Si existe un cineasta que fue consecuente con sus premisas ideológicas de cineasta libertario, este fue Basilio Martín Patino. Su nombre atraviesa una historia alternativa que va desde las célebres «Conversaciones de Salamanca» (sobre las que existe un logrado documental, De Salamanca a ninguna parte, de quien fue el principal testigo), hasta la que sería […]
Si existe un cineasta que fue consecuente con sus premisas ideológicas de cineasta libertario, este fue Basilio Martín Patino. Su nombre atraviesa una historia alternativa que va desde las célebres «Conversaciones de Salamanca» (sobre las que existe un logrado documental, De Salamanca a ninguna parte, de quien fue el principal testigo), hasta la que sería su última película, Libre te quiero, otro documental de inequívocas resonancias: las de los versos del poeta Agustín García Calvo, fervoroso asiduo del 15M.
Nacido en Lumbrales, Salamanca, en 1930, a Basilio le llegó pronto la fascinación por el cine, una puerta que le permitió escapar de un ámbito familiar ultraderechista sobre el que dejó sus propios puntos de vista, visibles por ejemplo en el clérigo de Nueve cartas a Berta, que echa en falta los viejos tiempos cuando la España de Franco iba de la mano de la Alemania de Hitler.
Tras estudiar Filosofía y Letras, creó un cineclub y la revista Cinema universitario, embrión de las citadas «Conversaciones» sobre el cine español, que reunió a los grupos más heterogéneos de la industria cinematográfica en 1955, siguiendo pautas próximas al PCE de la época, y cuyas despiadadas conclusiones finales fueron expuestas por Juan Antonio Bardem.
Después de estudiar en la Escuela de Cine, dirigió su primera película, Nueve cartas a Berta (1966), un filme que fue pasto de la censura pero que enseguida se convirtió en un referente de la época, en la nave insignia del «nuevo cine español» más inconformista y más auténtico y en el que el realizador buscó comprender aquellos tiempos de desasosiego y rebeldías calladas, pero latentes, por ejemplo, en la presencia del profesor que regresaba del exilio. Tras su segundo filme El amor y otras soledades, Martín Patino, harto de la censura, comenzó el camino que nunca abandonó, el de un cineasta en los márgenes de la industria, con un sentido de la libertad de rotunda coherencia que le llevó a militar en la CNT. Basilio nunca se olvidó de subrayar sus afinidades anarquistas en sus películas, sin que por ello significara ninguna obediencia a un cliché ideológico determinado.
Su película más reconocida y venerada, Canciones para después de una guerra, se realizó de forma clandestina en 1971 y no fue estrenada hasta 1976, poco después de la muerte del dictador y tras sortear toda clase de problemas con la censura establecida y la no establecida (las señoras del régimen que no tuvieron duda de su significado). El filme desarrolla una crítica implícita del régimen a través de un inteligentísimo montaje de imágenes y canciones de la era y propaganda franquista así como del resto del mundo. Lo más increíble en esa película es que el director consigue tocar todos los aspectos del franquismo: los años de hambre y los de desarrollo, las diferencias y desigualdad entre las ciudades y el campo, los tres pilares del régimen, la ideología franquista, el apoyo a los regímenes fascistas de Alemania e Italia y la alianza con los Estados Unidos, la manipulación del gobierno a través del uso de la propaganda, su inhumanidad, y sobre todo sus contradicciones. La música, los colores vivos y las incoherencias flagrantes entre las políticas del gobierno y la realidad, enfatizadas por la yuxtaposición de imágenes evocativas, dan a la película, y al franquismo en general, un aspecto grotesco que, según mi opinión, es el resultado de las intenciones del director. Nos queda esa impresión al final de la película y querríamos reír del ridículo de todo esto, pero algunas imágenes, canciones y frases desgarradoras marcan profundamente y dan a esa risa un sabor amargo. Antes de ver a esa película ya me repugnaban las contradicciones y barbaridades del régimen así como la represión, pero después de haber estudiado varias dictaduras, simplemente parece ser una repetición de la misma canción, pero en ese caso, podemos sinceramente decir que una imagen, o una canción, dicen más que mil palabras.
