En esta conferencia -dictada el pasado julio en Barcelona, en el marco de la Universitat Progresista d’Estiu de Catalunya-, el historiador Josep Fontana habla, con la perspicacia,la solvencia intelectual y el buen sentido político que le caracterizan, de Cataluña, de España y de la izquierda política y social. Daniel Escribano tradujo el texto para SINPERMISO, […]
En esta conferencia -dictada el pasado julio en Barcelona, en el marco de la Universitat Progresista d’Estiu de Catalunya-, el historiador Josep Fontana habla, con la perspicacia,la solvencia intelectual y el buen sentido político que le caracterizan, de Cataluña, de España y de la izquierda política y social. Daniel Escribano tradujo el texto para SINPERMISO, de cuyo Consejo Editorial es miembro el reconocido historiador.
Hace algún tiempo los organizadores de estos cursos me propusieron participar en una mesa redonda. Después, sin previo aviso, la mesa redonda se convirtió en cuadrada y, de repente, me encontré, hace pocos días, con que se me encargaba nada menos que hablar de Cataluña y su futuro. Y desde la izquierda. Problema complejo. De entrada, y dejando de lado qué sea la izquierda, pues no todos la entendemos de la misma manera, resulta que un historiador, que es lo que yo soy, no habla nunca del futuro, porque la experiencia de su trabajo le enseña que no existe oficio más arriesgado ─o más tramposo, según los propósitos con que se ejerza─ que el de profeta. Y no hay mayor estupidez que creer en las profecías.
Dejadme poner dos ejemplos. En 1945, al acabar la Segunda Guerra Mundial, yo tenía 14 años y me creí las promesas que hicieron los ganadores que nos garantizaban que habría un mundo de libertad generalizada, donde la paz estaría asegurada por la Organización de las Naciones Unidas y la pobreza sería eliminada como consecuencia de los progresos tecnológicos, empezando por la contribución de la energía atómica. Han pasado más de sesenta años y ni la libertad es general ni ha habido paz, sino millones de muertos ─cuatro sólo en el Congo en los últimos diez años─ , y la pobreza y el hambre, lejos de haber desaparecido, amenazan hoy con renovadas fuerzas.
Me lo parece, al menos, porque no todo el mundo comparte esta opinión. Leía esta semana en The Economist, que es algo así como L’Observatore Romano del capitalismo, que «a pesar de los últimos hundimientos de la Bolsa y de los problemas del crédito, el ingreso per cápita a escala mundial ha aumentado más en los últimos cinco años que durante cualquier otro período semejante de que hayan existido datos». Y un poco más abajo, en el mismo sentido, unas previsiones de Coca-Cola decían que «el futuro de África es brillante; la compañía espera que sus ventas allí crezcan a un ritmo anual del 10% al 13% en los próximos años», previsiones asociadas por considerar que las ventas de Coca-Cola en los países africanos son un signo de la marcha de sus economías (1). Cosas, todas éstas, que habría que explicarles a los africanos que se juegan la vida intentando ganar las costas europeas por mar: vuelvan a casa, que el mundo va bien y no hay pobreza, que lo único que pasa es que están mal informados.
La siguiente vez que me engañaron con promesas de futuro fue en los años en que luchábamos contra el franquismo. Si os leyera lo que ofrecían los programas de los partidos de izquierda en aquellos años os quedaríais boquiabiertos. Todo lo que nos dieron fue un poco de d emocracia, más bien magra, pero no, ni de lejos, el tipo de futuro que nos prometían y por el que habíamos luchado.
Permitidme, por tanto, que no haga profecías. No sé cómo será el futuro, porque depende de lo que hagamos entre todos. No nos vendrá regalado por algún poder superior, ni será el resultado de no sé qué suerte de fuerzas invencibles del progreso, como pensaban aquellos ingenuos que, creyendo tener la historia de su parte, ya veis cómo terminaron .
Tampoco entiendo qué se espera que pueda añadir hoy a lo que os han dicho estos días personas mucho más autorizadas que yo. Si, al proponerme el tema del futuro de Cataluña, lo que queréis es que hable de la posible evolución de sus libertades nacionales y sociales, lo único que me atrevo a hacer es alguna observación sobre el punto en que nos encontramos hoy y algunas reflexiones complementarias, derivadas de mi conocimiento del pasado, sobre lo que pueda suceder.
