La severa represión policial desatada tras el desalojo de un grupo de estudiantes encerrados en el Rectorado de la Universidad de Barcelona (UB) ha generado condenas de diverso tipo. Entre los críticos de la actuación policial no han faltado, incluso, los que aseguran compartir los objetivos de la reforma universitaria en curso. En este último […]
La severa represión policial desatada tras el desalojo de un grupo de estudiantes encerrados en el Rectorado de la Universidad de Barcelona (UB) ha generado condenas de diverso tipo. Entre los críticos de la actuación policial no han faltado, incluso, los que aseguran compartir los objetivos de la reforma universitaria en curso. En este último caso, sin embargo, el rechazo de los excesos policiales ha venido acompañado de aclaraciones del siguiente tenor: «Había que desalojar, pero no así. Los encerrados eran una minoría que hacía un uso ilegítimo del espacio público; entre ellos había muchos que ni siquiera eran estudiantes y existía un riesgo cierto de que aumentara la violencia».
A medida que han ido pasando los días, esta supuesta separación entre forma y fondo, este «sí, pero no así», ha ido ganando espacio en los medios de comunicación y en un cierto «sentido común». Sin embargo, estas afirmaciones no pueden aceptarse sin más. Porque lo que subyace en ellas no es sólo una determinada concepción del papel de las fuerzas policiales. Es también una idea del derecho a la protesta y a la crítica y, en definitiva, de la propia democracia.
Comenzando por el final, está el tema de la violencia. En el comunicado emitido por el Rectorado se asegura que los estudiantes traspasaron ciertas «líneas rojas» que justificaban el desalojo. El propio Rector de la UB, Dídac Ramírez, se encargó de señalar cuáles habían sido: en la Facultad de Geografía e Historia, «un alumno fue agredido por otro», «la vicerrectora no pudo impartir docencia», y durante el fin de semana, «algunos manifestantes se mostraron agresivos con el personal del edificio histórico». No parece fácil determinar que estos hechos genéricos, aun admitiendo que puedan ser reprobables, puedan equipararse sin más a actos de violencia. Mucho más discutible es que pueden atribuirse a todos o a la mayoría de los estudiantes movilizados, incluidos los que estaban encerrados en el Rectorado. ¿Hubo algún tipo de intervención en relación con los referidos hechos de Geografía e Historia?¿Es razonable justificar el desalojo de un espacio público por los hechos aislados producidos en otro? ¿Qué es exactamente lo que hacía temer «una escalada» en el uso de la violencia?
No es la primera vez, en realidad, que la apelación genérica al «peligro de la violencia» se convierte en antesala de una intervención coactiva o represiva. Así ocurrió, de hecho, en la Universidad Pompeu Fabra y en la Universidad Autónoma de Barcelona, donde, con un argumento similar, se aplicaron sanciones individuales de dudosa legalidad y se practicaron desalojos. Sin embargo, y más allá de algunas conductas aisladas, las razones de fondo parecen estar en otro sitio.
En el caso de la UB, no es menor el hecho de que días antes, la mayoría del claustro hubiera votado seguir adelante con la instauración del Espacio Europeo de Educación Superior. En el fondo, era esta decisión «mayoritaria» e inapelable la que justificaba el desalojo de una «minoría» que llevaba meses encerrada y que incluía a personas que «ni siquiera eran estudiantes». Desplazado a este plano, el argumento adquiere otra fuerza, pero resulta igualmente contestable. En primer lugar, porque el futuro de la universidad pública no es una cuestión que concierna sólo a los actuales miembros de la comunidad universitaria. Es un asunto público, sobre el que todos pueden pronunciarse. Si el Círculo de Empresarios o la Organización Mundial del Comercio emiten comunicados y declaraciones sobre el papel que debería tener la educación universitaria ¿por qué no pueden hacerlo los activistas de movimientos sociales o los ciudadanos corrientes?
Tampoco es de recibo la manera en que se presenta el argumento de la «minoría». Ante todo, porque en la medida en que la participación generada en torno a «Bolonia» no ha sido la que una reforma de esta envergadura exigiría, es difícil saber quién lo apoya y quién no. Las críticas no son una simple ocurrencia de un puñado de personas iluminadas o de ignorantes. Investigadores ilustres, profesores e incluso rectores de toda Europa han coincidido con los estudiantes movilizados en que, en un contexto de falta de financiación adecuada y de precarización laboral, muchos de los objetivos perseguidos por la reforma, encomiables en abstracto, corren el riesgo de convertirse en instrumentos de mercantilización y burocratización de la universidad. Quien sea profesor universitario, de hecho, sabe que entre sus colegas son más bien pocos los que tienen una opinión entusiasta sobre el proceso de reforma en curso. Los pocos referenda celebrados para conocer la opinión estudiantil, como los de Lleida, Girona o Barcelona, registraron un rechazo casi unánime a la política de «hechos consumados» hoy en marcha. Es cierto que la participación estudiantil fue baja en términos absolutos (en torno al 15 y al 20%), pero fue mucho mayor, por ejemplo, que la que tiene lugar cuando se eligen rectores.
