Hoy en día, es difícil escudarse seriamente en la ignorancia ante la situación inquietante creada por la sobreexplotación de la arena a escala mundial.
Revelada públicamente hace una decena de años por un documental sobrecogedor de Denis Delestrac, luego planteada oficialmente a escala internacional por un informe publicado por el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), desde entonces ha gozado de una presencia mediática no desdeñable. Por citar tan solo algunos ejemplos, circunscritos a la esfera francófona, estos últimos años cualquier persona ha podido tomar conciencia de la cuestión escuchando “La Terre au carré” en France Inter o “Entendez-vous l’éco?” en France Culture, leyendo un artículo publicado tanto en Les Échos o Slate como en The Conversation (sin hablar ya de los medios notoriamente sensibles a los problemas medioambientales, como Basta!, Reporterre o últimamente Socialter), visionando un videomontaje compuesto por la cadena DataGueule o bien un reportaje difundido en ARTE.
Claro que se puede afirmar, con razón, que, en resumidas cuentas, el tratamiento mediático de esta cuestión ha sido demasiado esporádico para que adquiera verdadera consistencia y hacer de la gestión de la arena un asunto de interés general y un problema público debidamente planteado. Pero si hace poco todavía se podía hablar de la arena como de la “crisis medioambiental mundial de la que probablemente jamás has oído hablar” (por retomar el título de un artículo del periodista Vince Beiser publicado en The Guardian en febrero de 2017 1 y reproducido o imitado en otros espacios, desde el Stockholm Resilience Centre hasta el Foro Económico Mundial), ahora hay que esconder la cabeza en la arena para no estar al tanto de la cuestión, aunque sea mínimamente. El argumento de la falta de investigaciones empíricas, si bien ha sido válido durante mucho tiempo, ya ha quedado caduco. Por supuesto, siempre será bueno que se profundicen los estudios sobre tal o cual aspecto o sobre tal o cual región. Ahora bien, ya se han acumulado datos suficientes para que quede clara la forma en que se presenta el problema o, más bien, en que debería plantearse. Dicho de otro modo, a partir de ahora lo que faltan ya no son tanto los datos (incluso existe ya un Observatorio Mundial de la Arena) como la interpretación, al menos la interpretación (claramente) dominante.
El porqué de la omisión
Desde este punto de vista, la cobertura mediática no nos ayuda mucho. En efecto, incapaz de librarse de la estrechez del marco oficial producido por las organizaciones internacionales (volveremos sobre esto), no ofrece más que una representación parcial, por no decir truncada, del problema. Un ejemplo bastante reciente, pero en modo alguno aislado, es revelador a este respecto. Para quienes se hayan perdido los episodios precedentes, Le Monde publicó el pasado mes de septiembre una amplia investigación en varios capítulos sobre la “explotación desenfrenada de un recurso estratégico” que recuerda, tanto por el formato como por el enfoque, el que el diario había publicado sobre la cuestión del ecocidio en 2015. Los seis episodios de esta serie de recuperación nos llevan de Florida a India pasando por Groenlandia, sin dejar de señalar, a la luz del caso del Gran París2, que no hace falta dar la vuelta al mundo para tomar conciencia de la gravedad de lo que está en juego. Los casos que se mencionan no son siempre originales (el de Cabo Verde, por ejemplo, ya había sido objeto de un reportaje de Marine Courtade para ARTE, titulado “Les forçats du sable”, y diez años después otro sobre el mismo tema en la emisión televisada Thalassa), pero el cuadro que nos ofrece no resulta menos impactante. Después de verlo, ya no se puede seguir creyendo en la naturaleza inagotable de un material dilapidado al igual que otros recursos naturales ni, sobre todo, pretender ignorar los daños causados a los seres vivos por la explotación de la arena: el doble problema clásico de su agotamiento y la contaminación.
