En estos días de noviembre, se ha celebrado el primer aniversario de la llegada de la izquierda al Palau de la Generalitat. Si, hace un año, la alegría de los sectores progresistas de la sociedad catalana fue evidente, empiezan, ahora, a emerger los primeros síntomas de decepción. No son todavía muy numerosos, pero el gobierno […]
En estos días de noviembre, se ha celebrado el primer aniversario de la llegada de la izquierda al Palau de la Generalitat. Si, hace un año, la alegría de los sectores progresistas de la sociedad catalana fue evidente, empiezan, ahora, a emerger los primeros síntomas de decepción. No son todavía muy numerosos, pero el gobierno catalán -llamado tripartito, aunque, en realidad, conviven en él cuatro fuerzas políticas- se equivocaría gravemente si no detectase que ha llegado el momento de impulsar medidas progresistas y responder con decisiones concretas y proyectos legislativos, y no con la vieja retórica, a los deseos de cambio que mostraron los electores. Sin embargo, cabe preguntarse si esas medidas son posibles. La respuesta es que no está claro, si hemos de juzgar por las preocupaciones de quienes hoy están instalados en la Plaza de San Jaume.
Ese interrogante no es una preocupación gratuita de los sectores más impacientes y situados más a la izquierda del panorama catalán: el propio secretario general de Comisiones Obreras afirmaba públicamente que el gobierno de Maragall estaba impulsando una política continuista con relación a los casi veinticinco años de predominio de Jordi Pujol. Y, si de algo no puede acusarse a los moderados sindicatos catalanes, CC.OO. y UGT, es de ser un nido de exaltados bolcheviques y anarquistas.
Es obvio que, pese a la satisfacción que produjo el primer gobierno de izquierda en Cataluña desde la guerra civil (aunque nunca se llamó a sí mismo de esa forma, sino gobierno catalanista y de izquierdas lo que no deja de ser revelador), no se esperaba demasiado de su afán reformador y progresista. Primero, porque los socialistas catalanes, aunque cuentan con sectores de su militancia de base que realmente conectan con las aspiraciones de cambio social, tienen un comportamiento semejante a sus compañeros del resto de España y su apuesta política es una mezcla de planteamientos liberales y socialdemócratas. Es dudoso que de ahí, surjan claras ambiciones de transformación social. Las hipotecas que contrajo el PSOE durante la transición y, después, con los gobiernos de Felipe González, continúan limitando su acción. En lo económico, sus planteamientos no van más allá de la modernización capitalista, con todo lo que ello supone. No hay más que ver las decisiones del ministro Solbes en Madrid o de su homólogo en Barcelona.
El segundo componente del gobierno tripartito, ERC, si bien cuenta también con un sector de claro contenido progresista y de izquierda, bascula siempre en su actividad diaria hacia las cuestiones ligadas a la identidad nacional, el soberanismo y la defensa de la lengua y las instituciones catalanas, y deja en segundo plano las cuestiones sociales. Algunos dirigentes -aun de forma moderada, y conscientes de los riesgos políticos que corren- han hecho pública ya su insatisfacción con la trayectoria del gobierno catalán e incluso han hablado de la posibilidad de recurrir de nuevo a la convocatoria de elecciones. De cualquier forma, son de agradecer sus iniciativas impugnadoras de los privilegios de la familia Borbón, un asunto tabú para los partidos mayoritarios españoles, PSOE y PP, y también para los catalanes PSC y CiU.
El tercer eslabón del gobierno, ICV y EUiA, son viejos hermanos separados, unidos circunstancialmente por un acuerdo electoral. Uno de ellos, ICV, inmerso en su huida del fuego de las viejas trincheras de la izquierda comunista, y está recalando, atropelladamente, en los nuevos paraísos verdes. Muchas de sus propuestas, y de su timidez política para impulsar medidas progresistas, se explican por esa mutación ideológica. Aunque, en justicia, hay que decir que no han llegado tan lejos como la mayoría sus correligionarios europeos verdes, dispuestos a aprobar una infame Constitución que sanciona una Europa liberal y conservadora, y cuyo ejemplo más acabado el de los verdes alemanes. No obstante, en ICV, no ponen demasiado énfasis en las necesidades de cambio social.