Igualmente, es injusto presentar los «encierros» como hechos protagonizados por unas pocas decenas de irreductibles. En realidad, cientos de personas, incluidos profesores y otros miembros de la comunidad universitaria han pasado por ellos a lo largo de estos meses. Es más, con frecuencia han sido escenario de debates y centros de información más fértiles que los predispuestos por las propias instituciones.
Otra cosa diferente, naturalmente, es su justificación como mecanismos de protesta. Para buena parte de los responsables institucionales, los encierros serían una vía inaceptable de expresión de participación, ya que la Universidad tiene sus propios canales formales y porque comportarían un uso ilegítimo del espacio público. Ante una situación como la actual, sin embargo, lo primero que debería plantearse es si los canales formales han dado a los estudiantes, que serán los principales destinatarios de la reforma, información y voz suficientes para poder expresar su opinión. A la luz de lo ocurrido, todo parece indicar lo contrario. No cabe duda, por ejemplo, de que las posiciones favorables a la actual reforma han contado con muchos más canales institucionales que las posiciones críticas. En los medios institucionales, por ejemplo, la información a disposición de unos y otros ha sido totalmente asimétrica. Y lo mismo ha ocurrido en otros espacios. Basta ver, como ejemplo, la propaganda oficial a favor de «Bolonia» difundida por el gobierno, un día sí y otro también, en periódicos y otros medios de difusión estatal.
Nada parecido puede decirse de las posiciones más críticas. Los estudiantes movilizados han presentado, como se ha indicado ya, numerosas objeciones sustantivas a lo que el «Bolonia» supone para ellos. Sin embargo, una de las principales tiene que ver con el procedimiento: reclaman una «moratoria», precisamente, para poder discutir más y mejor, antes de que sea demasiado tarde. Es en este contexto, precisamente, donde deberían situarse acciones como las de los encierros. En efecto, cuando los canales formales resultan insuficientes o se limitan a actuar con la lógica de los hechos consumados, ¿qué alternativas quedan? ¿por qué no ver en los «encierros» una de las pocas formas de protesta al alcance de un sector de la comunidad universitaria que no ha sido escuchado o consultado de manera adecuada?
En declaraciones a Onda Cero, el secretario general de la UB celebraba que, tras el desalojo policial, el edificio histórico del Rectorado volviera a recuperar su «sentido público» previo, cuando «ciudadanos y turistas que querían contemplar el edificio o pasear por los jardines podían hacerlo sin problemas». No se acierta, sin embargo, a entrever cuál es la idea de sentido público que subyace a esta afirmación ¿Pueden la contemplación estética o la atracción turística colocarse en el mismo plano que el propósito de debatir en torno al futuro mismo de la educación pública? No parece ser esta la opinión del Rector, que con buenas razones permitió que los estudiantes permanecieran en el edificio durante varios meses.
La crítica de la inadmisible represión policial de esta semana y la crítica al llamado «proceso de Bolonia» son, ciertamente, dos cosas diferentes. Se entiende que haya quienes pretendan repudiar lo primero apoyando lo segundo. Sin embargo, lo ocurrido no tiene que ver sólo con una cuestión policial. En un sistema que se precie de democrático, el derecho a la crítica es el primero de los derechos, sobre todo cuando la protesta proviene de quienes no han tenido oportunidad de voz en los procesos formales de participación. Que se trate o no de una minoría, no es argumento suficiente para descalificarlos. Después de todo, nada impide que las minorías de un determinado momento puedan defender intereses generalizables, susceptibles de convertirse en mayoritarios, o que las mayorías coyunturales sean portavoces de privilegios, viejos o nuevos, que sólo benefician a una minoría. Que esto sea así, depende de muchos factores. La información disponible y la calidad y amplitud del debate público son algunos de los más importantes. De aquí que el lugar que se les otorgue sea un reflejo, también, de la idea de democracia que se profesa.
Gerardo Pisarello es un constitucionalista argentino radicado en Barcelona. Es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona y forma parte del grupo de colaboradores habituales de SINPERMISO