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«Babel», otra interpretación posible

Fuentes: Rebelión

Por razones que no es preciso manifestar, decidimos publicar nuestra interpretación de la película Babel, del director mexicano Alejandro González Iñárritu (2006). En numerosas ocasiones, a lo largo de estos días, hemos leído que la película trata sobre la «incomunicación» y la capacidad para «incomunicarnos» que a veces ejercemos las personas. Ésa y no otra […]

Por razones que no es preciso manifestar, decidimos publicar nuestra interpretación de la película Babel, del director mexicano Alejandro González Iñárritu (2006). En numerosas ocasiones, a lo largo de estos días, hemos leído que la película trata sobre la «incomunicación» y la capacidad para «incomunicarnos» que a veces ejercemos las personas. Ésa y no otra ha sido la perspectiva con que muchas sinopsis han comentado la película: «la comunicación es una cosa muy complicada en el mundo de los humanos», «se crean muchos problemas por la falta de comunicación», y demás productos higiénico-mentales de origen tan oscuro como cierto, que aprovechan las resonancias bíblicas del título a respecto de las lenguas, al tiempo que ocultan los conceptos de caos y desorganización que también resuenan en él.

No conocemos las intenciones del director y el guionista, pero lo cierto es que nada en la película nos lleva a pensar en la incomunicación por desconocimiento y variedad de las lenguas (hay marroquíes que hablan inglés, mexicanos que hablan inglés, japoneses que hablan japonés, no hay norteamericanos que hablen marroquí o japonés, pero es que eso sería casi un milagro ¿no?) Porque, desde nuestro punto de vista, la película no habla sobre la incomunicación, sino sobre el tremendo desorden que se apodera de la vida de los personajes gracias a la acción de los Estados sobre las personas, sean éstas sus ciudadanos legítimos o ciudadanos de otro Estado cualquiera, que para el caso es lo mismo. Fíjense en lo que ocurre en la película:

– En el caso de los turistas rubios de vacaciones en Marruecos, su propio gobierno (el gobierno de los Estados Unidos) retrasa la acción humanitaria del gobierno marroquí y hace sufrir hasta la extenuación a una mujer de nacionalidad estadounidense porque «necesitan» conocer el resultado de las investigaciones: no es lo mismo si se trata de un grupo terrorista que si se trata de un accidente. La reacción de los EE.UU. no será la misma en un caso que en otro. Las autoridades marroquíes están a punto de estallar de indignación (si Estados Unidos les acusase de terrorismo sería su debacle). Todos quieren saber qué es lo que ha pasado, y sólo después actuarán. Es más importante la razón de Estado que salvar el brazo o la vida de una persona.

La mujer que resulta herida (y que después recibe una lección de hospitalidad y humanidad en el centro de lo que ella considera un infierno) tiene enormes prejuicios a respecto de otras culturas, le gusta muy poco el viaje a Marruecos y además educa en esos prejuicios a su prole, también rubia y de ojos azules. Pero al final se salva gracias a los médicos marroquíes que la atienden y no gracias a la embajada de su país, que casi la deja tullida. Para no hablar de la actitud de los otros turistas de la excursión, que, dicho sea de paso, eran europeos. Es curiosa la historia de esa mujer, pues la insatisfacción personal que padece parece reflejarse tanto en la relación con su marido como en la relación que tiene con personas de otras culturas.

– En el caso de los niños marroquíes, creemos que la película deja bien claro que lo que ocurrió fue un accidente. Una travesura de niño, de cualquier niño con rifle. Pero ¿qué niños tienen acceso a un rifle? Quizá un niño estadounidense. Y también uno marroquí. Y ahora, los niños iraquíes y hace ya un rato que los afganos también. En fin, la lista es desgraciadamente larga. Un niño, como otro niño, con sus circunstancias, hace una travesura que acaba en tragedia. El rostro entre aterrorizado e incrédulo del policía marroquí cuando conoce la verdad es definitivo. La película cuenta la historia de una travesura peligrosa que cobra dimensiones poderosísimas por los intereses políticos que levanta. Su juego se ha convertido en algo más que un disparo al hombro: otros la han convertido en una razón de Estado. Por esa posible razón de Estado casi se gangrena el brazo de una persona. Y por ese motivo muere el hermano del niño travieso de buena puntería, y por lo mismo el vecino que les vende el arma y su esposa reciben los golpes de la policía. Por una razón de Estado.

– En el caso de la cuidadora mexicana de niños gringos: Resulta que el director envuelve al espectador desde el principio en esta historia y lo convence de que lo que hace la cuidadora está bien hecho: ¿quién no ha pensado, antes de llegar el momento en la película, que lo mejor es que se lleve a los niños con ella? Así los cuida, los saca un poco de casa y hasta ven un mundo nuevo: ven como descabezan una gallina, sí, pero antes aprenden a jugar con ellas. Pero claro, no hemos previsto la vuelta. ¿Se han dado cuenta los espectadores de que no hay ningún problema en la frontera cuando es de día y van camino a México? A la ida nadie les hace preguntas violentas ni los trata como si fueran unos sospechosos. A la vuelta, sí. Primero juegan, después descabezan. Por el día en la frontera nadie les pide los «papeles». Por la noche, sí. Nadie duda de la seguridad de los niños rubios de ojos azules que se van a México acompañados por miserables morenos extranjeros sin papeles. En la noche, sí. Ah, la noche, tan acogedora y tan terrible. Es a la vuelta cuando los fantasmas aparecen: el mexicano que se pone nervioso (¡a ver quién no!), el policía yanqui que presiona al máximo, y lo peor, hace alarde de astucia. Y la mujer que no tiene la autorización de los padres. ¡Tate! ¡Más papeles! ¿El espectador había pensado en la autorización de los padres cuando opinaba que lo mejor era llevar a los niños adonde fuese su cuidadora? ¿Estaban los padres en condiciones de dar una autorización? No, claro, pero aunque eso no lo sabe el espectador hasta un poco más adelante, desde luego ese hecho no interesaría ni un pepino al fiel aduanero gringo en aquella cálida noche en la frontera de México.

