“¿Cómo se puede hacer una democracia con gente que ha estado toda la vida al servicio de la dictadura franquista? ¿Hasta dónde llegará la ingenuidad, por no decir otra cosa como tontería, jactancia, autosatisfacción, conformismo de la izquierda del país?” (Raimon, 1 de marzo de 1981, La vida inmediata.1981. Diario de trabajo)
La publicación de las cartas de 39 militares retirados de la XIX promoción del Ejército del Aire (con el ya famoso Francisco Beca a la cabeza) y de otros 73, también retirados, pertenecientes a la XIII promoción del Ejército de Tierra -a las que han seguido otras de militares en situación similar pero con postulados compartidos [i]-, dirigidas a Felipe VI y al Presidente del Europarlamento y amplificadas por el contenido del grupo de Whatsapp del que formaban parte muchos de ellos, ha vuelto a poner de actualidad algo que era un secreto a voces. El exmilitar de la UMD y ahora vicepresidente del Foro Milicia y Democracia, José Ignacio Domínguez, ha venido a recordárnoslo denunciando abiertamente en distintos medios, entre ellos infolibre.es: que “el franquismo tiene una gran implantación en el Ejército y Franco es respetado”. Una constatación compartida por otro miembro del mismo Foro Miguel López en el mismo medio digital (“Yo soy uno de esos 26 millones de hijos de puta”) alertándonos de que “aún está pendiente la entrada de la democracia en los cuarteles”.
Ya había precedentes relativamente recientes de este tipo de manifiestos, como el que en agosto de 2018 protagonizaron más de mil oficiales retirados (de ellos 70 generales y almirantes), con el título suficientemente expresivo de “Declaración de respeto y desagravio al general Francisco Franco Bahamonde, soldado de España”. Un documento que provocó una modesta respuesta de militares antifranquistas y que costó una sanción disciplinaria a uno de los firmantes, el cabo Marco Santos. Por eso no tiene sentido alguno que, frente a ese cúmulo de evidencias, la actual ministra de Defensa se empeñe en decir que los firmantes “sólo se representan a sí mismos”, en lugar de, como bien dice otro exmilitar sancionado, Luis Gonzalo Segura, reconocer que éste es un problema estructural y como tal ha de abordarse.
Las descalificaciones, insultos y llamamientos a un pronunciamiento que se expresan en esas cartas y whatsapps contra “el gobierno social-comunista, secundado por filoetarras e independentistas”, acompañadas de amenazas -como la de fusilar a 26 millones de españoles…- no sólo reflejan una visión interesadamente distorsionada de la realidad política española, sino sobre todo la pervivencia de una cultura política reaccionaria en esta institución clave del Estado.
Una institución cuyo mando supremo, no lo olvidemos, está en una monarquía que ha demostrado en más de una ocasión situarse por encima de los otros poderes del Estado. Por eso no cabe extrañarse de que los sucesivos manifiestos se hayan dirigido a Felipe VI y que éste siga sin responder públicamente a esas cartas golpistas, a diferencia de lo que hizo ante el referéndum celebrado en Catalunya el 1 de octubre de 2017. Habrá que darle toda la razón al gran periodista Alfredo Grimaldos, recientemente fallecido, cuando sostenía que “el franquismo no es una dictadura que finaliza con el dictador, sino una estructura de poder específica que integra a la nueva monarquía”.
De nuevo, de aquellos polvos estos lodos
Así que no nos sorprende a quienes fuimos y seguimos siendo críticos de la modélica Transición la ausencia dentro de esta institución de una cultura política democrática –y, por tanto, antifranquista- a lo largo de las más de cuatro décadas de vida de este régimen.
