«El patrioterismo reducido a toros, la «fiesta nacional», y fútbol es el combustible de ese «¡A por ellos! ¡Soy español! ¡Oé!». Lo que cantan guardias civiles y sus familiares y vecinos cuando parten al frente catalán. Un frente donde al otro lado sólo hay civiles desarmados, sus únicas armas son papeletas impresas en casa y […]
«Madre de todas las gominas y pulseritas en muñecas, de todas las coderas de cuero en jerseys de pijo, de todos los crucifijos al cuello, mientras nos roban, mean y recortan en nombre de la Patria: ¡Ruega por nosotros!»
Quizá tenga España desde siempre una clara facilidad para caricaturizarse a sí misma, como nos muestran claramente algunos períodos de nuestra historia. Y dicha facilidad caricaturesca se aplica a todas las facetas: a la política, al arte, a la ciencia, etc. Ocurrió por ejemplo con el Flamenco y la imagen que se exportó del mismo y que se consumió internamente durante la terrible etapa del nacionalflamenquismo franquista: se desvirtuó el carácter originario del mismo, se llevaron al cine y al teatro estampas de un tipismo andaluz rancio y exagerado, y se cultivaron los géneros menores de este arte gitano-andaluz de gran hondura y belleza expresiva. Pues bien, el caso que nos ocupa vuelve a ser, en mi humilde criterio, un ejemplo más de caricatura de lo español, expresada en esa abundante exposición de banderas rojigualdas, que se exhiben desde los balcones y ventanas de casas y pisos por doquier, y que se pueden comprobar en cualquier ciudad de España. Esa explosión banderil ha ocurrido en cuanto el pueblo de Cataluña ha expresado su deseo de convocar un referéndum para decidir su emancipación (o no) del pueblo español. Parece que la cosa no va por barrios, sino que es una expresión transversal de nuestra sociedad, lo cual resulta aún, si cabe, más preocupante. Pensamos que el fenómeno corresponde a otra manifestación más de la enorme alienación social que nos invade, fruto de nuestra adhesión inquebrantable al pensamiento dominante, ese que nos venden enlatado en los diarios de mayor tirada nacional, y cuyos dueños son los grandes grupos empresariales, los mismos que mientras instan a poner banderas en los balcones, ahuyentan empresas para que se vayan de los pueblos que desean ejercer la democracia participativa, y quieren decidir libremente sobre los grandes asuntos que les conciernen.
Así que la estampa es bien sencilla, y suele concordar con los típicos aficionados al fúlbol que también colocan la bandera ante una victoria de España contra cualquier país extranjero, con los típicos exhibidores de banderitas en pulseras (sin llegar a las estridencias variopintas de la Presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, que cada año nos regala un modelito españolista distinto para el «Día de la Fiesta Nacional»), de los que argumentan que «todos los políticos son iguales», de los que se apuntan al carro de «esto lo arreglaba yo en tres días», los que afirman que «todos los nacionalismos son iguales», «ni machismo ni feminismo», «ni izquierda ni derecha», «ni pacifismo ni guerras», y otros cuantos vacíos e insulsos eslóganes comprados en el baratillo ideológico. Y sobre todo, de los que nunca han puesto las banderas colgadas en sus balcones cuando se han destapado los casos de corrupción, o se han tomado desde el indecente Gobierno del PP (y también del PSOE) las tremendas medidas de recortes sociales, laborales, y en derechos humanos en general, que han provocado el atropello de las vidas de cientos de miles de españoles. Unos españoles ante cuyo atropello no se ha colocado ninguna bandera en ningún balcón de éste, su país. Un gesto, el de colocar la bandera en el balcón, normalmente auspiciado por los mismos que vitorean al Rey cuando se desplaza a alguna ciudad de nuestra sempiterna España, o que son instigados por los mismos a los cuales luego se les descubren cuentas bancarias fuera del país al que corresponde esa bandera colgada en el balcón. Porque en efecto, esos mismos que cantan en las manifestaciones «por la unidad de España», entonando el ya clásico «Yo soy español, español, español», también suelen ser los mismos que vitorean «¡Que les jodan!» cuando aplican leyes que endurecen las prestaciones para los desempleados y desempleadas de nuestro país, o que entienden que hay que dar ayudas sociales «a los españoles primero».
