La más grande, amplia y profunda violación de los derechos humanos es la discriminación y la opresión que sufrimos nada menos que la mitad de la humanidad: las mujeres. Una segregación sexual que se viste de diferentes disfraces y formas y tiene grados de intensidad según el lugar geográfico donde nacemos. El mayor enemigo para […]
La más grande, amplia y profunda violación de los derechos humanos es la discriminación y la opresión que sufrimos nada menos que la mitad de la humanidad: las mujeres. Una segregación sexual que se viste de diferentes disfraces y formas y tiene grados de intensidad según el lugar geográfico donde nacemos.
El mayor enemigo para la integridad física de la mujer es el hambre. La femenización institucionalizada de la pobreza hace que el 70% de las cerca de 20.000 personas que mueren cada día, así como siete de cada diez que duermen con el estomago vacío cada noche seamos nosotras, y eso cuando en un lugar como, por ejemplo, el África Subsahariana, somos productoras del 80% de los alimentos, mientras que poseemos tan solo el 1% de la tierra.
La mujeres también somos dos tercios de 770 millones de adultos excluidos del privilegio de conocer la magia de las letras y las palabras. Somos el 80% de los refugiados errantes y sin hogares del mundo, la mitad de los 38 millones de afectados por el sida. Morimos medio millón al año durante el parto, dejando huérfanos a millones de niños. 130 millones hemos sido sometidas a la mutilación genital para que ni se nos ocurra descubrir el misterioso punto G.
Por si fuera poco, el feminicidio acaba cada año con la vida de miles de nosotras. En el 2006, una de cada tres era golpeada, violada y maltratada en la llamada violencia doméstica, alrededor de 4500 fuimos asesinadas bajo el pretexto de crímenes de «honor», sin contar las casi 500 exterminadas en Juárez, México.
Millones, algunas de tan solo 7-8 años somos secuestradas, engañadas, maltratadas y explotadas en el negocio del sexo para el disfrute de «hombres honorables».
En África, somos unas siete mil niñas trokosis («esposas de los dioses»), que con las muñecas en los brazos nos arrancan de nuestras hogares para que paguemos en los monasterios, con nuestro cuerpo y trabajo, las deudas de la familia a los sacerdotes.
En otros lugares, la alteración que provoca la simple exhibición de nuestra melena en las hormonas masculinas y, por consiguiente, en el orden social, es de tal calibre que nos condenan a latigazos e incluso a la pena de muerte. Cada año, una decena somos apedreadas por ser violadas, prostituidas o simplemente por amar al otro o a la otra sin el permiso de las autoridades publicas o privadas.
Decenas de miles de quienes sobrevivamos de estos «percances» perdimos la vida bajo las bombas y misiles que no paran de caernos encima en una veintena de países del mundo. ¡Macabras cifras frías!
En los pequeños y relativos paraísos, que afortunadamente los hay, no dejamos de ser ciudadanas de orden inferior. En España cobramos un 30% menos que los hombres por el mismo trabajo. Aguantamos todo esto y más… ¡y aun nos llaman el sexo débil!
Sin tener voz en la toma de decisiones y sin el ejercicio del poder es imposible cambiar esta triste realidad. En la esfera del poder político y a estas alturas de la historia, gobernamos sólo trece mujeres y a tan sólo el 10% de la población humana. Por ello, los ciudadanos de la India y Bangladesh eligieron el año pasado a un millón de mujeres como líderes locales, y las mujeres kuwaitíes por fin conseguimos el derecho al voto. ¡Enhorabuena! Algo se está moviendo
Soñemos la igualdad, construyendo el futuro.