¿Pero es posible formarse una idea completa y entera? Cabe dudarlo. No es que se subestime o se minimice lo que está en juego. El tono general es claramente un tono de alerta. Leamos y escuchemos la manera en que se presenta la investigación de Le Monde3. Hablando de una “explotación titánica descontrolada”, el título no escatima el efecto dramático; por cierto, hay buenas razones para ello. El contenido de las palabras tampoco deja de deplorar la nocividad de la explotación frenética de la arena para las poblaciones y su entorno, en caso de que hiciera falta aceptar tal distinción. Y la afirmación del fotógrafo Mathias Depardon, según la cual la extracción de arena es la actividad menos regulada y la más corrupta de su género, es perfectamente creíble a falta de un acuerdo internacional de referencia sobre la cuestión. Ello no impide que por mucho que la investigación lleve el título general de “Los mercaderes de arena”, apenas se mencione, y todavía menos se profundice, precisamente, en este carácter de mercancía. La mercantilización, puesto que se trata de un proceso, no se aborda como tal, y todavía menos el binomio que forman mercantilización universal y producción de capital4.
Aquí hay que aguzar el oído, porque es cierto que pasamos dos veces rozando la diana, pero sin tocarla. Sin duda, en esta presentación se habla de “nuestros modos de producción y de consumo”. La primera vez, después de haber calificado, con razón, la arena de “una especie de partícula elemental de nuestras sociedades”; si una cosa está clara en este momento es que nuestras sociedades industrializadas, urbanizadas y digitalizadas están constituidas, literalmente, por arena, desde los más pequeños componentes informáticos hasta los inmuebles más altos. La segunda vez, en el momento de buscar soluciones, en que la consigna de la sobriedad invita a “reflexionar sobre nuestros modos de producción y de consumo”. Una sobriedad mencionada en primer lugar, por cierto, pero cuya evocación cede rápidamente el sitio a desarrollos más basados en los medios de sustitución, un expediente totalmente concebido para que la organización socioeconómica y su fetichización del crecimiento, por muy enverdecido que sea, no se pongan en tela de juicio. No es aquí donde podremos hallar el argumento (tanto si se quiere asumir como si no) según el cual “la verdadera sobriedad es el decrecimiento” y, con tanta mayor razón, el de un decrecimiento ecosocialista… Si bien no se percibe apenas diferencia alguna con la manera en que la revista Forbes, portavoz del mundo de los negocios, se adueña de la cuestión.
Todo ocurre como si hablar de forma genérica de nuestros modos de producción y de consumo, en plural, permitiera guardar silencio sobre el modo de producción, en singular. En efecto, en este espacio como en otros, el modo de producción capitalista, puesto que es este del que se trata, es el gran ausente del discurso. El hecho mismo de que no lo mencionen ni siquiera una sola vez y/o de manera alusiva, aparece como una proeza de tal calibre que uno se pregunta si no estamos asistiendo a un juego, al estilo de Tabú (el juego de las palabras prohibidas), o simplemente nos las tenemos que ver con el vetusto ni sí, ni no, con la salvedad de que en este caso hay que hacer todo lo posible –tácitamente‒ por evitar pronunciar las palabras capital o capitalismo5. Y junto con ellas, por imperativo de coherencia, sin duda, términos como extractivismo, productivismo o imperialismo, o incluso una expresión como clases sociales. Todo ello con la lamentable tendencia a descargar el grueso de la responsabilidad del saqueo de arena sobre las espaldas de unas mafias y otras redes criminales cómodamente remitidas a la alteridad (cuando más bien habría que hablar, con Immanuel Wallerstein, de la “vertiente mafiosa de la actividad empresarial capitalista” (Wallerstein, 2005), o bien sobre las de la trayectoria del desarrollo emprendido por países del Sur global que tienen el descaro de urbanizarse también, cuando no es sobre las de las poblaciones que, desposeídas de todo, encuentran allí uno de los únicos medios de subsistencia a su alcance.