Creo que el origen de tal alienación patriotera de pantufla y chirigota responde, básicamente, al enfoque equivocado que poseen en su imaginario colectivo (naturalmente, inculcado desde nuestros poderes públicos, comenzando por el propio sistema educativo) sobre el concepto de «patria». La bandera en el balcón en sí mismo no tiene por qué ser un gesto a reprochar, pero sí lo es cuando deja de ser coherente con el resto de pensamientos y actitudes de esas mismas personas que las cuelgan. La patria entendida como el «territorio», como el dominio terrestre donde llegan nuestras fronteras, es justo lo que está detrás de ese concepto. Un concepto que nos llega procedente del mismo concepto imperial que poseían los Reyes del pasado, enfrascados siempre en nuevas conquistas para su Imperio. Pero la patria no es esto. Más bien deberíamos adherirnos al concepto más auténtico y revolucionario de patria que expresara el libertador cubano José Martí: «Patria es Humanidad». Sí, porque la patria tiene que saber al pueblo, a los vecinos, a las personas, a la comunidad. La patria son los habitantes de la nación, las personas que la habitan, las que se levantan cada mañana para trabajar, para dar lo mejor de sí mismos a su patria, para engrandecer a la tierra que los vio nacer. Patria es Humanidad significa que nos debe importar la gente, la sociedad, la comunidad, los derechos humanos en general, la vida, la realización y la felicidad de las personas. Ese es el concepto de patria por el que abogamos. Patria es democracia, es participación, es respeto a todos los colectivos, especialmente a los más desfavorecidos. Patria es luchar para conseguir un modelo social de más igualdad, de más justicia social, de más redistribución de la riqueza, de más progreso y de más libertad. Seguro que si todos entendiéramos así la patria, colgaríamos la bandera española en nuestro balcón para reivindicar otras circunstancias, o para protestar ante otras medidas.
Ahora resulta que los que están por su patria se llaman «constitucionalistas», y los que los apoyan, ponen banderas en los balcones. ¿Es que sólo ellos aman a su patria? A toda esa tropa de nacionalistas españolistas (porque lo de «constitucionalistas» es un eufemismo para suavizar y esconder su ideario) habría que decirles que somos muchos los que entendemos la patria, la nación y el pueblo de forma muy distinta a ellos. No es que no amemos a nuestra patria, es que entendemos la patria de otra forma. No es que reneguemos de nuestra bandera, es que nos abrazamos a ella por otras causas. Es que anteponemos la democracia, la fraternidad y la cooperación entre los pueblos, antes que la unión forzada (vestigio de la cruzada de los Reyes Católicos) de los distintos pueblos de España. No es que menospreciemos a nuestro país, es que entendemos que este solar patrio que llamamos España siempre fue un crisol de pueblos y diferentes culturas, que deben seguir siendo respetadas. No es que queramos que España se rompa, es que apostamos por una federación voluntaria y plurinacional entre los diferentes pueblos del Estado. No es que estemos contra las leyes, es que entendemos que las leyes deben estar al servicio de la democracia, y no la democracia al servicio de las leyes. Precisamente porque queremos que nuestra patria sea una buena patria para sus habitantes, estamos en contra de esos que se autodenominan «constitucionalistas», pero que se ponen de acuerdo en precarizar la vida de la gente, en arruinar la vida de las personas, mientras agrandan las cuentas de resultados de las empresas, ésas a las que una bandera española les importa un pimiento en adobo. Estamos de acuerdo con Raúl Solís cuando afirma en este artículo para el medio Paralelo36: «Los que ondean la bandera nacionalista española son los mismos que tributan en Panamá o en Suiza, que rescataron a los bancos por valor de 50.000 millones de euros para salvar España, y que mandan a la policía a dar palizas a abuelas indefensas por el bien de España».
Colguemos pues banderas en los balcones por otros motivos, para protestar por otras circunstancias y por otras medidas. Exhibamos la enseña nacional, entre otras muchas situaciones, ante los reiterados intentos de acabar con las conquistas de la lucha obrera, ante las crueles y despiadadas medidas que nos hunden en la miseria y en la exclusión social, ante la desmesurada y demencial riqueza de unos pocos frente a la mísera pobreza de muchos, ante el indecente e inhumano trato que se les da a los refugiados, ante los recortes y la privatización en los servicios públicos, ante el desmantelamiento de nuestro Estado del Bienestar, ante la perversión de nuestro sistema educativo, ante la progresiva pérdida de poder adquisitivo de los pensionistas, ante el inmenso exilio juvenil por falta de expectativas, ante los escandalosos privilegios de la Iglesia Católica, ante la presencia de un Rey impuesto sin consulta ciudadana, que nos viene desde la negra noche del franquismo, ante el preocupante incremento de nuestro presupuesto de Defensa y nuestra participación en guerras irracionales (que luego causan los terribles atentados terroristas que padecemos), ante la precarización laboral, ante los nuevos trabajadores pobres, ante los incesantes desahucios que dejan en la calle a miles de familias sin hogar, ante la crudeza de los crímenes machistas, ante la galopante desigualdad social, ante el deterioro de nuestro medio ambiente (fiel reflejo de la ausencia de medidas para atajar los graves efectos del cambio climático), y ante cientos de causas más que día a día contribuyen a hacer de nuestra patria un sitio peor donde vivir. Por cada causa injusta a nuestra patria, a nuestra gente, a nuestra ciudadanía, una bandera en un balcón. Nos van a faltar balcones. ¡Y banderas!
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