Hace dos días discutí con mi vecino. Era 21 de agosto, en el hemisferio sur aún quedaba un mes entero de invierno, y mi vecino y yo llevábamos ropa veraniega. Comentamos el calor que estaba haciendo e, inmediatamente, empezamos a recordar situaciones de mucho frío que ambos habíamos vivido en otros años, cuando éramos jóvenes. […]
Hace dos días discutí con mi vecino. Era 21 de agosto, en el hemisferio sur aún quedaba un mes entero de invierno, y mi vecino y yo llevábamos ropa veraniega. Comentamos el calor que estaba haciendo e, inmediatamente, empezamos a recordar situaciones de mucho frío que ambos habíamos vivido en otros años, cuando éramos jóvenes.
Naturalmente, le mencioné la cuestión del calentamiento del planeta. Mi vecino, olvidando por completo aquellos fríos de otros tiempos, me dijo que él no creía en ese tema tan meneado desde hace algunos años; yo le dije «Bueno, eso es lo que sostiene la derecha». Y él dijo lo que dicen todos los que tienen pensamientos de derecha y apoyan las políticas de la derecha: que él no es de derecha; lo típico. Mi vecino me dijo que él no está informado sobre la cuestión, aun así sostenía con vehemencia y muchos argumentos su incredulidad sobre el calentamiento global. La discusión se fue haciendo un poco más áspera, aunque dentro de unos límites civilizados. Eso sí: imposibilidad absoluta de acercamiento de posiciones.
Esta discusión me hizo reflexionar. Llamamos conservadores a los de derecha; sin embargo, yo, que me considero de izquierda desde hace muchos años, en relación con lo discutido con mi vecino soy un conservador. Conservador en cuanto a que quiero conservar, proteger la salud de la Tierra y de la vida en el planeta. Mientras que mi vecino puede muy bien pretenderse progresista ya que a él le mueve y persigue el desarrollo ilimitado de las posibilidades de progreso del género humano, es decir, del progreso, sin más. Aunque, es cierto, tengamos que ponerle comillas a esa noción y llamarla «progreso».
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