Hablemos del saqueo. Claro que no hay que tener miedo a emplear la palabra, pero a condición de cambiar de escala y de perspectiva. Para ello, la reciente traducción francesa del libro de John Bellamy Foster y Brett Clark, con el título Le pillage de la nature [El saqueo de la naturaleza], no podía ser más oportuna6. Aquí, el hecho de que pillage rime con dérapage [exceso] (la sobreexplotación de la arena se percibe como una deriva que no cuestiona los principios rectores de la organización socioeconómica) y con apanage [atributo privativo] (el oprobio se centra en las vías ilegales y a veces criminales de entidades informales que sacan beneficio de la arena) no es más que puramente formal. Sobre el fondo, en efecto, nada de nada. Más que de mercaderes de arena fácilmente identificables, es la propia lógica mercantil la que sustenta el saqueo de la naturaleza, que al mismo tiempo socava las “bases físicas de la existencia humana”. Dicho de otro modo, son los propios principios del sistema socioeconómico legal y normal, y no algún exceso lamentable, los que comportan una ruptura ecológica. Por consiguiente, la explotación descontrolada de la arena no es más que una manifestación entre otras –pensemos, por ejemplo, en el cemento, con el que se mezcla para obtener hormigón, “arma de construcción masiva del capitalismo”– de una tendencia general a la “expropiación de la naturaleza” inscrita en el modo de producción capitalista.
¿Punto de vista familiar, o directamente convenido? No para todo el mundo, faltaría más. Es preciso constatar que está lejos de situarse en el centro de los discursos autorizados sobre la arena, sean mediáticos, políticos o incluso científicos.
¿Habéis dicho “capitalismo(s)”?
“Podríamos decir, parafraseando una célebre frase de Max Horkheimer, que quien no quiera hablar del capitalismo debe callarse sobre la defensa del medio ambiente”. Así es como hace veinte años comenzaba la introducción de un volumen consagrado a las relaciones entre capital y naturaleza, en el que se formulaban las coordenadas esenciales del problema (Harribey y Löwy, 2003: 5)7. ¿Significa esto que hay que contentarse con anunciar que la sobreexplotación de la arena es culpa del capitalismo y punto? Por supuesto que no. Esta objeción –por malintencionada que pueda ser– no debe rechazarse lisa y llanamente, pues no está infundada: es cierto que la referencia al capitalismo también puede funcionar como una simple consigna más o menos estéril que, como dice el refrán, mucho abarca y poco aprieta.
En un texto famoso, pero que merece ser recuperado, el finado Hans Magnus Enzensberger lo expresaba ya a su manera hace medio siglo. Sosteniendo que “la teoría marxista también puede convertirse en una falsa conciencia”, con su habitual ironía, afirmó concretamente que:
Quienes desean privar al marxismo de su poder crítico, subversivo y transformarlo en doctrina positivista suelen enterrarse bajo toda una serie de afirmaciones estereotipadas, que en su generalidad abstracta son tan irrefutables como estériles. Como ejemplo, podemos citar la proclamación que encontramos en las páginas de cualquier revista, según la cual ‘el capitalismo es responsable’, ya se trate de discutir sobre la sífilis, un temblor de tierra o ¡una invasión de langostas! (…) El capitalismo, tan a menudo denunciado, deviene una especie de éter social, omnipresente e intangible, una causa casi natural de ruina y destrucción, cuyo exorcismo puede tener un efecto positivamente neutralizador. Puesto que, sin un análisis preciso de sus causas exactas, se puede extrapolar el problema concreto en cuestión –psicosis, falta de parvularios, ríos moribundos, catástrofes aéreas– a la situación global, se da la impresión de que toda intervención específica, aquí y ahora, es inútil. Del mismo modo, la referencia a la necesidad de la revolución deviene una fórmula vacía, la coartada ideológica de la pasividad (Enzensberger, 1974)
Esta reflexión –el autor criticaba entonces los límites o la complacencia del campo político que le era más cercano– sirve de salvaguardia en un doble sentido. Por un lado, invita a hacer el esfuerzo de desplegar la trama de mediaciones que vincula la organización socioeconómica general con tal o cual problema concreto, sin saltar directamente de una a otro, y, por otro lado, a no escudarse en el carácter fundamental o dominante de dicha organización para renunciar de entrada a todo intento de solución o atenuación de los problemas suscitados. La advertencia sigue siendo válida actualmente, no en vano este doble escollo no siempre es fácil de esquivar, máxime cuando hace falta reintroducir el capitalismo en la discusión después de que haya sido eliminado.
