Borbonear. Esa es la palabra clave en todo el embrollo en que se va enredando más y más la monarquía del 18 de julio. Es un verbo transitivo y se conjuga como amar. Tiene la peculiaridad de contar en cada momento histórico (a veces incluso mediando exilio) con un único sujeto, Borbón para más señas. […]
Borbonear. Esa es la palabra clave en todo el embrollo en que se va enredando más y más la monarquía del 18 de julio. Es un verbo transitivo y se conjuga como amar. Tiene la peculiaridad de contar en cada momento histórico (a veces incluso mediando exilio) con un único sujeto, Borbón para más señas. Sólo él (el sujeto, que puede ser ella) borbonea a quien quiere, puede o se deja. Por supuesto, el contenido del vocablo varía al no estar normativizado. Hay quien lo asocia a la habilidad y campechanía que, dicen (es lo que tiene adobar un ya de por sí rico vocabulario con muchos tacos), caracterizan a los integrantes de la casa de Borbón. En términos generales, digamos que se refiere a la intervención directa en política, aunque sea -¿queda otra vía en una monarquía parlamentaria?- mediante la manipulación y el engaño. Juan de Borbón recogía la acepción de «manipular a las gentes, de engatusarlas, de engañarlas, de utilizarlas en provecho propio, astuta, aviesamente» (sorprende la utilización de unos términos con connotaciones tan negativas; quizá sea porque, al mismo tiempo, presuponen alguna sutileza e inteligencia, saltándose la evidencia contrastada de una idiosincrasia familiar que va por otros derroteros).
El paradigma de Borbón borboneador es Alfonso XIII. Claro que se le fue la mano y se quedó sin trono, enfrentado al exilio y al cese temporal (hasta su muerte) de la convivencia con su mujer (ahora se dice así), que no le perdonaba sus muchas infidelidades: paradojas de la majestad católica. Juan de Borbón intentó borbonear a Franco, cuyo entusiasmo por el protocolo monárquico le impedía dejar de ser su protagonista, lo que obligó a los aspirantes a la sucesión a hacerse agradables a los ojos del Señor (y de la Señora), desde la distancia de Ayete o deambulando por los salones de El Pardo.
El Borbón reinante mantuvo un perfil bajo mientras duró el complejo de falta de legitimidad de la monarquía, que surge (también en lo que afecta a su titular) como resultado de la voluntad soberana de un dictador y es «validada» mediante su inclusión en la Constitución, que se convierte así en trágala de un chantaje obsceno. Con la victoria del PP esa discreción se rompió y hubo algún intento de borbonear a Aznar, malogrado por la arrogancia de éste, siempre dispuesto a dejar claro quién mandaba y humillar al jefe del Estado.
A estas alturas ya habrá descubierto que con los socialistas su posición es más confortable. Llegarán adonde haga falta (incluso a envolverse en la bandera monárquica) con tal de evitar perturbaciones en su ejercicio del poder o ganar algunos votos a la derecha. Con su habitual desparpajo revestido de ingenuidad, Zapatero terminará por hacer creer que la monarquía es de izquierdas y la república cosa de falangistas y del irredentismo episcopal.
La reacción ante la caricatura de El Jueves tiene distintas lecturas. Puede ser, como se ha apuntado reiteradamente, una muestra de nerviosismo. Pero también de arrogancia por parte de quien se siente ya bien instalado y seguro. Si el matrimonio Borbón-Ortiz sintió mancillado su derecho al honor y a la propia imagen, debería haberlo denunciado y no servirse de la fiscalía. Si ésta tuviera que intervenir cada vez que un famoso estima que alguien se entromete en su honor, no ganaríamos para fiscales. Por cierto, que resulta llamativa la reacción de gran parte de esa progresía de salón -PSOE y aledaños incluidos- que todo lo invade, defendiendo la libertad de expresión pero arremetiendo a continuación contra el mal gusto de los dibujantes o la inoportunidad de la caricatura. Lo cierto es que unía con tino y pericia gráfica la crítica a una medida gubernamental más que discutible y a una institución parasitaria en su esencia, cuyos beneficios para la sociedad, se diga lo que se diga, no son en absoluto evidentes. Sonado enredo del que, mal que bien, se intentó salir con el argumento (difundido por la prensa bienpensante, la rosa y el propio Gobierno) de que el Rey trabaja, y mucho. Sintomático.
Con motivo de la visita del jefe del Estado a Girona, hay manifestaciones republicanas en las que se queman fotografías del Rey. Nuevamente, las reacciones más sorprendentes, por virulentas y acomplejadas, vienen de un sector necesitado, al parecer, de hacerse perdonar pasadas veleidades republicanas; o poco dispuesto a que se le perturbe en sus bien ganadas posiciones. Actos así son más habituales de lo que el pensamiento único está dispuesto a reconocer, aunque es ahora cuando se le da relevancia, quizá para intentar apuntillar el activismo republicano. Pero llama la atención que no sea eso lo que más molesta al Rey, al decir de algunos, sino la campaña de la extrema derecha pidiendo su abdicación (entiéndase, no un cambio de régimen). Al fin y al cabo, de los republicanos no va a esperar gran cosa, pero sí de la jerarquía eclesiástica y ciertos grupos empresariales. Hay que saber elegir mejor a los amigos.
El Gobierno y sus corifeos pretenden minimizar la importancia del pensamiento republicano, metiendo a todos en el mismo saco y de paso intentando que el PP dé algún mal paso que le comprometa con su electorado natural. Las protestas antimonárquicas son, dicen, cosa de grupúsculos radicales de extrema izquierda y algún periodista de la extrema derecha. Quizá fruto del nerviosismo que empieza a cundir, el Rey se lanza -cosa inédita y hasta sorprendente- a justificar la monarquía y su propio puesto, por sus pretendidos beneficios para el país, planteando un silogismo falaz: los últimos treinta años han sido los más prósperos y estables en la historia de España; el sistema de gobierno de esos treinta años ha sido la monarquía; luego la monarquía es la causa del mayor período de estabilidad y prosperidad de la historia de España. Pueril.
Con tanto vaivén, el Rey se ha ido acostumbrando a intervenir por su cuenta, a hacer y decir, a salirse de su papel institucional, en suma, a borbonear. Y termina metiendo la pata. Del tuteo a Chávez se ha hablado ya mucho. De la inoportunidad de su intervención (aunque fuera para que Zapatero siguiera en el uso de la palabra) también. Su salida de la sala es, quizá, aún más grave. Pero lo que de verdad está sin explicar es por qué asiste a esas reuniones, cuando carece de competencias y de responsabilidad (jurídica). La perspicacia no va a ser rasgo definitorio de la dinastía más destronada de la historia. El borboneo termina dando malos resultados: Alfonso XIII se quedó sin trono, Juan de Borbón nunca lo obtuvo… ¿qué será, en esta tesitura borboneadora, de Juan Carlos Capeto?