Es una vieja técnica. El tipo se ha salido con la suya, en realidad con la ajena: ha robado una buena billetera y ha salido a escape. Es un hombre corriendo por la calle. Pero segundos después escucha los gritos de quienes han salido tras él: -¡agarrenlo! Es un instante. Él también empieza a gritar: […]
Es una vieja técnica.
El tipo se ha salido con la suya, en realidad con la ajena: ha robado una buena billetera y ha salido a escape. Es un hombre corriendo por la calle. Pero segundos después escucha los gritos de quienes han salido tras él: -¡agarrenlo!
Es un instante. Él también empieza a gritar: ¡agarrenlo!, y sigue raudo corriendo. Algunos más veloces ya están a la par, todos gritan algo ante lo cual los demás transeúntes no saben qué hacer. Es que al haberse sumado el ladrón al coro, la demanda ha devenido insensata.
La empresa de supermercados Disco en Argentina se ha sumado a la campaña contra las bolsas de polietileno y el desastre ambiental que han provocado. Las bolsas de plástico, empero, no se hacen, ni se distribuyen, ni se esparcen solas. Hay algunas empresas que han contribuido particularmente. En realidad, los supermercados fueron invadiendo nuestras sociedades brindándole a la gente el protagonismo en la compra. Y en verdad, frente a la corruptela del comercio minorista, donde no se podía elegir y donde el comerciante era el que elegía cuando y a quién «le metía el perro», la opción ofrecida resultó tentadora. Nadie pensó entonces en el consumismo galopante, el despilfarro, en la construcción de una sociedad del desperdicio. Para afianzar esa «nueva cultura», del autoconsumo, los supermercados se valieron de la góndola al alcance del cliente y la bolsa de plástico a la salida. Expresión de libertad y comodidad, sabiamente confundidas.
Esto empezó hace medio siglo. Y desde hace varias décadas se empezaron a observar las secuelas de la invasión de termoplásticos al ambiente. Ya en la década de los ’70 Jacques-Yves Cousteau denunciaba que las pobres tortugas marinas confundían las bolsas flotantes con medusas y se las manducaban; una atroz forma de muerte de animales que habían sido alcanzados por la «civilización».
¿Cómo llegaban a la superficie marítima bolsas de supermercado o «de plástico», términos casi equivalentes? Las bolsas de plástico son relativamente resistentes. Flotaban. La gente las tiraba o las dejaba en las más diversas situaciones. Desde el momento en que empezaron a abundar las bolsas, es decir desde el momento en que los supermercados, como Disco, empezaron a «regalarlas» (cobrándolas con exceso sin duda en los precios), desde el momento en que el mercado, cada vez más mundial, tenía tal mercancía como bien abundante y no (como el resto) escaso, las bolsas «de supermercado» empezaron a estar en todas partes, y a sobrar en todas partes. Quien más quien menos, debe haber sido alguna vez «millonario» en bolsas de plástico. Así llegaban -como desperdicio que uno se saca de encima porque sabe que hay «de más»- a los campos, a los ríos, a los mares.
¿Que los termoplásticos son tóxicos? Se sabe también desde hace tiempo. Hay investigaciones escalofriantes sobre la «migración» de partículas plásticas a los alimentos. Pero al mundo empresario le importaba otra cosa. Y la gente prefería, inducida, otra esdrújula en lugar de tóxica. ¡Son tan cómodas! Y los supermercados estuvieron a la vanguardia planetaria en promover esa forma de comportamiento. Miope y suicida, pero exitosa, sobre todo si todo el ensamble social «lo necesita». Uno no va a hacer las compras al «súper» tranquilo desde su casa, como la abuela que llevaba su bolsa de tela o su «chismosa» de hilo al almacén. Uno sale apurado, más bien apurada, del laburo y pasa por el súper para comprar lo necesario para zafar esa noche y en todo caso, proveerse de la leche del desayuno. Y bendice que el bueno del comerciante le brinde una bolsa, sin cargo, para llevarse sus provisiones. Aunque cada vez sepa menos lo que se lleva adentro de esa bolsa… la leche del súper ya no se corta, como hace un tiempo que «daba» para hacer requesón; ahora se pudre, vaya a saber qué le ponen adentro. Algo para que dure quince días y no un par de jornadas en frío, como la pasteurizada que venía en envase de vidrio. Pero claro, aquella era leche líquida «todo el tiempo», y ésta salió líquida de la vaca, se hizo polvo en la «lechería», se transportó y volvió a hacerse líquida con agua, supongamos que desclorada porque sabor a cloro no tiene… uno lleva un «tetra» de salsa que curiosamente el supermercado abarrota en el patio del fondo del local al sol en pleno verano y uno lo «abre» y está ferpecto. Aquí la pregunta es: ¿qué conservadores puede tener para soportar el mediotiempo entre su elaboración y su consumo?; uno lleva una montaña de golosinas «para los nenes» (de 4 a 40 años), cada más chocolatadas… todas lucen una tentadora cubierta marrón y la etiqueta dice «chocolate», sólo que se trata de soja coloreada. Con un agravante: se trata de un componente de la soja, su materia grasa, conservada mediante hidrogenación, método tóxico si los hay, descubierto en Alemania en 1915 e implantado en todas las industrias alimentarias del mundo occidental (y al día de hoy, globalización mediante) del mundo entero, por su comodidad: la grasa hidrogenada no se pone rancia. Triunfo de la tecnología nuestra. Se «pone» apenas cancerígena. Pero eso se «ve» menos, es un proceso a largo plazo y por lo tanto menos asociable con la hidrogenación. Lo rancio se percibe, en cambio, de inmediato… uno agrega ahora en la bolsa pastas rellenas o comidas procesadas que presentan en la etiqueta las variaciones más tentadoras: crema a la Stroganoff, sorrentinos de «jamón y pollo», «salsa lista» cazadora o scarparo, aunque la realidad del relleno -la verdad de la milanesa- resulte soja con aditivos saborizantes… uno agrega «saborizadores tipo criollo», donde «tipo» lo dice todo. Porque estas empresas no mienten. Sólo que no dicen la verdad.
