Una esperanza. El Apocalipsis del «planeta azul», anunciado no desde el más allá por el críptico y poético san Juan Evangelista, sino desde el más acá por miríadas de investigadores, podría al menos alejarse en el tiempo, si variamos el color del cielo. Así lo acaban de sugerir el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático, establecido […]
Una esperanza. El Apocalipsis del «planeta azul», anunciado no desde el más allá por el críptico y poético san Juan Evangelista, sino desde el más acá por miríadas de investigadores, podría al menos alejarse en el tiempo, si variamos el color del cielo.
Así lo acaban de sugerir el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático, establecido en 1988 por la Organización Meteorológica Mundial, y el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente. Entidades según las cuales, técnicas como el trueque del brillo de las nubes, mediante la inyección de aerosoles en las capas altas de la atmósfera y en la estratosfera, y una febril siembra de árboles harían descender los niveles de radiación solar sobre la vida terrestre y reducirían los efectos del calentamiento global.
Eso sí, el enfoque es «altamente riesgoso, con grandes impactos y gran potencial de usos militares y hostiles (…) por parte de quienes controlan las tecnologías», de acuerdo con personalidades que atinan al apreciar en la problemática un filón sociológico, antropológico, económico, filosófico, político, pues no constituye secreto alguno que la lógica instrumental, presentista, de autovalorización del capital atenta contra la humanidad en pleno.
Incluso, este panorama ha concitado en alguien tan solvente en lo intelectual como Leonardo Boff el criterio de que la crisis actual deviene terminal, más que coyuntural y estructural. A contrapelo del estereotipo, el filósofo y teólogo brasileño de la Liberación se cuestiona el ingenio del Sistema para adaptarse a cualquier circunstancia. Y nos reafirma, en agoreras palabras, que «todos nosotros, pero particularmente el capitalismo, nos hemos saltado los límites de la Tierra. Hemos ocupado, depredando, todo el planeta, deshaciendo su sutil equilibrio y agotando sus bienes y servicios hasta el punto de que no consigue reponer por su cuenta lo que le han secuestrado. Ya a mediados del siglo XIX Karl Marx escribía proféticamente que la tendencia del capital iba en dirección a destruir sus dos fuentes de riqueza y reproducción: la naturaleza y el trabajo. Es lo que está ocurriendo».
Y como una lectura suele arrastrarnos hasta otra, en el sempiterno juego mental de las analogías, evoquemos una acotación del también brasileño Plinio de A. Sampaio Jr: Al contrario de los teóricos que identificaban el final de la formación socioeconómica de marras con el desmoronamiento provocado por la tendencia decreciente de la tasa de ganancia, la teoría del imperialismo de Lenin lo halla en su opuesto: la imposibilidad de imponer fronteras, valladares, a la reproducción ampliada del capital y atenuar sus efectos perversos (número 27 de la revista Marx Ahora , La Habana, página 172).
Por tanto, la degeneración de ese modo de producción obedece a su propio despliegue. Y la necesidad de su superación está determinada más que todo por su inviabilidad política. «Los medios violentos y predatorios del capital financiero llevan a los antagonismos sociales a tal punto que las tensiones y los conflictos que de allí surgen tienden a comprometer las bases sociales y políticas de sustentación de la sociedad burguesa. En los países capitalistas desarrollados, la supremacía del capital financiero viene acompañada del deterioro de las condiciones de vida de la gran mayoría de la población. En los países coloniales y semicoloniales, el imperialismo significa una creciente explotación y opresión» (Sampaio).
Pero la cadena de juicios no queda ahí, pues la crisis humanitaria en transcurso, antes ceñida a las naciones periféricas, no se puede resolver desmontando la sociedad. Las víctimas, entrelazadas por nuevas avenidas de comunicación -recordemos a los indignados europeos, a los rebeldes árabes-, resisten y amenazan el orden vigente. De manera contraproducente, «fue el capitalismo el que creó el veneno que lo puede matar: al exigir a los trabajadores una (capacitación) técnica cada vez mejor para estar a la altura del crecimiento acelerado y de la mayor competitividad, creó involuntariamente personas que piensan». Y que, en consecuencia, van descubriendo lo torvo del régimen explayado. Ahora, si las leyes sociales actúan a guisa de tendencias, y no inexorablemente, como consideraba la «clerigalla marxista», para calificar con Raúl Roa a los dogmáticos, ¿podrá el factor subjetivo vertebrarse, la voluntad política erguirse, para acabar con el capitalismo antes de que nos borre, en su ceguera?
Solo advirtamos que, aun sin revolución universal, en verdad la crisis podría resultar postrera. Si la empecinada lógica del capital nos obliga a cruzar definitivamente el cada vez más tenue umbral de lo posible: los lindes de la naturaleza. Por cierto, en un planeta que ruede en el cosmos sin esos inefables sujetos que son los humanos, ¿qué importancia supondría el color del cielo?
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