Esa tarea de socialización política era difícil cuando el régimen surgido de aquella Transición había sido resultado de una transacción asimétrica con unos poderes fácticos, entre ellos el propio Ejército, que lograron imponer a la mayoría de la oposición unos límites intocables al proceso de democratización que se quiso impulsar desde la movilización popular y que pronto quedó bloqueado. Uno de esos límites era precisamente que esa voluntad democratizadora no entrara en los cuarteles y fuera generosa con las intentonas golpistas, como pudimos comprobar con ocasión de la Operación Galaxia y, luego, del golpe de Estado del 23F de 1981. Porque esa fue la oportunidad histórica para emprender una depuración radical de las Fuerzas Armadas, totalmente desaprovechada por el gobierno de Felipe González, confiando (¿ingenuamente?) en que la modesta reforma de Narcís Serra y la incorporación a la OTAN desviaran la atención de la jerarquía militar sobre la política interna. Como si la participación activa en las guerras imperialistas –en las que se deshumaniza al enemigo- sirviera de instrumento de educación democrática. Por eso no debería llamar la atención que entre los firmantes de las cartas figuren militares implicados en esas operaciones presuntamente humanitarias.
Ha sido esa política del avestruz ante la pervivencia de un conservadurismo de matriz franquista en el seno del Ejército la que ha permitido que ahora, estimulados por el contexto internacional de ascenso de la extrema derecha, del trumpismo y de fuerzas como Vox, muchos de los que eran altos mandos hasta fechas recientes no muestren ningún complejo en expresar su ideario reaccionario en el espacio público.
Si a todo esto sumamos la crisis de legitimidad de la monarquía, derivada tanto de los escándalos de corrupción como del creciente intervencionismo político de Felipe VI, con la unidad de España como metavalor a defender por encima de los derechos y libertades de la ciudadanía, no es difícil entender sus temores a ver amenazados ese enclave ultraautoritario y los sagrados valores en los que se han (de)formado, convencidos de que todo estaba “atado y bien atado”.
Un Estado no tan profundo y cada vez más visible
En una entrevista reciente en la revista Contretemps, Pierre Dardot y Christian Laval expresaban sus reticencias al concepto de Estado profundo argumentando que esa noción “tiene el inconveniente de dar a pensar que el gobierno supondría un Estado superficial, situado por encima del primero [el profundo], que actuaría en la sombra con maquinaciones secretas que el segundo ignoraría”. Y, en efecto, por mucho que continuemos bajo la Ley de Secretos Oficiales de 1968, el gobierno español ya no puede decir que ignora todo lo que ocurre en el seno del Estado: del mismo modo que las cloacas han sacado a la luz nuevos escándalos, ahora lo que pasa en el Ejército no se puede decir que no se conocía.
No se pueden entender estas iniciativas más que como una forma de visibilización pública de la participación activa de un sector significativo del Ejército como parte de un bloque reaccionario (el de la foto de Colón, con Vox a la cabeza) que no se resigna a abandonar una estrategia de tensión que permita frenar cualquier veleidad reformista del régimen por parte del gobierno de coalición PSOE-UP. Por eso Vox los ha recibido con orgullo (“Son nuestra gente”) y el líder del PP ha tardado en desmarcarse…de las barbaridades del grupo de Whatsapp, pero no de los manifiestos.
Es el PSOE, partido que ha sido clave para la construcción y estabilización del régimen, el que se encuentra ahora en medio de un fuego cruzado entre, por un lado, ese bloque reaccionario y, por otro, el que quiere ir construyendo UP con el PSOE, ERC y EHBildu, pero también con el PNV y otras de menor peso parlamentario. Un bloque que en el caso de UP ya no aspira a la ruptura con el régimen sino, más bien, a un proyecto reformista con sentido de Estado que marque el inicio de una nueva modernización de la sociedad española y del régimen. Proyecto que no parece que implique poner en cuestión la política de concertación social con la gran patronal, como estamos viendo con los fondos europeos, ni romper con la élite tecnocrática que mantiene el hilo directo con Bruselas, pero sí con las derechas españolas. Así se desprende de declaraciones de su líder, Pablo Iglesias, cuando propone “una mayoría de dirección de Estado que va a mantener a la derecha fuera del gobierno por muchos años”.