Por su parte, EUiA, aún representando sobre el papel la organización situada más a la izquierda de las fuerzas presentes en el gobierno catalán (aunque en puestos deliberadamente secundarios y de escasa relevancia política), está atada por su dependencia de ICV y su progresiva identificación con los espejismos del confuso ecosocialismo que defiende esa organización y que suscribe, también, el propio coordinador de Izquierda Unida, Gaspar Llamazares. En la práctica, EUiA, apenas tiene una presencia testimonial, marginal, que se agrava por la evidente falta de iniciativa política de su dirección a la hora de impugnar cualquier decisión de sus socios de ICV, y de la gobernanza del propio ejecutivo catalán. Su difícil situación llega hasta el punto de hallarse casi completamente anulada por ICV, hecho que se agrava por su falta de capacidad propositiva: ahí reside una de las más claras limitaciones de EUiA. El único diputado de EUiA preguntaba la semana pasada a Maragall, en el Parlament, si, al margen de las obligadas declaraciones de satisfacción por parte de los partidos que sustentan a su gobierno, había pensado en cómo hacer frente a las necesidades ciudadanas. El diputado, que celebraba el proceso de reforma del Estatut de autonomía y la elaboración de unos presupuestos que, según su opinión, transformarán el país, interrogaba al presidente de la Generalitat por el contenido de la política social de su gobierno. A eso se reducía toda la tensión transformadora de la organización situada más a la izquierda de entre las que sostienen al gobierno, tras un año de espera. EUiA hacía visible, así, las consecuencias de su subordinación a ICV, y, más allá, su falta de capacidad para criticar y exigir la aplicación de una clara política progresista.
EUiA, que, tras los contradictorios inicios del tripartito, ha hecho una valoración positiva del año transcurrido, según sus palabras, no parece consciente de que invertir un año en la consolidación del gobierno no es precisamente un buen augurio. Según EUiA, el gobierno de Maragall, ahora, estaría impulsando las medidas sociales, pero su recuento se revela, como mínimo modesto. Es el siguiente: el gobierno Maragall ha lanzado la reforma del Estatut, ha incrementado el número de profesores y ha bloqueado la incipiente privatización de la enseñanza pública, a lo que debe añadirse el incremento de las pensiones y algunas iniciativas contra la precariedad laboral y los accidentes de trabajo. EUiA, con timidez, apunta que deberían acelerarse algunas iniciativas de carácter social, pero su propio enunciado pone en evidencia la desnudez del rey: tras un año de gobierno apenas si se ha avanzado en la transformación social.
¿Qué perspectivas se ofrecen a los ciudadanos? No parecen demasiado atrevidas. Las mayores preocupaciones de los catalanes, según mantienen las encuestas encargadas por distintos organismos, se resumen en el temor por el incremento de los precios, en los altos niveles de desempleo y en la creciente precariedad del trabajo, y en el escandaloso precio de las viviendas. Además, puede añadirse a esa lista que la peligrosa precarización laboral amenaza a casi la tercera parte de la población, con especial incidencia entre mujeres y jóvenes, así como inmigrantes, y que existen grandes bolsas de pobreza en Cataluña, ocultas y desconocidas (piénsese en las decenas de miles de jubilados con pensiones de miseria), por no olvidar otras cuestiones que deberían estar en el centro de las preocupaciones del gobierno Maragall, como la impunidad con la que operan los capitales mafiosos, invirtiendo en la costa, en el negocio inmobiliario y en otros, o de la creación de un verdadero prostíbulo de Europa, con ramificaciones que alcanzan a muchas comarcas catalanas y con escandalosas tramas que compran y venden seres humanos, a añadir a los problemas estratégicos del monocultivo turístico, a la escandalosa y casi esclavista explotación de los colectivos de trabajadores inmigrantes, a la degradación del medio ambiente o a la pérdida de tejido industrial, entre otras cuestiones.
