Desinflamar un conflicto nunca suele ser sencillo, pero cuando parte de la solución pasa por las manos de los que no quieren, o no les interesa, desinflamarlo, entonces se convierte en una tarea realmente compleja. En el caso del conflicto entre el Estado y Catalunya, el problema no sólo radica en la mayor o menor […]
Desinflamar un conflicto nunca suele ser sencillo, pero cuando parte de la solución pasa por las manos de los que no quieren, o no les interesa, desinflamarlo, entonces se convierte en una tarea realmente compleja. En el caso del conflicto entre el Estado y Catalunya, el problema no sólo radica en la mayor o menor voluntad negociadora que puedan tener los políticos, sino en la nula intención que tienen las altas instancias jurisdiccionales de permitirlo. Los ejemplos son diarios y es donde habría que poner el foco.
Las altas instancias jurisdiccionales, que irresponsablemente fueron llamadas a participar en lo que era sólo un problema político, han visto en el mal llamado «caso catalán» una ocasión para poner de relieve su propia agenda política y, también, su visión sobre que debe ser el estado español, que, sin duda, dista mucho de ser compartida por una mayoría de la sociedad. A su favor tienen algo de lo que no dispone ningún otro poder del Estado: la absoluta falta de contrapesos que permitan, al menos, exigirles responsabilidades por sus actos.
La falta de contrapesos -los checks and balances– hace que sus decisiones terminen transformando la realidad y generando escenarios políticos tan complejos que impedirán una solución al conflicto político que no resulte aceptable para ellos, que, en definitiva, son el auténtico poder dentro del Estado.
Seguramente, en los próximos meses vamos a vivir una realidad que, día a día, será más difícil de comprender, y de solucionar, porque con cada paso que se haga para resolver el conflicto surgirán nuevos y más enrevesados escenarios jurídicos que intentarán hacer descarrilar cualquier iniciativa política. Resolver el conflicto político con Catalunya implica, también, hacer los deberes respecto a una Transición inconclusa que no alcanzó las altas instancias jurisdiccionales ni la implantación de una concepción democrática del derecho como instrumento de solución de conflictos.
Buscar soluciones a un conflicto político, si se quiere que sean exitosas, implica, en primer lugar, analizar el escenario en el que se ha de operar y, también, identificar las diversas variables que pueden llegar a entrar en juego. En el caso de Catalunya, se debe hacer lo mismo y, una vez hecho esto, veremos que ninguna solución no será viable sin tener presente que una variable relevante serán las trabas que pondrán desde las altas instancias jurisdiccionales para llegar a una solución si no satisface, íntegramente, sus expectativas o deseos.
En cualquier caso, solucionar el conflicto no pasa por dar la razón a quienes, aunque tengan mucho poder, representan una visión antidemocrática y antieuropeísta de la realidad, sino por asumir, lo antes posible, que ellos no son parte de la solución, sino del problema. Añado que, si se hace un análisis desapasionado, intelectualmente honesto y políticamente valiente de la realidad, se verá que esta parte del problema es el que requiere una solución más urgente porque no sólo representa un escollo para solucionar el mal llamado «caso catalán», sino para cualquier avance en materia de consolidación de lo que debe ser un estado democrático, social y de derecho.
El poder, al menos el poder real, no se encuentra hoy en manos de aquellos a quienes la mayoría de las ciudadanía española confió el destino de España, sino en las de otros a los que nadie eligió, sin que, además, exista ninguna forma real de exigirles ni la más mínima responsabilidad… al menos no en el sur de los Pirineos.
Cuanto antes se asuma que en ningún país democrático la vida política puede estar en manos de, o condicionada por, sus altas instancias jurisdiccionales, antes nos encontraremos en el camino correcto para encontrar una respuesta que sea satisfactoria para todos. Afrontar esta dimensión del problema no es sencillo y, sin duda, hay que partir de premisas muy claras que ya se asumieron, con buenos resultados, en otras latitudes.
Cuando los golpes de estado se hacían con tanques, se llegó a la conclusión, ampliamente asumida, que los militares no podían ser «deliberantes», es decir, y resumidamente, que no podían tener ninguna participación en la vida política más allá del ejercicio del derecho de sufragio activo. Es evidente que a partir de la amplia implementación del lawfare, el concepto de «no deliberantes» debe ser necesariamente aplicado a aquellos sectores que hacen la guerra por otros medios.
En democracia las reglas son claras: gobiernan los más votados y de sus actos responden en cada nuevo proceso electoral, sin perjuicio de otras responsabilidades que puedan surgir de dichos actos. Cuando los que mandan, sin ni siquiera gobernar, no están sometidos a dichas reglas es evidente que no se puede hablar ni presumir de sistema democrático y, sin duda, no asumirlo es un error porque es la auténtica clave del problema.
Por lo tanto, quienes creen que los presos, los exiliados, los investigados, los inhabilitados, etc. son el problema, se están equivocando, ya que no son más que síntomas de una enfermedad más grave; tratar de «curarlos» con homeopatía no sólo es un error, sino, además, una irresponsabilidad que provocará la cronificación y, seguramente, conducirá a un estadio irreversible.
En resumen, si somos capaces, entre todos, de diagnosticar cuál es el verdadero problema, tal vez somos capaces, igualmente entre todos, de encontrar una cura para algo que ya se va haciendo insufrible. Por ello, no debemos ver Catalunya como un problema sino como una oportunidad.
Gonzalo Boye es abogado
Fuente: https://www.elnacional.cat/ca/opinio/gonzalo-boye-catalunya-oportunitat_467685_102.html