La policía no es un mero instrumento del Estado, sino que goza de una autonomía que se ve reforzada por la necesidad de mantener el orden social.
Disparos en la sien, en la cara, una hemorragia interna en el cerebro. Atropellos a manifestantes, porrazos entre seis a una persona que estaba en el suelo. Más golpes en las protestas de los agricultores de Gasteiz. Balas foam en el Carnaval de Tolosa, un menor de edad con desplazamiento de retina y lesiones en el globo ocular. Palos también de un beltza contra un agente infiltrado en la manifestación en memoria de las víctimas del 3 de marzo de 1976 en Gazteiz, donde se produjeron doce heridos. Finalmente, un fallecido tras una intervención de la brigada Bizkor en Astigarraga.
El mes previo a las elecciones vascas se ha saldado con altas dosis represivas. Sobre esta forma de violencia, visible y con un coste político elevado, se pronunciaba Josu Erkoreka, Consejero de Seguridad del Gobierno Vasco, ante la pregunta de un periodista.“Dice usted que el policía infiltrado al que le golpean estaba bien infiltrado, ¿eso quiere decir que estaba generando incidentes o que la Ertzaintza pega a cualquiera que esté por allí?”. Erkoreka respondió con un “estaba bien infiltrado” sin comentar los operativos policiales, que en teoría tienen sus propios órganos de revisión.
El grado de violencia policial para justificar la crisis del modelo vasco, la impunidad del cuerpo ante tales abusos y el aparente descontrol derivado de su autonomía están dejando interrogantes profundos en cuanto respecta a la legitimidad de los cuerpos de seguridad y, en particular, de la brigada móvil. El modelo de seguridad está en cuestión, la hipervigilancia y las cargas contra la ciudadanía parecen ir por un camino contrario al que presenta el Gobierno Vasco.
Ahondan en las dudas el enorme gasto público (entre 2018 y 2024 habría sido de casi 5.000 millones de euros), las probadas y extensas relaciones con empresas israelíes, las movilizaciones “asindicales” del colectivo Ertzainas en Lucha, o la llegada de la ultraderecha a los altos cargos (recientemente, el líder neonazi de Desokupa agradecía su apoyo a la Ertzaintza en una red social).
Violencia e impunidad
Pese a que hasta el lenguaje mediático ha comenzado a hacerse más crítico y hasta En Jake ha salido a denunciar algunas de las actividades de la Ertzaintza, los dirigentes políticos complacen la actuación policial mientras inician una campaña de criminalización de la protesta. Culpan a la gente que “tiene la cara tapada”, que “lanza botellas” o que “graba lo ocurrido”. Así justificaba Erkoreka la carga contra Xuhar en Tolosa: “No era una persona cualquiera que pasaba por allí”.
Según
el Departamento de Seguridad, la respuesta fue “proporcional” en la
manifestación de Gasteiz, la actuación “necesaria”, y la presencia
policial “excepcional” en partidos de Copa que, como explicaba el Teleberri, siempre fiel a la línea establecida, dejan “motivos más que sobrados para declararlos de alto riesgo”.
En la misma línea, el sindicato de la policía vasca, ErNE, señalaba “la repetición de un patrón de comportamiento”. No se refería a la tendencia hacia una mayor represión policial, más bien a un comportamiento ciudadano que, según ellos, sale “expresamente a provocar enfrentamientos”.
A ello se le suman las palabras de Eneko Andueza, candidato a lehendakari por el PSE, quien declaraba no haber sido “golpeado con una pelota o con un palo” porque nunca ha estado en “esos movimientos”. Unas declaraciones que dejan impunes las reacciones de los agentes y delega la responsabilidad total en la población organizada.
Además, la ausencia de un poder judicial que castigue los excesos policiales es cada vez más notoria. Los casos han sido asumidos por la Unidad de Asuntos Internos de la Ertzaintza y por la Comisión de Control y Transparencia de la Policía, aunque no se han producido resoluciones firmes con la violencia. Las administraciones también se desentienden, asumen que las fuerzas de seguridad “trabajan dentro de su protocolo” y aseguran que tienen sus propios “órganos de revisión”.
