En América Latina gana peso la apuesta por un modelo alimentario basado en la soberanía, la sostenibilidad y el empoderamiento. Tres mujeres campesinas nos hablan de este modelo. La soberanía alimentaria es el derecho de los pueblos a decidir sobre su propia alimentación. Esta explicación resulta absurdamente obvia si se ignoran algunos de los problemas […]
En América Latina gana peso la apuesta por un modelo alimentario basado en la soberanía, la sostenibilidad y el empoderamiento. Tres mujeres campesinas nos hablan de este modelo.
La soberanía alimentaria es el derecho de los pueblos a decidir sobre su propia alimentación. Esta explicación resulta absurdamente obvia si se ignoran algunos de los problemas más sangrantes que provoca y sufre la humanidad: hambre, tierras en manos de unos pocos, la competencia desleal de las multinacionales, prácticas insostenibles, la globalización de la comida rápida y la presión de los productos importados. Ante tal sinsentido, en todos los puntos del planeta surgen redes de campesinado y colectivos urbanos sensibilizados que promueven una producción de calidad, orientada al consumo interno, respetuosa con el ecosistema y la cultura de sus pueblos. El fuerte peso y organización de las poblaciones indígenas y el creciente apoyo de gobiernos progresistas convierten a América Latina en un destacado referente.
La socióloga ecuatoriana Irene León, la guatemalteca maya Dolores Sales y Miriam Nobre, ingeniera agrónoma brasileña, miembros respectivamente del Foro Social Mundial, la Coordinadora Nacional Indígena y Campesina y la Marcha Mundial de las Mujeres, difundieron recientemente en unas jornadas en Bilbao algunas de las experiencias puestas en marcha, y subrayaron la estrecha relación de esta reivindicación con el empoderamiento de las mujeres.
Dos tercios de la población mundial pasan hambre o tienen un acceso escaso a los alimentos, recuerda León. La pequeña agricultura campesina y los productos elaborados por las mujeres, «que son los que alimentan al mundo», chocan con la competencia desleal que ejercen las multinacionales. Así, son muchas las familias que acaban trabajando, en condiciones de explotación, para las empresas que les arrebatan sus tierras. «Es una alienación brutal: los campesinos no comen lo que producen», denuncia Nobre.
Transgénicos
Pero no es la pobreza la única consecuencia de estas prácticas, recuerda: «Imponen productos a precio más bajo que introducen transgénicos, tóxicos y variedades ajenas a nuestra cultura alimentaria». «Choca con la cultura maya, que tiene como principio el equilibrio, la no depredación de los ecosistemas», añade Sales, quien recuerda que fortalecer la pequeña agricultura beneficia a las consumidoras porque ofrece «productos orgánicos y de calidad». Las empresas, recalca León, imponen monocultivos que amenazan la diversidad alimentaria de la sociedad autóctona.
La soberanía alimentaria converge también con las demandas de acceso a la tierra. «Los pueblos originarios hemos sido desplazados de nuestra tierra. Tenemos capacidad de producción, lo que hace falta es una reforma agraria», reivindica la guatemalteca. El neoliberalismo impone más barreras, «como las leyes que restringen el intercambio y distribución de semillas, con lo que se limita la capacidad campesina», detalla la ingeniera agrónoma.
Y añade que los tratados de libre comercio con potencias como Estados Unidos agravan la falta de soberanía: «Se da la paradoja de que un producto tan originario de la cultura mexicana como el maíz se importa de Estados Unidos y el maíz mexicano se usa para biocombustibles». La globalización ha supuesto, según León, «una homogeneización de las necesidades y los gustos» que lleva a que una población pudiente exija comer productos de temporada y alimentos exóticos todo el año. «No se respetan los ciclos de la naturaleza, que también tienen que ver con las necesidades del cuerpo. Se quiere encontrar el mismo gusto y apariencia todo el año, y la naturaleza no ofrece esas certezas», defiende Nobre. «Eso obliga a contaminar con las exportaciones y a utilizar tóxicos todo el rato». «A los pobres se les vende comida rápida de mala calidad y sólo una élite accede a comida sana y variada», indica la socióloga. En respuesta, se multiplican las redes de producción campesina y consumo urbano que ofrecen productos y dinámicas alternativas a las del supermercado. «La población cuestiona la calidad de lo que les llega a la mesa. Esa tendencia ha coincidido con el auge de gobiernos de cambio, que estudian cómo convertir experiencias alternativas al neoliberalismo en algo masivo. En Venezuela, más del 70% de productos eran importados.
Ahora se apuesta por cultivos propios, recuperando variedades del cacao», abunda León. La brasileña relata experiencias de programas para introducir productos campesinos en comedores escolares. Proyectos en los que el beneficio económico no es prioritario y que permitirán una socialización de la comida sana, concluyen.
«LOS MOVIMIENTOS DE MUJERES CONQUISTAN ÁREAS COMO ECONOMÍA Y SOSTENIBILIDAD»
DIAGONAL: ¿Cuál es la relación entre soberanía alimentaria y empoderamiento?
DOLORES SALES: Las mujeres son las herederas del conocimiento campesino, las protectoras de las semillas. Los hombres buscan trabajo fuera de la comunidad, y nosotras nos quedamos como responsables de la producción. Ese trabajo no ha venido acompañado de un papel protagónico y público, ni se reconoce su indudable aporte económico, porque el sistema patriarcal nos invisibiliza.
IRENE LEÓN: Tenemos que estar implicadas en la toma de decisiones, no ser sólo fuerza de trabajo. Y hay que defender los conocimientos que aportan evitando que las empresas los liberalicen y patenten. Las mujeres están a la cabeza de todo lo inventado: saben qué se puede mezclar con qué, qué se puede comer y qué no, han desarrollado el arte de la culinaria… Aunque no se le llame ciencia, es pura invención científica.
MIRIAM NOBRE: Hay que mirar a las mujeres de otra manera. No son sólo amas de casa, sino expertas en supervivencia.
D.: ¿En qué se plasma la doble discriminación que sufren las campesinas?
M.N.: El acceso a la tierra es un ejemplo. En Brasil, muchas se van a la ciudad porque no se les reconoce su derecho a heredar. Hay que lograr que puedan poner la tierra a su nombre, sean solteras, divorciadas o viudas. Se da un fenómeno recurrente: las mujeres viven con una propiedad de la tierra y no tienen capacidad de decidir qué hacer con ella. Entonces, una empresa le impone un contrato de arrendamiento. Su marido entra en la dinámica de trabajar en el monocultivo, y las mujeres se quedan sin huertos, sin plantas medicinales, tan importantes para la familia. Se han mejorado las leyes, pero en la práctica queda mucho por hacer.
I.L.: La agricultura se ha dado cuenta de lo rentable que es emplear a mujeres en condiciones de explotación, porque la carga moral de la familia les lleva a aguantar más. Terminan trabajando para la industria, atraídas por la falsa imagen de tener un sueldo remunerado. No logran ingresos dignos y pierden su autonomía.
D.: ¿Hay razones para el optimismo?
I.L.: La lucha por los derechos de las mujeres ha llegado al campo en el último decenio. Han tardado en llegar pero hay indicios de cambio: la Vía Campesina fue pionera en adoptar políticas de igualdad, con el género como tema transversal. Su aplicación requiere recorrer un largo camino, pero hay mayor apertura al feminismo, los movimientos de mujeres han conquistado áreas como la economía y la sostenibilidad que no se consideraban temas de mujeres, y están tejiendo más alianzas.