Sin embargo, para el autor, advertir contra las facilidades del hechizo no significaba en modo alguno, sobre todo en el contexto en el que escribió, negarse a sopesar los pros y contras del modo de producción capitalista. “Una definición social general del problema ecológico debería partir del modo de producción”, escribió en la conclusión del mismo artículo, no sin haber esbozado previamente un “programa de crisis” con miras a una “necesaria reestructuración global de la sociedad”. Un programa que empieza por –adivinen qué– la necesidad de un “racionamiento mundial de los combustibles fósiles”8… En suma, algo así como una planificación ecológica realizada de antemano. Una planificación que, en lo tocante a la arena, parece tan inalcanzable como indispensable; hasta tal punto son alarmantes las proyecciones oficiales.
En esta perspectiva, señalar con el dedo la rareza, por no decir la ausencia total, de alguna referencia al capitalismo –como, por cierto, a una planificación ecológica denominada como tal, sin desconocer la maleabilidad política de una expresión recuperada por los gobernantes– en la formulación dominante de la crisis de la arena no implica cerrar la discusión sin más, sino, por el contrario, desplegarla plenamente, impidiendo simplemente que se plantee de manera no realista. Una vez asumido el riesgo de una invocación irreflexiva o automática del capitalismo, permanecen abiertas varias vías, aunque solo fuera en virtud de la existencia de definiciones rivales o desigualmente exigentes de este. En efecto, ¡no son los puntos de debate, léase las líneas divisorias, lo que falta! Pensemos por ejemplo…
…en el debate sobre la unidad y/o la diversidad del capitalismo o de los capitalismos: ¿es pertinente hablar del capitalismo en singular o, más bien, es preciso, inspirándose en particular en la teoría de la regulación (Amable, 2005), insistir en las especificidades de cada una de sus configuraciones en el tiempo y en el espacio, en su caso para mostrar que sus repercusiones ecológicas no son idénticas y que, en resumidas cuentas, tanto en el caso de la arena como en el de otros elementos naturales, más vale tal o cual régimen de acumulación o tal o cual regulación institucional que otra?
…en el debate sobre la construcción/destrucción de la naturaleza por el capital, en torno a la idea de que el capital no solo destruye la naturaleza, sino que en cierto modo también la construye para aprovecharse mejor de ella9, y de todas las consideraciones correspondientes sobre las contradicciones del modo de producción capitalista, ya sean internas (autorizando por tanto lógicas secundarias, límites endógenos, contratendencias, etc.) o externas (así, la idea de una contradicción esencial entre el capitalismo por un lado y la naturaleza por otro, según la idea atribuida, a veces apresuradamente, a James O’Connor10). Un debate que puede alimentar la puesta a punto eventual de técnicas susceptibles, aunque se comercialicen, de proteger o restaurar mínimamente tal o cual medio o tal o cual especie (pero con qué eficacia real, etc.).