De manera que el balance global de un año de gobierno Maragall no puede ser más modesto. Y, de hecho, la burguesía catalana, a través de sus organizaciones, como el Foment del Treball, no se muestra disgustada con el tripartito. Más allá de las limitaciones de acción gubernamental de un ejecutivo que actúa exclusivamente en una comunidad autonómona, por importante que sea, lo cierto es que es su impulso progresista es dudoso. Y ello, tras casi un cuarto de siglo de predominio nacionalista conservador, y cuando las necesidades sociales son un reto gigantesco.
No puede obviarse que muchas de las ambiciones de cambio social de los dirigentes de esta moderada izquierda catalana han quedado satisfechas por su propia presencia en las instituciones: muchos de ellos creen que el cambio es un hecho porque ellos están en el poder. Al margen de la satisfacción que les proporcionan sus elevados sueldos y la relevancia social adquirida, es penoso tener que recordarles que la bondad de una acción de gobierno viene dada por sus contenidos progresistas y no por la personalidad o el origen de sus gestores e impulsores. La nueva forma de hacer política está todavía inédita, y en ese sentido, como en el impulso de la participación popular, no puede hablarse de grandes cambios.
Una de las fuerzas que más arriesgan con esa falta de decisión progresista del gobierno Maragall es EUiA, incapaz, por ahora, de tomar distancia de sus socios. Pero, obligada a lidiar con esas evidencias, limitada por su propia marginalidad política, quien se autodenomina izquierda transformadora, EUiA, no parece ser consciente de los riesgos. Y, sin embargo, esa complicada situación, esa decepción que se empieza a manifestar entre los ciudadanos, es, sin duda, una de las causas de los problemas que florecen en el interior de EUiA, junto a otras como la progresiva identificación con la mutación verde de sus principales representantes, siguiendo la confusa estela de ICV, así como la autosatisfacción, y las tentaciones para acallar las voces críticas, que vuelven a ser moneda corriente entre esa izquierda transformadora. Se asiste, así, a la limitación de la democracia interna, y a la imposición arbitraria de los asistentes a las reuniones de los órganos de gobierno de la coalición, siempre a gusto del coordinador general.
Encerrada en esa obsesión por evitar que se alcen las voces críticas, la dirección de EUiA ha llegado a inventarse órganos, como una supuesta Conferencia política, que no está contemplada en los estatutos, puesto que los órganos existentes son el Consell Nacional y la Assamblea Nacional. A esa Conferencia, celebrada antes del último verano, asistieron los miembros del Consell Nacional más los coordinadores locales: un diseño a medida del actual coordinador general, siguiendo la vieja tradición que Rafael Ribó impuso en años ominosos para la izquierda catalana. No son los únicos problemas que nublan el horizonte de EUiA: a todo lo anterior debe añadirse un deficiente control de los recursos económicos de la federación, una gestión oscurantista que crea constantes problemas, y, también, la limitación de los derechos de los miembros de Esquerra Unida, vetando la circulación de ideas y propuestas, junto con un progresivo sectarismo y una evidente falta de iniciativa política.
Concluyo. Un año después de la salida del nacionalismo conservador del Palau de la Generalitat, la izquierda catalana apenas si ha mostrado un dócil continuismo, una precaria política de gestos, una limitada ambición para afrontar los problemas reales de la sociedad que gobierna. Si nadie esperaba ambiciosos proyectos de cambio progresista, tampoco nadie imaginaba que el mal llamado oasis catalán contemplaría, un año después, un gobierno que se empantana en la herencia del nacionalismo conservador. Sería lamentable que las cuatro fuerzas políticas que sostienen al gobierno Maragall hipotecasen el futuro con la autosatisfacción que vienen mostrando y con la continuidad de una acción gubernamental que ya ha desperdiciado un año.