El pasado 18 de diciembre se conmemoró el 30 aniversario de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés). Adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas y ratificado por 186 países, el CEDAW es el tratado internacional de derechos humanos que […]
El pasado 18 de diciembre se conmemoró el 30 aniversario de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés). Adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas y ratificado por 186 países, el CEDAW es el tratado internacional de derechos humanos que se dedica exclusivamente a la igualdad de género y por lo tanto describe «las medidas apropiadas y necesarias para eliminar la discriminación contra las mujeres». Transcurridos estos 30 años el enfoque de derechos humanos y el papel de las Naciones Unidas debe de ser retomado con fuerza, exigido desde las movilizaciones sociales, para combatir y corregir un modelo antidemocrático ejercido por unas pocas potencias mundiales, «por un grupo de plutócratas (gobierno de ricos) que atentan gravemente -dice Federico Mayor Zaragoza- contra el destino de la humanidad en su conjunto», y que han llevado entre otras cosas a la crisis económica actual, a la crisis climática y a la terrible cifra de mil millones de seres humanos pasando hambre y malnutrición.
Y son mayoritariamente mujeres y niñas quienes ven mermado drásticamente en muchas ocasiones su acceso al alimento y a los medios productivos (cuando también es a la población infantil y a las mujeres embarazadas a quienes más afectan las deficiencias nutricionales), por lo cual, la acción del CEDAW y otras convenciones que velan por el Derecho a la Alimentación cobran vital importancia.
Como explica la organización internacional FIAN, la actual crisis global afecta a las mujeres de manera desproporcionada. «El acceso limitado a los recursos y a su control, salarios bajos, condiciones de trabajo inseguras e inestables, mercados de trabajo con prejuicios de género, la discriminación en las leyes, normas y programas, el goce limitado del derecho a la educación, asistencia sanitaria inadecuada, matrimonios y embarazos prematuros y forzados, y la exclusión de los procesos de toma de decisiones perjudican el derecho a una alimentación adecuada de las mujeres en todo el mundo». Una completa lista de las desigualdades de un sistema patriarcal, también globalizado, que golpea a las mujeres y si cabe con mayor crudeza a las mujeres que viven y trabajan en el medio rural. Una paradoja muy esclarecedora: las mujeres son responsables de más del 50 % de la producción de alimentos, pero solamente poseen entre el 1 y el 2% de las tierras a nivel mundial.
Desde nuestra Europa podemos pensar que estas desigualdades estarán presentes en los países del Sur. Cierto, en Kenia, por ejemplo, el 98% de las mujeres trabajan a tiempo completo en el sector agrario, pero menos del 5% poseen tierras. Pero también es cierto que están presentes en nuestros territorios aunque no lo sepamos ver o se mantengan invisibilizadas. Hasta hace pocos años en el Estado español se presentaban dificultades -digamos ‘técnicas’- cuando las mujeres trabajadoras en sus fincas agrarias solicitaban su inscripción en la Seguridad Social Agraria para poder ejercer los derechos correspondientes. Y aún sigue sin resolverse con equidad la titularidad de las explotaciones agrícolas a nombre de las mujeres o la fórmula de la cotitularidad entre una pareja. La titularidad de la explotación (que así se bautiza en una clara muestra de cómo desde las administraciones, y también desde las Universidades, se entiende el manejo de la naturaleza para producir bienes comestibles: pura y dura explotación) es un requisito básico para poder tener acceso a las subvenciones estatales o a las cuotas de producción. Si las leyes y decretos que regulan la titularidad o cotitularidad no tienen en cuenta la igualdad de derechos entre mujeres y hombres se dan casos de grave discriminación. Por ejemplo cuando la titularidad de la finca está a nombre del padre de la familia y tras su jubilación se hace muy complicada su cesión a la hija. O cuando la finca es trabajada por una pareja, pero la pareja se divorcia o separa, o la mujer enviuda, muchas veces significa que la mujer pierde la titularidad (y sus derechos).
30 años con avances significativos en la lucha por la igualdad entre mujeres y hombres pero claramente insuficientes en realidades como la de millones de mujeres campesinas que respiran en una atmósfera opresiva de clase (por ser campesinas) y de género (por ser mujeres). Hemos de cambiar estos aires.