… en el debate sobre el decrecimiento, cuyo origen comienza a remontarse a una fecha bastante lejana, pero que no ha perdido ni un ápice de su vivacidad, y que se refiere tanto a la coherencia doctrinal o intelectual de la perspectiva designada con este término (¿es posible plantear un decrecimiento que no comporte una recesión y, si es así, en qué condiciones?) como a su poder de atracción como consigna y su capacidad (o no) de cohesionar alrededor de él una base social mínima, desengañada de los milagros del pretendido crecimiento verde. El lenguaje del decrecimiento “carece a veces de sutileza”, lamenta Nancy Fraser, quien duda de la oportunidad de producir menos; el libro de Timothée Parrique, sin embargo, contiene no pocos argumentos para convencer de lo contrario.
… en el debate sobre la validez y, por tanto, los límites, del concepto de capitaloceno[mfn]Véase por ejemplo la posición de Daniel Tanuro en ¡Demasiado tarde para ser pesimistas! (la catástrofe ecológica y los medios para detenerla), Barcelona, Sylone y viento sur, 2020, pp. 72 y ss.[/mfn], para dejar atrás el de antropoceno, con la posibilidad, por ejemplo, de revertir el todo y las partes a fin de subsumir el capitalismo en la categoría más amplia de productivismo, de la que el capitalismo no sería más que una variante (particularmente voraz), manera entre otras de no dar la sensación de que se exonera a los sistemas políticos que han tenido la desgracia de presentarse como socialistas y/o comunistas de su calamitoso balance ecológico.
… en el debate sobre la pertinencia de definir el propio capitalismo no solo como un sistema económico, o siquiera, más en general, como tipo de sociedad, sino, a la manera de Jason Moore, como una ecología, es decir, “cierta forma de organizar la naturaleza”, e incluso una “ecología-mundo”, “coproducida por el capital, el poder y la naturaleza”, teniendo en cuenta los esfuerzos ulteriores por hacer operativas y materializar las consecuencias teóricas y prácticas de esta concepción (Moore, 2020: 17-27)11.
… en el debate sobre las virtudes y vicios comparados de perspectivas políticas organizadas, por oposición al capitalismo, en torno a la palabra ecosocialismo o la palabra comunismo, respectivamente, inclusive en la especie de un comunismo de lo vivo, o de un comunismo interespecies, con todas las connotaciones contrastadas que conllevan y las tentativas de sobrepasarlas.
Lista no exhaustiva, que por lo demás no entra en cuestiones ontológicas (naturaleza/sociedad: ¿separación o hibridación?) o conceptuales (¿hundimiento en lo singular o cambios a lo plural?) más generales.
En última instancia, incluso podemos deslomarnos, a riesgo de graves contorsiones, para defender el imposible capitalismo verde como vía de salida, en materia de gestión de la arena como en otros ámbitos. Pero no borrar pura y simplemente el capitalismo del cuadro, en virtud de la temible operación consistente en naturalizarlo dejando de nombrarlo, como si se diera por sentado, es la mejor manera de no dar ninguna oportunidad a “la parte salvaje del mundo”12.
De la necesidad de derribar puertas (no completamente) abiertas (a todo el mundo)
Cabe sospechar legítimamente que semejante llamamiento derriba puertas abiertas. Relacionar de una manera u otra la sobreexplotación de la arena con el modo de producción capitalista, es decir, con la organización socioeconómica de la producción material, ¿no es acaso una evidencia? Por cierto, ¿cómo podría ser de otro modo?
Precisamente, el problema es que, si nos da por flirtear con el turismo, hacerlo de otro modo no es la excepción, sino la norma, ampliamente dominante, por si fuera poco, en el debate público. Las rendiciones de cuentas mediáticas mencionadas más arriba no hacen más que reflejar –pero también reverberar– el marco del problema, incluidas las anteojeras. En efecto, pronto se cumplirán ya una decena de años que, unos después de otros, los informes validados por el PNUMA, incluido el más reciente, evitan cuidadosamente cualquier mención explícita del capitalismo. Si nos tropezamos, y encima a cuentagotas, con el término capital, no es más que en un sentido descriptivo apenas conforme con la teoría económica estándar y/o para formar la expresión harto problemática de capital natural, en tándem con la valorización (igual de problemática) de los servicios ecosistémicos. De decrecimiento, siquiera como una hipótesis entre otras, ni palabra. Escamoteo esperado, sin duda, pero escamoteo, a fin de cuentas.
