de seguros, los expertos más duros en riesgos de la sociedad, se han negado consecuentemente a cubrir la responsabilidad contra daños causados por productos GM sobre la base que los riesgos son incognoscibles y potencialmente ilimitados – todo lo contrario de lo que la industria y los reguladores quisieran que creyésemos.
También en noviembre, documentos del gobierno revelados en un juicio confirmaron las sospechas que la Administración de Drogas y Alimentos de Estados Unidos [FDA] había pasado en un trámite rápido la autorización de los alimentos GM. La revelación recibió escasa atención en los medios de EE.UU., pero alimentó la inquietud en Europa y avivó la inminente batalla sobre las etiquetas.
La pregunta de si los alimentos comerciales GM pueden, deberían, o deben ser etiquetados como tales ha sido un punto de controversia tanto en la regulación interna como en las reglas del comercio internacional. Las compañías que venden semillas o productos GM han combatido con todo lo que tienen la obligación de etiquetar, argumentando que es imposible segregar los cultivos con genes alterados de los convencionales. Los reguladores de EE.UU. han estado de acuerdo sobre la base de la «equivalencia substancial», queriendo decir que los cultivos GM son suficientemente similares para ser alimentos idénticos (pero suficientemente diferentes para patentarlos, por cierto). Por eso la Administración de Drogas y Alimentos de Estados Unidos [FDA] no regula o exige la etiquetación de los productos GM. Mientras tanto, los negociadores comerciales de EE.UU. combatieron valientemente las reglas comerciales que permitirían a otros países que exijan que las importaciones transgénicas sean etiquetadas, sobre la base de que esos requerimientos constituyen una barrera al comercio; esa posición fue esencialmente rechazada por un acuerdo internacional de bioseguridad firmado en enero de 2000.
No es ningún secreto que la verdadera razón por la que las compañías de OGM se oponen a las etiquetas es porque afectará aún más los precios de sus productos. Pero calificar la etiquetación de barrera comercial es una perversión de los principios del mercado, una de las cuales es la disponibilidad de información sobre el producto. La doctrina de la equivalencia substancial, que limita la discusión sobre la etiquetación a las características físicas de los productos, es también contraria al mercado (así como anti-científica). Los consumidores tienen derecho a saber cómo fueron creados los productos que compran y los productores tienen derecho a informarles. Dos alfombras hechas a mano podrán verse idénticas, pero el hecho de que una fue hecha con trabajo infantil es un punto importante de la información sobre el producto. La burocracia comercial tampoco dice a los servicios públicos que no pueden comercializar la energía verde, aunque los electrones son «substancialmente equivalentes».
Todo esto ha tenido un efecto desastroso previsible sobre la situación financiera de las corporaciones que contaban fuertemente con la biotecnología. Monsanto pagó por su liderazgo al ver que los precios de sus acciones se derrumbaban, obligándola a una fusión de emergencia con Pharmacia & Upjohn en abril de 2000. Las condiciones de la fusión implican una valoración de la división biotecnológica de Monsanto de aproximadamente cero. Los gigantes europeos Novartis y AstraZeneca también decidieron combinar sus divisiones biotecnológicas en una sola y venderla, «lavándose efectivamente sus manos de la biotecnología de cultivos», según el Wall Street Journal.
LO CONTRARIO DEL CAPITALISMO NATURAL
A pesar de todos estos reveses, los partidarios de la agricultura transgénica siguen presentando un caso moral para su tecnología. Aunque es reconfortante que por lo menos se estén presentando argumentos morales, este último no resiste el análisis. Es como reciclar el tema nuclear.
De la misma manera como la energía nuclear era supuestamente la única manera de estimular el desarrollo global y terminar con la escasez de energía, se dice que los transgénicos son necesarios para fomentar el rendimiento agrícola para un mundo hambriento y cada vez más poblado. Una afirmación relacionada es que los mayores rendimientos de los cultivos genéticamente alterados, los fertilizantes químicos y los pesticidas, ahorran suelos para la biodiversidad y la naturaleza.
Pero incluso antes de que se hayan contado todos los factores desconocidos e imponderables, los cultivos genéticamente modificados están resultando demasiado onerosos para los pobres del mundo. Y no existe ninguna evidencia verosímil de que aumenten el rendimiento por hectárea; más bien aumentan el rendimiento por campesino, y eso sólo consolidando las granjas y aumentando el uso de productos químicos. La substitución de recursos escasos por abundante mano de obra es lo contrario del capitalismo natural y lo opuesto a lo que requiere el mundo.