En lo atinente al punto de partida, a la situación actual, la verdad es que no resulta nada esperanzadora. Antes bien, Yevgeni Primakov, que fuera jefe del gobierno ruso en la etapa de Yeltsin, ha escrito en sus memorias que «tomando en consideración que dos mil nacionalidades y pueblos viven en más de ciento cincuenta estados, puede concluirse que la política general debería ser asegurar los derechos de las minorías nacionales de los estados multinacionales» (2). Palabras cargadas de sensatez, pero id a explicar le esto a nuestros vecinos de este estado multinacional en que nos ha tocado vivir, ahora en plena efervescencia de nacionalismo intransigente.
Esto tiene suficiente lógica en lo tocante a la derecha, que ha entendido siempre el nacionalismo como una estrategia deliberada para preservar su posición social dominante por la vía de movilizar el apoyo de las masas en nombre de la nación (3). Una tarea especialmente fácil cuando puede inventarse un enemigo colectivo, externo o interno, para suscitar unanimidades en nombre de la patria amenazada. Y es evidente que, faltos de enemigo externo, después de la pifia de la reconquista de la isla del «Perejil», a los catalanes nos toca ahora la función de enemigo interno. Lo malo, empero, es que no sólo la derecha juega hoy a este juego.
Para conseguir una intoxicación nacionalista, todo vale. La deformación de la historia, por ejemplo, usada como elemento para generar convicción política, como hiciera desde sus orígenes el franquismo. Un personaje intelectual como Tovar, que más adelante acabaría rompiendo con el régimen, reconocía la importancia que tuvo para ellos una visión irracional de la historia que, según decía, «no se puede dirigir con la cabeza: la historia es sangre», y cuyo papel en la guerra civil definía con estas palabras: «La sombra de Menéndez Pelayo estaba presente entre los sublevados del 18 de julio» (4).
Pocas cosas son tan temibles como este tipo de historia que rechaza que la dirijamos con la cabeza y que, nutrida con mitos y tópicos, con intransigencias viscerales, multiplica el uso de términos y símbolos sentimentales, al tiempo que margina el uso de una razón condenada como herejía o traición a los valores identitarios. En las 24 páginas de la versión inicial de la ponencia política del XVI Congreso del Partido Popular celebrado hace algunas semanas, aparecía 51 veces la palabra España y 60 veces las de nación y nacional (es decir, cerca de cinco referencias por página a las «esencias patrias»), y eso en un texto que contenía afirmaciones tan irresponsables como que «España es la nación más antigua de Europa» (5).
Y lo que es más grave es que había un prohombre del PP, el señor Vidal Quadras, que encontró demasiado tibia esta redacción e hizo introducir una serie de rectificaciones «históricas» reafirmantes de un patriotismo del estilo «Isabel y Fernando» que cantaban los del Frente de Juventudes. Lo cierto es que, a pesar de que los conocimientos históricos de este señor, que se supone que es profesionalmente un físico nuclear, son de la misma categoría intelectual que los de «Manolo el del Bombo», la dirección del PP las mantuvo sin ningún tipo de inconveniente: eran armas de combate, y punto.
Detengámonos un momento, si queréis, en eso de «la nación más antigua de Europa». Hablar de nación requiere una aclaración previa respecto a lo que se quiere designar con este término, el cual admite diversas definiciones. Porque acaso convenga recordar que, hasta 1836, en España el adjetivo nacional era considerado subversivo, lo que explica que en 1823, para combatir a los llamados milicianos nacionales, a quienes se encarcelaba, cuando no se los asesinaba por los caminos, se crearan los «voluntarios realistas», cuyo nombre mismo expresaba una concepción distinta de la patria, la patria, esto es, integrada por los súbditos de un monarca que tenía el poder por derecho divino, no por legitimación de ciudadanos iguales en derechos, como corresponde a una nación. No en vano, y a propósito del Estatuto real, dijo Antonio Alcalá Galiano, en la sesión de las Cortes de 12 de marzo de 1835, que «uno de los objetos principales que debemos proponernos todos es hacer a la nación española una nación, que no lo es ni lo ha sido hasta ahora». Y si queréis que añadamos otro dato histórico, se puede acaso recordar que la actual bandera del Estado, de la que se han consumido kilómetros en estas pasadas semanas con motivo del campeonato de Europa de fútbol ─un solo fabricante aseguraba a la prensa haber agotado los stocks y haber «hecho en dos días más de 45.000 metros de banderas españolas»─,(6) no se convirtió en la oficial del Estado hasta 1841. No es precisamente la más antigua de Europa.