Pero la sensación de impunidad de los agentes policiales ha levantado dudas sobre los protocolos –desconocidos– de la Ertzaintza. El criminólogo y periodista Ahoztar Zelaieta, autor del libro La Ertzaintza que viene (Txalaparta, 2023), no duda en hablar de “opacidad”. Tanto en el uso de la fuerza y armas policiales, en la trazabilidad de ese tipo de armas conocidas como “menos letales”, y en el conocimiento del órgano que se encarga de realizar los protocolos y en cumplir los estándares internacionales.
La intervención de la brigada Bizkor
Como publicaron Berriay Argia, el 2 de Febrero, Eneko Valdés, de 36 años y natural de Astigarraga, falleció tras una intervención de la brigada Bizkor. Una vecina suya, enfermera de profesión, contó a ambos medios de comunicación que la situación había podido calmarse gracias a la colaboración con municipales. También que se encontraba bajo control hasta que los agentes de la Ertzaintza asumieron el mando.
Además, esta misma fuente ha explicado que escuchó a los sanitarios decir que el cuerpo de Eneko se encontraba ya sin pulsaciones cuando entró a la ambulancia, versión que contradice el atestado policial. Nada de esto tracendió públicamente a través de notas oficiales en más de mes y medio, pese a que en el cadáver del joven existen numerosas contusiones, algunas de las cuales podrían ser fruto de una pistola táser.
La brigada PRI (Patrullas de
Prevención y Respuesta Inmediata), conocida popularmente como Bizkor, se
presentó de forma oficial en París en el año 2017. Lo hizo en el marco
de la feria internacional Milipol, dedicada a la comercialización y
exposición de materiales para la intervención policial y militar. Entre
tanquetas, drones militares y granadas aturdidoras y exposiciones de
marcas de armas como glock, Carabinieris, Polizei y miembros del
ejército israelí se paseaban junto a grupos de contratistas privados en
el evento.
En el stand de la Ertzaintza se presentó la joya de la corona anual dentro del cuerpo autonómico vasco, la Brigada Bizkor, diseñada a partir del modelo de intervención policial para situaciones de emergencia y terrorismo de la policía británica. La creación de este subcuerpo, dependiente de la Brigada Móvil, fue constituido en los meses posteriores al atentado de las Ramblas de Barcelona, y está equipada con material para la intervención.
Destinada a actuar en cualquier punto del territorio de la CAV, esta unidad ha estado previamente implicada en la utilización de pistolas táser. De hecho, en 2018 las disparó para desalojar a una persona que se encontraba atrincherada en su casa.
Pseudoseguridad y control
La persistencia de estos abusos por los llamados cuerpos de seguridad es en sí una paradoja. El 9 de marzo salió de la UCI una mujer gravemente herida en la cabeza por las cargas en Donostia. El mismo día Joseba Díez Antxustegi, cabeza de lista del PNV en Araba, advertía que iba a defender a “nuestra” Ertzaintza, que está siempre “dispuesta” a “garantizar nuestra seguridad cuando salimos a las calles”. Afirmaba que son ellos a los que iban a “valorar y respetar”.
Ejemplo de ello es que el Departamento de Seguridad, controlado por el PNV, destinará 740 millones de euros a la Ertzaintza en 2024 para dotarles de los “recursos necesarios para garantizar la seguridad”. Es un incremento de casi 31 millones respecto al año pasado.
En
este contexto se entiende la instalación de cámaras en las calles, el
hecho de que los agentes dispongan de bodycams, drones o que
recientemente se hayan adquirido 300 BMW de gama alta
con el pretexto de “prevenir e investigar delitos”. Las cifras
demuestran una clara fijación con el control social, una hipervigilancia
normalizada y una fina línea entre la seguridad ciudadana y la
violación de los derechos humanos. La intimidad está cada vez más
desprotegida, así como la integridad física de las personas en actos
multitudinarios. De fondo, además, el modus operandi del PNV: puertas
giratorias, relaciones clientelares y externalización de la seguridad
pública a empresas privadas.
La autoridad policial en declive
Movimientos sociales como Ongi Etorri Errefuxiatuak o los sindicatos de vivienda han venido denunciando “la violencia estatal” y la constante criminalización de la ciudadanía. Mientras tanto, a falta de respuestas, los partidos políticos se señalan entre sí. En plena precampaña electoral, Erkoreka ha sugerido que hay “siglas detrás de esos hechos”, dirigiéndose directamente a EH Bildu. Andueza también ha señalado a su entorno.