Mayores problemas tuvo todavía Caudillo (1977), rodada en plena clandestinidad. De hecho, mucha gente no la pudo ver hasta su comercialización en video, y aún así. Supone la primera verdadera mirada lúcida de este realizador; el inteligente análisis de la personalidad autoritaria que, para no caer en la paranoia de sus propios fantasmas, es capaz de desdoblarse esquizofrénicamente, transfiriéndole a medio pueblo la responsabilidad de brazo ejecutor del otro medio, como si fueran mandatos «necesarios», caídos del cielo, del que él, mero sagrario de la ley, sólo era testigo paciente. ¡Hay personajes en la Historia que sólo en fotografiarlos radica su esperpento! A los que piden mayor compromiso, más revancha, más inquina, más partido, habría que decirles que contra la Cruzada de la muerte sólo hay el ejercicio de la vida; que no, que no podemos caer, como dice el mismo Patino, en la «fe púnica»; que al enemigo «que sabe», sólo se le puede ganar con el amigo «que siente», y lo demás sería caer en el lenguaje de las armas. Aunque no alcanza el nivel de la anterior, Caudillo tiene momentos francamente inolvidables y contiene todos los elementos para uno de aquellos apasionados debates contextualizados en la ilegalidad.
El tríptico antifranquista se cierra con Queridísimos verdugos (1977), otro trabajo documental rodado en condiciones clandestinas y lleno de riesgos. Un documento excepcional en la historia del cine ya que, de la mano de los tres verdugos -«ejecutores de sentencias»- existentes en la España de los primeros años setenta, explora una zona particularmente oscura de la dictadura. Más allá del alegato contra la pena capital, la película indaga en la historia personal de los tres protagonistas y sus maneras de entender el oficio que desempeñan, de los ajusticiados por ellos en el garrote vil y de sus virtudes, de los crímenes que se castigan, de lo que piensan los expertos. Un retrato atroz de la sociedad en que se desenvuelven. Una reflexión implacable sobre el poder. El mismo tema la hacía cruel y espantosa. Tanto fue así que las primeras palabras de Basilio Martín Patino al finalizar la proyección ilegal fueron: «Estoy acojonado». Se emocionó, embutido en un traje rigurosamente negro y no supo decir más. Se cuenta que a su derecha, el guionista Daniel Sueiro, que había escrito un testimonio previo y que aparecía todo nervioso, articuló: «Estoy temblando», y distrajo los ojos, inquieto, con sudor frío en la frente. Esta película fue un documento irreemplazable en sí mismo, una película que se constituía por sus imágenes en un acta de acusación del funcionamiento atroz, «goyesco» de un régimen que marcaría con el estigma del terror a varias generaciones.
Apasionado de los artilugios y las técnicas de filmación, tanto antiguas como modernas, Basilio llegó a poseer una importante colección de linternas mágicas y zootropos, que han sido mostradas en numerosas exposiciones y que ahora forman parte de la Fundación Basilio Martín Patino. Abrazó también con emoción las nuevas técnicas de vídeo y las nuevas herramientas digitales. Doctor Honoris Causa por la Universidad de Salamanca, Martín Patino hablaba en su discurso de investidura de la felicidad que le suponía el hecho de poder realizar a gusto su trabajo. «Querer es tratar de comprender sinceramente, y comprender implica también la libertad de poder disentir. Cada uno debe poder seguir su propio camino», clamaba el cineasta en su discurso. Martín Patino siempre siguió el camino que él mismo se marcó. Un camino que no tuvo su correlato en otras películas con las que trató de ofrecer su propia visión crítica de la Transición y de la vida española en tiempos de libertades, sin conseguir en ningún momento superar el listón de Nueve cartas a Berta.
El personal interesado encontrará sin muchas dificultades sus películas en youtube, en estudios y trabajos documentales como la ya citada «De Salamanca a ninguna parte», en «cinema colectivo» que trata de la experiencia cinematográfica de la CNT en los primeros años de la guerra civil, o en el documental La décima carta, que Virginia García del Pino rodó en el 2014, indagó en el mundo más íntimo de Martín Patino, a través de muchas horas de conversaciones y entrevistas e imágenes de archivo.
No estaría de más que entidades y centros de estudios montaran sus jornadas sobre la vida y la obra de un cineasta insustituible e irrepetible que mantuvo su coherencia hasta el final.
Pepe Gutiérrez-Álvarez es escritor y miembro del Consejo Asesor de viento sur.
Fuente original: http://www.vientosur.info/spip.php?article12919