Máxime teniendo en cuenta que no evita en absoluto el ámbito científico, en particular el de las ciencias naturales. Contribuciones publicadas en las revistas más reconocidas, de Nature a Science, lo escamotean igualmente, para poner de buena gana el acento en el crecimiento demográfico (no sin matices, a veces neomalthusianos, muy discutibles), la urbanización o el papel del tráfico, cuidándose mucho de detenerse –en ocasiones incluso pasando de puntillas por encima o poco más– sobre las bases socioeconómicas de una sostenibilidad, cuya mención mágica no tiene nada que envidiar a la del capitalismo señalada más arriba. Partiendo del discurso científico, es entonces moneda corriente deplorar la crisis mundial de la arena o avanzar espectaculares previsiones cuantificadas sin dedicar ni una palabra al extractivismo (un extractivismo ordinario desde todos los puntos de vista, incluso en Francia, a riesgo de disimular las canteras, como lo explica muy bien Nelo Magalhães a contrapelo de la tendencia mediática a la «exotización»), el capitalismo o la lógica mercantil. Y así se hace tanto con la arena como en general, en la medida en que incluso las evaluaciones detalladas –y en muchos aspectos aterradoras– encaminadas a establecer científicamente la idea de un saqueo (que es al mismo tiempo un despilfarro) de los recursos naturales del planeta, empezando por los combustibles fósiles, van por el mismo lado, a riesgo de multiplicar los vocablos de sustitución (“sistema industrial mundial”, etc.)13.
Resultado: mientras que los balances descriptivos disponibles ilustran a las mil maravillas el doble movimiento discernido por Alain Bihr, “devenir-mundo del capital” y “devenir-capital del mundo”, la desconexión preside los discursos más visibles y más legítimos. Es cierto que no podemos descartar totalmente la hipótesis según la cual, en determinados casos, este mutismo sería táctico: evitar la palabra que molesta sería el precio a pagar para hacer avanzar la causa en el seno de las instituciones oficiales. En este caso, vista la amplitud y la urgencia del problema, es hora de destapar su juego. Esta es la condición para formular el desafío que Léna Balaud y Antoine Chopot proponen sacar a la luz, que se aplica tanto a nuestra relación con la arena como a muchas otras cuestiones: hallar el plan integrador que permita mantener juntas la crítica del capitalismo y una manera renovada de relacionarlos con los seres vivos, tomarnos en serio el viraje no humano sin dejar de lado en modo alguno las luchas de clases.
Grégory Salle es sociólogo y politólogo. Es profesor en la Universidad de Lille
Traducción: viento sur
Referencias
Amable, Bruno (2005) Les Cinq
Capitalismes. Diversité des systèmes économiques et sociaux dans la
mondialisation. París: Seuil.
Enzenberger, Hans M. (1973 “Zur Kritik der politischen Ökologie!”, Kursbuch (traducción al castellano: Para una crítica de la economía política, Anagrama,
Barcelona, 1974).
Harribey, Jean-Marie y Löwy, Michael (2003) “Marxisme et écologie: retour aux sources et rencontre”, en J-M. Harribey y M. Löwy (dir.), Capital contre nature, París, PUF (“Actuel Marx Confrontation”).
Moore, Jason (2020) Le capitalisme dans la toile de la vie. Écologie et accumulation du capital. Toulouse: L’Asymétrie [Traducción al castellano: El capitalismo en la trama de la vida. Ecología y acumulación de capital, Traficantes de sueños, Madrid, 2020].
Wallerstein, Immanuel (2005 [2004]) Análisis del sistema-mundo: una introducción. Madrid: Siglo XXI.