No imaginábamos al adoptar el sistema de supermercados, autoservicio y consumo irrestricto que se nos venía todo esto encima. En realidad ni siquiera nos dábamos cuenta que ni adoptábamos ese sistema, que en realidad éramos adoptados por él. Y que el sistema del capitalismo hipermoderno «gastaba» tanto en honor del consumidor porque pagaba por el petróleo una bagatela. El petróleo estuvo congelado desde fines de la segunda guerra mundial hasta 1973. «Los treinta gloriosos años» de tanto economista liberal o progresista. Seguramente muy pocos gloriosos para los obreros extractores del «oro negro» en Nigeria, el Cáucaso, Irak o Ecuador…
Ese fue el período de la expansión incontenible del consumismo que nos ofrecía un futuro donde ya no habría muertes de viajantes.
Ahora ya estamos dentro de aquel futuro promisorio que nos vendieran las empresas de la modernización hace medio siglo, a través de Hollywood, Selecciones del Reader’s Digest, Life y el mundo empresario en general y los supermercados en particular.
Y lo que vemos es la contaminación. La contaminación planetaria. Con las bolsas blancas de plásticos como emblema en campos y mares. Con los basurales incontenibles alrededor de toda ciudad. Con la fumigación generalizada para eliminar los competidores del hombre en la apropiación de las cosechas. Fumigación que elimina, de paso, la salud. Alcanzando a lo que los técnicos llaman «insectos no blanco», seres vivos «no blanco». A los que no se quiere matar, pero igualmente se los mata en la guerra declarada (y auspiciada) por los laboratorios biocidas. Lo que resultan «daños colaterales»: libélulas, gusanos, ciempiés, abejas, mariposas, pájaros, niños, peces, batracios, perros, humanos adultos, preferentemente trabajadores rurales… La contaminación «coagula» en enfermedades con las más diversas manifestaciones; alergias, alteraciones de la piel, mutaciones, destrucción en genitales, cánceres, malformaciones congénitas.
Y bien. La situación se ha vuelto inocultable. Y es tan fuerte el impacto que hasta sus principales beneficiarios ya no pueden escamotear la cuestión devenida problema. Desde hace años, diversas cadenas de supermercado en el Primer Mundo, pero también entre nosotros, no entregan gratis las bolsas de plástico. Con lo cual, sus compradores rápidamente se han habituado a llevar bolsas propias o pagar por ellas. Otros han ofrecido bolsas de papel, que mantiene el estilo de «la abundancia», con lo cual no encaramos el problema de que la humanidad vive «por encima de sus propios recursos», pero al menos no tiene, el papel, la toxicidad del plástico.
Pero entonces sale Disco a gritar ¡al ladrón! Y lo hace dictando cátedra. Explicando en una «campaña concientizadora» que «las bolsas [de plástico] están destruyendo el medio ambiente». Algo «realmente preocupante». En un folletito sostiene que «hay más de cinco mil millones de bolsas dando vueltas» por la Argentina, en mares, costas, desagües y drenajes.
Nos informa además de algo verdadero: que se recicla menos del 1% del volumen producido. Sabíamos que a mediados de los ’90 en EE.UU. se reciclaba el 1,5 % de los termoplásticos producidos. Y entonces nos explicaba el bueno de Federico Zorraquin, director de alguna empresa plástica o petroquímica argentina y presidente de Plastivida (sic), una organización fundada por la industria plástica «sin fines de lucro» (sic, sic), que como medida efectiva de reciclado era absolutamente insuficiente pero que en términos de relaciones públicas era en cambio muy eficiente.
Hemos llegado así a un nuevo problema: la petroquímica tuvo «su agosto» entre 1945 y 1973 con una cotización del petróleo adaptada a las necesidades de una industria en expansión y no a las necesidades planetarias o de los países y regiones «sangrados» por su extracción.
Pero la cotización del petróleo fue cambiando. Primero por la OPEP que en 1973 y en 1979 la multiplica generando el sobrante financiero de los petrodólares (que están en el origen del fenómeno de la deuda externa de los países periféricos o empobrecidos). Luego por la perspectiva de escasez, que lo ha hecho una materia prima aun más costosa. Y sin embargo, la petroquímica, ya establecida, no ha cambiado su modalidad. El mundo siguió «nutrido» o mejor dicho invadido de bolsas, envases, envoltorios, packaging, como antes, con el petróleo barato. El nuevo estilo se había convertido en «cultura».
Hoy, se nos ha hecho muy difícil combatir o enfrentar la plétora plástica que nos cubre cada día y que nos contamina silenciosamente. Sus manifestaciones más ostensibles, como el desparramo planetario de «bolsas de super», se ha hecho demasiado ostensible, gravoso hasta para «el sistema».
Es interesante ver cómo quienes hacen esta campaña ni siquiera muestran su propio papel en ese desarrollo. Ni el menor atisbo autocrítico. Lo cual no es de sorprender: si siempre nos han dado lo mejor es porque son los mejores. Y los mejores ¿pueden equivocarse?
Luis E. Sabini Fernández es Docente del área de Ecología de la Cátedra Libre de Derechos Humanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, periodista y editor de la revista futuros.