Tanto la formación abertzale como Elkarrekin Podemos han interpretado estos acontecimientos como un ejempo de la necesidad de una depuración profunda de los cuerpos policiales y denunciado una alta dosis de secretismo ensobre los protocolos de actuación.
Por su parte, los sindicatos ErNE, Esan y Sipe de la Ertzaintza han solicitado la apertura “inmediata” de una investigación interna. Los tres firmaron un comunicado donde explicaban que el día del partido de la Copa en Donostia personas “encargadas y con responsabilidad” en el dispositivo “dieron órdenes, incluso por emisora, deliberadamente alejadas de los protocolos de actuación establecidos”. Esta es una muestra del desorden dentro del cuerpo policial.
Dentro
de la transformación que los estados han venido experimentando en las
últimas décadas, la policía, como Cuerpo de Seguridad del Estado, ha
gozado de una relativa ambigüedad a la hora de interpretar el grado de
fuerza que se utiliza para responder ante determinadas situaciones. Mark
Neocleous, investigador sobre el poder policial en la Universidad de
Brunel, señala en su libro Maderos, chusma y orden social (Katakrak,
2021) que la policía genera un marco donde dispone de la capacidad de
imponer un marco de orden sobre la propia legalidad: “Poco importa si la
acción policial es legal mientras se considere (…) una técnica
eficiente para lograr el orden”.
A pesar de la sensación de impunidad y sobrevigilancia, la percepción de que existe una diferencia entre el Gobierno Vasco y las fuerzas del orden parece cada vez mayor. Los representantes sindicales del cuerpo llevan meses mostrando su descontento con el gobierno de Urkullu, han organizado varias movilizaciones y la plataforma asindical Ertzaintzas en Lucha llevó a cabo una “huelga de celo” en marzo.
Respecto a la posibilidad de que la policía sea capaz de comenzar a marcar una agenda política propia de acuerdo a sus intereses particulares con sus movilizaciones, otros investigadores sobre la violencia policial como Paul Rocher han señalado que “la policía no es un mero instrumento del Estado. Es incuestionable que goza de autonomía”. Una autonomía decisional respecto al resto del cuerpo funcionarial que, a su vez, se ve reforzada por la depedencia de la fuerza policial que tiene el Estado en sus distintos niveles a la hora de mantener el orden social.
Por ello, resulta extraño encontrar declaraciones críticas por parte de las fuerzas políticas acerca del poder policial. A lo sumo, cuando las actuaciones policiales son excesivas y sale a la luz porque son grabadas y monitorizadas, surge el discurso de las “manzanas podridas”, un enfoque que no sitúa el problema en las funciones sociales que desarrolla la policía, sino en los supuestos excesos que algunos agentes, siempre de manera individual, pueden llevar a cabo.
Diversas voces en Euskal Herria han hablado sobre la deriva actual de la Ertzaintza. Si bien Podemos y EH Bildu hablan de “depuración” y de “revisar el modelo policial”, el Mugimendu Sozialista sugiere que esa revisión no respondería más que a la modernización y legitimación de nuevos mecanismos de control. Ongi Etorri Errefuxiatuak y los distintos sindicatos de vivienda advierten que el modelo policial está en declive y las dudas son patentes sobre su posible legitimidad.
Ainhoa Etxaide, del sindicato LAB, ha llegado a afirmar en una entrevista para Halabedi Irratia que “Si
hay falta de seguridad tenemos que buscar sus fuentes y si es la
violencia de estado el origen de esa carencia, la revisión del modelo
policial no es la solución”.
Existe un debate acerca de las funciones sociales del cuerpo policial, así como las posibilidades de impugnar y presentar formas alternativas de resolución de conflictos donde no exista la mediación policial. Este esfuerzo por crear y fortalecer formas comunitarias de justicia es un debate que ha estado presente en Sudamérica y países como Sudáfrica desde hace décadas.
En los últimos años, especialmente tras el asesinato de George Floyd a manos de la policía en Minneapolis en 2020, ha ido ocupando un mayor espacio de centralidad en los debates de los movimientos sociales, siguiendo el ejemplo de movimientos de base que se construyeron en la oleada de movilizaciones contra la brutalidad policial que se abrió en el mundo anglosajón en 2021.