El caso es: ¿Y los papeles? ¿Dónde están los papeles? Del coche, del permiso paterno, del trabajo en San Diego. Nos parece que la película muestra claramente la violencia policial (y estatal, puesto que la policía es la encargada de hacer cumplir las disposiciones o leyes del Estado al que defiende). Y la muestra explícita y también implícitamente, sobre todo cuando sobreviene la desesperación. En el desierto, la cuidadora demuestra un valor del que pocas personas son capaces y eso también aparece a las claras en la película. Todos sentimos que su deportación, debida a la falta de los dichosos «papeles», responde a la acción ciega y totalitaria de las leyes, porque los motivos de su acción habían sido de lo más lógicos: llevarse a los niños (a los que cuida desde hace años) con ella para no dejarlos solos al tiempo que asistir a la boda de su hijo. Conducir con unas copas de más o no tener una autorización son, bajo nuestro punto de vista, imprudencias que no enturbian para nada la buena fe de los personajes. Y dejar a los niños en el desierto es una decisión desesperada: o voy a buscar ayuda rápido o nos morimos todos aquí.

– En el caso de los japoneses la acción del Estado no es una acción tan brutal, sino que es como ellos: una acción educada y amable. Educada y amablemente los japoneses han convertido sus ciudades en junglas de cristal pobladas de luces de colores que les impiden ver las estrellas. En su nueva tierra, algunos japoneses disfrutan de los más avanzados recursos tecnológicos, tanto en la macroeconomía como en las hogareñas casas construidas hasta el quincuagésimo pino. Una niña sordomuda japonesa puede tener una vida que un hábil niño marroquí no puede ni soñar. Una niña sordomuda puede, en una ciudad modernísima de Japón, tener la desgracia de ver morir a su madre. Su propia, querida madre tiene la absurda idea de quitarse la vida y ella que podría no haber oído el disparo ¡resulta que lo ve! Por supuesto, la niña queda traumatizada, pues no es para menos. Y todo eso en la avanzada y moderna sociedad japonesa de hoy. Al final, la niña sordomuda, la que no oye ni habla, vió, porque podía ver, lo que nunca debía haber visto. Ni la amabilidad, ni la educación, ni la tecnología, ni las comodidades han podido hacer de esa niña una persona feliz. Eran más felices, sin duda, los niños marroquíes de la otra historia. Ya nos lo dijo ella misma desde el principio cuando, en su rabia, discutía con el árbitro: «!Soy sorda, no ciega!»

La acción de la policía japonesa es también educada y amable: preguntan con modales exquisitos y se van por donde han venido. Sólo quieren confirmar un dato. Su poco apremio contrasta con la necesidad que otros en el otro extremo del mundo tienen de conocer ese dato. La autocomplacencia japonesa es indescriptible. Y también su alejamiento del mundo. Están allá, en la punta de flecha del progreso y no sienten necesidad de nada. Entonces, ¿para qué vivir? Están allá, en la cúspide de la vida moderna y se suicidan. Y sus hijos lo ven.

En resumen, en las tres historias, todas diferentes, hay un devenir marcado por azares desgraciados que se ve convulsionado por una acción de Estado sobre las personas, la cual además provoca circunstancias fatales para ellas, o sea, empeora las cosas hasta el extremo. Ni el trato en la frontera durante la noche, ni el trato de la embajada yanqui con sus ciudadanos turistas, ni los golpes dados por la polícia marroquí, ni las preguntas amables de la policía japonesa son casualidades del destino. Los Estados a través de sus policías y embajadas maltratan en sus fronteras, anteponen sus razones a las razones de sus ciudadanos, se personan en las casas particulares y preguntan sin avisar datos personales que ya conocen de antemano. Los azares fatales, los imprevistos, los errores son los que cualquier hijo de vecino puede sufrir y cometer: un niño que no se da cuenta de lo que hace, una señora que tiene un problema que resolver, una niña que presencia una escena trágica en su casa.

Además, creemos ver en las historias personales de los personajes una metáfora de lo que acontece con los pueblos a los que pertenecen: Una vida triste y desamparada para los japoneses que no han luchado por su cultura. Una vida llena de peligros para los ciudadanos estadounidenses que, como paranoicos, creen ver peligros por todas partes. Una vida de esperanza para el pueblo mexicano, una esperanza pequeña pero intuida, que dice que todo irá mejor si confían en ellos mismos. Y una vida secuestrada, asesinada, explotada, la del pueblo marroquí, y todos los pueblos secuestrados, asesinados o explotados por sus propios Estados.

Porque tan cierto es que todos podemos disparar a un punto lejano y herir, sin desearlo, a una persona. Tan cierto es que todos podemos conducir borrachos y somnolientos después de una boda. Tan cierto es que todos podemos presenciar una escena horrible que nos haga desgraciados para siempre. Como que todos seremos interrogados, golpeados e incluso asesinados por nuestros gobiernos si lo consideran necesario para sus objetivos.