La causa del hambre es la pobreza, no la falta de alimentos. Los agricultores producen una y media vez más alimento de lo que los seis mil millones de personas en el mundo necesitan para una dieta adecuada y nutritiva, pero mucha gente no se lo puede permitir, así que uno de cada siete se acuesta con hambre. Además, el crecimiento del rendimiento flaquea, especialmente en los países en desarrollo, ya que los suelos se cansan y los biocidas generan pestes resistentes. La fracción de los cultivos de EE.UU. perdida por daños causados por los insectos es actualmente casi el doble de lo que fue en los años 40, cuando fueron introducidos los pesticidas sintéticos.
Los cultivos transgénicos forman parte integral del mismo modelo de desarrollo que reemplaza los cultivos de subsistencia por cultivos comerciales, aumenta las deudas de los campesinos, agota los suelos y destruye la diversidad tanto cultural como biológica. Han sido ideados para extender los monopolios de los proveedores de semillas y productos químicos, no para fomentar los rendimientos o ahorrar suelos. Y no están hechos para ayudar a los agricultores de subsistencia a alimentarse sino más bien para alimentar más ganado (que consume un tercio de los cereales del mundo) para los ricos que ya están sobrealimentados.
En esto reside otro peligro, que no está tan de moda: el excesivo control corporativo. Si se salen con la suya, cinco compañías biotecnológicas controlarán casi un 100 por ciento del mercado mundial de granos y la mayor parte del mercado de semillas y de pesticidas agrícolas. Esto no sólo empeora la desigualdad que es la causa del hambre, sino también disminuye la diversidad y la seguridad del suministro de alimentos del mundo – de un modo muy similar a como la energía nuclear produce un sistema de energía «frágil».
ALTERNATIVAS
Por lo tanto los cultivos transgénicos son indeseables, antieconómicos y moralmente insostenibles. Pero la buena noticia es que también son innecesarios.
En el caso de los cultivos transgénicos, como en el de la fisión nuclear, las posibilidades esenciales no se hallan entre alternativas poco gratas – ojivas nucleares o subyugación, energía nuclear o congelarse en la oscuridad, cultivos transgénicos o hambre – sino entre esas alternativas negativas y otras atractivas fuera de la ortodoxia. Para los cultivos, la mejor opción sería una distribución más justa, más localizada, de alimentos cultivados en una agricultura respetuosa y biológicamente informada, que deje de tratar al suelo como basura.
Una inmensa cantidad de literatura científica prueba que la agricultura orgánica en una vasta gama de cultivos, suelos y climas, después de algunos años de restauración del suelo, biota, empobrecido, equivale o sobrepasa los rendimientos de la agricultura química, pero con beneficios mayores y más estables para el campesino. Las semillas de alto rendimiento para este fin abundan: los cultivos transgénicos no son creados porque sean productivos sino porque son patentables. Las técnicas orgánicas biointensivas de horticultura pueden producir el doble del ingreso neto de la granja utilizando mucho menos tierra y energía. Por cierto, la agricultura orgánica funciona tan bien, con ventas que crecen en un 20 por ciento por año en Estados Unidos, que sus competidores dependientes de la química han estado tratando de robar su valor de marca, diluyendo sus reglas de certificación para que incluyan sus prácticas no-orgánicas.
No obstante, tienden a emerger alternativas sanas y a ser adoptadas a tiempo sólo si tomamos en serio la disciplina de mercados conscientes y la sabiduría de la democracia informada. Tenemos que ver más allá de las moléculas y los genes, hacia las plantas y los ecosistemas. Tenemos que comprender las diferencias vitales entre la biología y la biotecnología – entre los fundamentos de la ciencia botánica tradicional y la empresa que trata de reemplazarla: mil millones de veces más joven, sabelotodo, científicamente inmadura, pero que corre como alma que lleva el diablo cuando se trata de comercializar.
RMI está estudiando el lanzamiento de un programa de investigación biotecnológica. Este artículo fue adaptado de un ensayo de Amory Lovins, Hunter Lovins y Paul Hawken que fue solicitado (pero no publicado) por WorldLink, el periódico en la red del Foro Económico Mundial. Fue escrito a principios del 2002.
http://www.rmi.org/sitepages/pid643.php
Traducido para Rebelión por Germán Leyens