Con todo, esos propósitos son ya demasiado peligrosos para un bloque que mantiene una concepción patrimonial del Estado y de la Constitución y no se resigna a ser oposición parlamentaria mientras estén en peligro pilares fundamentales para ella, como son su idea de una España uniforme o una monarquía que pueda ejercer su falsa neutralidad ante momentos conflictivos que puedan surgir en el futuro. En estas líneas rojas, que también ha compartido históricamente el PSOE, se va a apoyar el PP para dirigirse a la izquierda patriótica de ese partido, y de ellas es consciente el resiliente Pedro Sánchez, alguien capaz hasta ahora de superar todas las pruebas que se ha encontrado por delante para mantenerse en el gobierno, aun a costa de desmentirse constantemente respecto a sus propias promesas y declaraciones anteriores.
La última y la más importante prueba de la nueva legislatura, la de los Presupuestos, ha sido ya saldada con éxito, si bien esto no ha sido sin renuncias importantes tanto por UP como por ERC y EH Bildu, no siendo entre las menores la ausencia de una reforma fiscal progresiva o el aumento de los gastos militares y de la Casa real, como en un análisis crítico ha señalado Daniel Albarracín.
¿A dónde va el PSOE?
Así que, una vez superada esta batalla parlamentaria, habrá que ver cuál es la orientación que va a adoptar el líder del PSOE, la única formación política que, como bien saben -y presionarán a favor de ello- los grandes poderes económicos, puede reconstruir un nuevo extremo centro, capaz de dividir a las derechas y subalternizar a las fuerzas a su izquierda para emprender un nuevo camino hacia la recomposición del régimen. Todo esto sin cuestionar el paradigma neoliberal y sin ninguna garantía de estabilidad política en medio de una crisis pandémica, ecosocial, político-institucional, nacional-territorial y de derechos –en primer lugar, los que está negando la Europa fortaleza ahora en Canarias- que tiende a profundizarse.
Un proceso de recomposición que, ahora que se conmemora el 42 aniversario de la Constitución y pese a la desmovilización social de las clases populares, no podrá obviar que el debate sobre reforma o ruptura destituyente siga estando en la agenda política y, con ella, la exigencia creciente, como demostró la encuesta de la Plataforma de Medios Independientes el pasado 12 de octubre, de un referéndum sobre la forma de Estado. Junto a ellas, el reconocimiento de la plurinacionalidad con todas sus consecuencias (como el derecho a decidir su futuro de pueblos como el catalán), confrontado una vez más al gobierno de las togas(Martín Pallin) y su derecho penal del enemigo, como hemos visto ahora con el nuevo castigo a las presas y presos del procés.
Cuestiones todas ellas que el conjunto del establishment sigue viendo con terror y que, sin embargo, tampoco el PSOE muestra voluntad de abordar, como su líder ha reiterado recientemente: “Mientras el PSOE empuñe el timón del Gobierno, la Constitución regirá en España de un punto a otro y de principio a fin. Vamos a defender la Constitución a las duras y a las maduras (…). El PSOE se siente plenamente comprometido con el pacto constitucional en todos sus términos y extremos”. Léase, “seguiré aceptando el espíritu y la letra de la Constitución y de los consensos de la Transición”. Por ello, es difícil esperar de este gobierno algo que vaya más allá de un reformismo sin reformas en su sentido fuerte, que son las que harían falta en estos tiempos de malestar popular y de disputa por el espacio público frente a una extrema derecha cada vez más envalentonada.
Jaime Pastor es politólogo y editor de Viento Sur
[i] La última, hecha pública este sábado 5 de diciembre, de 270 militares: https://www.publico.es/politica/otros-270-militares-retirados-advierten-del-deterioro-democracia-y-acusan-al-gobierno-imponer-pensamiento-unico.htm