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Bush argumenta que no existe certeza sobre el calentamiento y que las medidas para reducir emisiones son caras

Fuentes: La Vanguardia

Un acuerdo devaluado por la negativa de Estados Unidos a reducir sus emisiones

Más de siete años después del acuerdo para reducir las emisiones contaminantes que fomentan el efecto invernadero, poco queda del entusiasmo con el que se celebró un «éxito sin precedentes». La oposición de EE.UU., el mayor contaminador mundial, y el incumplimiento de los objetivos invitan al pesimismo.


Aunque no exista un acuerdo total en la comunidad científica en torno al calentamiento del planeta a consecuencia de la actividad económica y de la utilización de la energía, en la opinión pública de los países más desarrollados (y contaminantes) existe la percepción de que los gases con efecto invernadero están cambiando el clima, como pareció confirmar la canícula que sufrió Francia el pasado verano y que provocó la muerte de unas 10.000 personas, que hubieran corrido mejor suerte si hubieran contado con climatizadores (cuyo consumo produce, a su vez, el efecto invernadero que se quiere combatir).

El pez que se muerde la cola ya estuvo presente en Kioto el 11 de diciembre de 1997 y también las contradicciones entre países ricos (y contaminantes) y pobres y relativamente descontaminados (donde sería «económicamente racional» deslocalizar las industrias contaminantes, según había defendido años antes el economista jefe del Banco Mundial, Lawrence Summers, que más tarde llegó a secretario del Tesoro pese a la antipatía manifiesta que le profesaban los ecologistas). Con todo, el avance sí parecía histórico, puesto que la comunidad internacional acordaba afrontar el cambio climático, un problema global, sin fronteras, y de notable importancia para las generaciones venideras.

Pero ya entonces Washington no consiguió su objetivo de involucrar a los países pobres en los compromisos para reducir las emisiones de CO2 que emanan de los combustibles fósiles. Ya entonces China lideró un frente del rechazo a la postura norteamericana, apoyada por India, Brasil y África del Sur: consideraban «injusto» que Estados Unidos quisiera proteger la competitividad de sus empresas contaminantes, forzando al Tercer Mundo a reducir también sus emisiones. Para estos países, la prioridad es el desarrollo y ya se preocuparán por el cambio climático cuando alcancen niveles de bienestar próximos a los del mundo «avanzado», explicaban sus delegados. Las emisiones de CO2 de España, por ejemplo, han crecido un 40% desde el año 1990, 25 puntos más del tope pactado en Kioto.

Washington sí consiguió que la filosofía de mercado omnipresente en los noventa impregnase el acuerdo con la inclusión de mecanismos para dar o quitar incentivos. Para que los mecanismos de oferta y demanda ayuden a resolver el problema del cambio climático se establece la creación de un mercado global de la contaminación, donde se intercambiarán derechos de emisión negociables que comprarán las industrias que quieran contaminar más de lo permitido y venderán las que contaminen menos. Pero la inclusión del mercado no fue suficiente para convencer a George W. Bush. Aunque los meteorólogos coinciden en que el siglo XX ha sido el más caluroso del pasado milenio, considera que no existe una certeza total, que las medidas de protección del ambiente son caras y podrían causar una crisis, detraer recursos de la lucha contra la pobreza y de las energías alternativas. Y en este terreno tiene como aliado a Moscú.