Ya multan a las mujeres árabes en la laica Francia por bañarse en burkini, falso neologismo inventado por algún avezado machista creador de palabras explosivas contra todo lo que huela a diferente o islámico. El burka, además del cuerpo, cubre la cara. En cualquier caso, más allá de las asperezas etimológicas, lo que se pretende […]
Ya multan a las mujeres árabes en la laica Francia por bañarse en burkini, falso neologismo inventado por algún avezado machista creador de palabras explosivas contra todo lo que huela a diferente o islámico. El burka, además del cuerpo, cubre la cara.
En cualquier caso, más allá de las asperezas etimológicas, lo que se pretende es satanizar la libertad de la mujer en general, tanto la occidental como la árabe, estableciendo dos formas contrapuestas de ser femenina, una supuestamente libre y posmoderna fijada en el prototipo de la mujer occidental delgada, depilada y siempre pendiente de su belleza física y otra oscura y medieval simbolizada en la imagen de una mujer árabe anulada bajo su indumentaria tradicional.
Ambos iconos son producto del imaginario del hombre, de la cultura capitalista que quiere perpetuar los roles clásicos de dominación en sus espacios inveterados: arriba el hombre, el hombre activo y la mujer pasiva y objeto de la pasión masculina.
Nadie duda que en el mundo árabe e islámico la mujer tiene mucho trecho que recorrer para alcanzar la plena igualdad de género. Ahora bien, confrontarla con ligereza con la mujer de corte y maneras occidentales de modo grueso y maniqueísta obedece a criterios ideológicos muy concretos: elevar a las mujeres de apariencia y gestos mundanos al estilo de Occidente como si ya hubiese logrado la cima de sus reivindicaciones feministas por la igualdad real.
Miremos la cruda realidad del mundo o entorno asimilado llamado libre. La publicidad, Hollywood y la cultura de masas moldean cada día, cada minuto, la figura de la mujer a base de rodearlas, mejor sería decir cercarlas, de ansiedades e impulsos para que nunca estén definitivamente contentas con su aspecto físico ni sus inquietudes mentales.
Deben mirarse al espejo constantemente para ver que siempre están más viejas de lo que ellas mismas piensan. Su lucha por la eterna juventud no tiene límites. No pueden descuidarse un instante. Cada centímetro de su piel está expuesto a bombardeos publicitarios para no perder tersura o elasticidad.
Una mujer que se deja llevar por la vida, que vive su vida, que crea su propia vida a partir de su personalidad inalienable, que envejece, en suma, no es una mujer saludable y, por tanto, no encaja en el molde preconcebido para ella.
En esa cárcel invisible se desarrolla la mujer occidental, en todo momento prisionera de unos clichés culturales hechos por su antagonista masculino. Ya sea profesional acreditada u obrera del trabajo doméstico su imagen ha de adecuarse a un espejismo denominado mujer occidental, aquella que obedece las prescripciones que subliminalmente le lanza el mercado capitalista para ser lo que debe ser, un objeto bello y delicado, una presa apetecible sexualmente para el macho hegemónico y depredador.
La prohibición del traje de baño aburkinado no es más que una medida represiva ideológica teñida de laicismo espurio. ¿Por narices hay que bañarse en bikini o tanga o en pelotas? ¿Desde que iluminada libertad se prescribe tamaña tropelía? ¿Nadie puede bañarse en traje de faralaes o vestida de monja? ¿Es más libre la mujer en bikini que otra en burkini? ¿La mujer que más enseña es más libre y más igual a sus semejantes masculinos?
¿Es más libre una mujer que se depila hasta las cejas a otra que deja crecer su vello en las axilas y las piernas? Así miden la libertad los machistas cobijados en la moral de inspiración neoliberal o cristiana: cuanto más piel muestra la mujer, más libre será. Y si usa tacones de aguja, usa minifalda, se pinta a rabiar sus labios y mira con ojitos sugerentes, mejor que mejor: su libertad vendrá por si sola. Crasa falacia.
Esas mujeres prototípicas, en su inmensa mayoría, cuentan con menores salarios que los hombres y la discriminación por género impide que accedan a puestos de mayor responsabilidad. Laboral y socialmente hablando, la mujer, pese a sus innumerables logros académicos y personales, sigue siendo el ser sucedáneo nacido de la costilla bíblica de Adán.
Por supuesto, en otros países fuera de la órbita occidental, la mujer es más pobre que su homónima del mundo libre, su desigualdad es mayor, está más supeditada a la voluntad del padre, del marido, del hijo y del hermano. También del patrón y de la estructura patriarcal capitalista. Pero ello no debe tapar la condición subalterna y sexualizada a propósito de la mujer en Occidente, alabada por su belleza física y objeto de sospecha permanente si además es capaz de pensar por sí misma y competir con el hombre sin tapujos ni debilidades naturalizadas por la costumbre. Si a todo ello agregamos que sea una mujer que se sale de la norma (no anclada en el cuerpo femenino amañado por la publicidad y los estreotipos culturales) su osadía es ya casi pasto de la patología psiquiátrica: será insultada y tachada, más allá de sus méritos intelectuales, de fea, zorra, marimacho u otras lindezas similares.
El burkini es un arma arrojadiza para que las miradas se dirijan al cuerpo presuntamente sometido de la mujer árabe sin entrar en más detalles pormenorizados ni análisis concienzudos. Para el imaginario colectivo educado en el capitalismo occidental una mujer en bikini, insinuante, lozana y esbelta es el cenit de la liberación de la mujer, mientras que la mujer que cubre su piel es sospechosa de todos los males habidos y por haber, casi una bruja in péctore o una mera vasalla del deseo masculino.
Sin embargo, las dos mujeres son víctimas del patriarcado machista, de una manera de ver y entender la vida de modo superficial. No todo lo que reluce es sinónimo de libertad ni todo lo que arroja sombra es fruto desechable de un cerebro maquiavélico o inferior. A veces, la celda que nos contiene es completamente invisible para uno mismo. Y para una misma.
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