(2012 [1983]) El capitalismo histórico. Madrid: Siglo XXI.
Notas:
1 Para una crítica del libro del autor sobre el tema, titulado A World in a Grain, me permito remitir a “Du grain de sable à la mégamachine”, AOC, 1/02/2022, del que este texto es una prolongación.
2 https://www.lemonde.fr/planete/article/2022/09/09/l-insatiable-appetit-de-sable-du-grand-paris_6140963_3244.html
3 https://www.lemonde.fr/podcasts/article/2022/09/14/sable-une-exploitation-titanesque-hors-de-controle_6141509_5463015.html
4 Alusión a Immanuel Wallerstein, 2012, capítulo 1.
5 Sin pretender reabrir el debate en torno al texto Pleurnicher le vivant, uno no puede por menos que pensar en las observaciones de Frédéric Lordon con respecto a los efectos del arte de titular sin consecuencias: a la sazón, está claro que esto es lo que hay en este caso.
6 John Bellamy Foster y Brett Clark, Le pillage de la nature. Capitalisme et rupture écologique, París, Éditions Critiques, 2022. Como primera aproximación se puede comenzar leyendo, de la misma editorial, a Fred Magdoff y John Bellamy Foster, Ce que tout écologiste doit savoir à propos du capitalisme, París, Éditions Critiques, 2017.
7 La paráfrasis alude al hecho de que la frase original de Max Horkheimer, tomada de un ensayo de 1939, hablaba del fascismo.
8 Un racionamiento del que hay que decir a la vez que ya existe, pero en razón del precio (es el argumento de Timothée Parrique), y que puede y debe concebirse como un instrumento amistoso en el sentido de Ivan Illich (es el argumento de Mathilde Szuba).
9 Véase la conclusión de Razmig Keucheyan, 9/ La nature est un champ de bataille. Essai d’écologie politique, París, Zones/La Découverte, 2014, pp. 197-201 [Hay traducción al castellano: La naturaleza es un campo de batalla, Clave intelectual, Madrid, 2008]
10 La “segunda contradicción del capitalismo”, tal como la formula, es, en efecto, ante todo una cuestión de costes para el capital, situándose la contradicción en la divergencia entre decisión individual y lógica social más que entre capitalismo y naturaleza como tales: véase James O’Connor, “La seconde contradiction du capitalisme: causes et conséquences”, en J-M. Harribey y M. Löwy, 2003, pp. 57-66 (en particular p. 65). De manera que la oposición expresada en el texto siguiente del mismo volumen (“Nous n’adhérons pas à la thèse de la ‘seconde contradiction’”) parece simplificar excesivamente la tesis en cuestión (véase François Chesnais y Claude Serfati, “Les conditions physiques de la reproduction sociale”, op. cit., p. 72).
11 Quienes se desanimen ante la prosa de Jason Moore podrán leer una prolongación estimulante en el doble plano de la inteligibilidad y de la sensibilidad en Léna Balaud, Antoine Chopot, Nous ne sommes pas seuls. Politique des soulèvements terrestres, París, Seuil, 2021 (particularmente pp. 20-22, pp. 55-56 y pp. 109 y ss.).
12 Maris, Virginie, Défendre la part sauvage du monde (terrestres.org)
13 Este es uno de los elementos (ausentes) que sorprenden al leer el libro, tomado de un informe para el Club de Roma y por tanto ungido del aura de la experticia científica, de Ugo Bardi (ayudado por una quincena de aportaciones), Le grand pillage. Comment nous épuisons les ressources de la planète, París: Les petits matins/Institut Veblen, 2015.
Grégory Salle es sociólogo y politólogo. Es profesor en la Universidad de Lille
Texto original: https://www.contretemps.eu/sable-capitalisme-pillage-environnement/
Traducción: viento sur
Fuente: https://vientosur.info/bajo-la-arena-el-capitalismo/