Me satisface mucho ver que los gobiernos de la Unión Europea han decidido no imponer a los inmigrantes aquel «contrato de integración», que, según decía el proyecto inicial, tendría carácter obligatorio e incluiría el «imperativo de aprendizaje de la lengua nacional, de las identidades nacionales y de los valores europeos». Me parece muy bien que no se imponga a los inmigrantes latinoamericanos, asiáticos o africanos. Pero el problema con que me encuentro es que ahora me lo quieren imponer a mí. Toda la nómina de los «intelectuales» castellanos ─por cierto, a mí me gustaría saber dónde se expenden los certificados del título de «intelectual», que es una cosa que nunca he visto muy clara─ está ahora obstinada en asegurarse que sepa hablar suficientemente bien su lengua y en vigilar que no abuse del uso del catalán que, generosamente, me concedieron para que lo utilizara en las relaciones familiares e íntimas, como una de las grandes conquistas de la transición. Porque lo que les preocupa no es la decadencia del castellano ─si fuera eso lo que les inquietara, lo que harían es organizar cursos en casa para sus propios políticos, que tan mal lo hablan─, sino el abuso que cometemos nosotros de pretender usar el catalán en la educación, la ciencia o la cultura, en lugar de reservarlo, como es debido, para expresiones folclóricas, concursos sardanistas [danza tradicional catalana; T.], exhibiciones de castellers [competición tradicional catalana consistente en la formación de torres humanas; T.] o, como máximo, competiciones de tortillas, [salsa] romesco o [salsa] o xató.
Y no es sólo esto, sino que lo que más les angustia es que no hayamos cumplido como deberíamos nuestro «contrato de integración», mediante la adecuada asimilación de los símbolos de la patria. Hay una serie de muestras de esta incapacidad de cumplir el contrato que provoca los indignados aspavientos de estos intelectuales, incluyendo a algunos que se dicen de izquierda (¿de qué izquierda serán? No de la divine, precisamente; más bien de la inquisitorial). Cuestiones como la decisión del Ayuntamiento de Barcelona de mostrarse contrario a las «corridas de toros» ─aunque las sigue tolerando─, o las muestras de rechazo al «toro» de Osborne, convertido en venerada insignia nacional incorporada a las banderas españolas. Por cierto, las banderas son sagradas ─como lo demuestra que su quema pueda llevaros a la cárcel─ , pero nadie se escandaliza porque se las asocie a una marca comercial de alcohol. Ahora bien, intentad vosotros bromear incluyendo algún otro logotipo que os guste (no me hagáis provocaros con sugerencias, que el asunto podría acabar mal; imaginad las combinaciones por vuestra cuenta). Bien, después de haberlo imaginado, llevadlo a la práctica y veréis lo que os pasa.
Y si no fuera más que cosa de los intelectuales, todavía no me preocuparía demasiado. Lo malo es ver cómo la intransigencia hacia la diferencia se extiende más allá. Hace un par de semanas, buscando información en el Google, fui a parar a una web donde había una reivindicación que decía: «Raúl, a la selección nacional». Lo cual habría sido una reivindicación deportiva discutible, pero legítima, si no fuera porque venía significativamente envuelta en cuatro grandes banderas españolas, una por cada lado. Que querían decir que la cosa no era deportiva, sino política, tal y como correspondía a lo que no hacía mucho había oído decir a un joven entusiasta: «Quien no quiera que Raúl vaya a la selección es un mal español».
Me preocupa observar la marcha de las cosas. Por ejemplo: la ola de patriotismo visceral alimentada estas últimas semanas por una cadena de televisión que utilizó el campeonato europeo de selecciones de fútbol para fidelizar a un público al que, no consiguiendo atraerlo con una programación mediocre, drogó con exaltaciones patrióticas hasta lograr congregar a multitudes en una plaza de Madrid. Una afluencia que no tenía explicación racional, ya que es seguro que todos los que se congregaron tenían en casa un televisor con que poder ver más cómodamente lo mismo que allí se les ofrecía, pues se trataba de una transmisión en programación abierta. Me da miedo el uso que se puede hacer de esta capacidad de movilización, de esta intoxicación de nacionalismo irracional, manejada con mala intención.
Nos habían dicho que formar parte de una España con régimen autonómico quería decir vivir en una casa común, en plena libertad. Pero parece que nos han engañado una vez más. Y que no nos dejarán vivir tranquilos, como no sea con «contrato de integración», previa proclamación de nuestra renuncia al uso público de la lengua y nuestro entusiasmo por los toros, el logotipo de Osborne y el arte de la Pantoja. Nos habían dicho que el castellano era «un idioma para el diálogo», y yo empiezo a temerme que algunos han hecho de él «un idioma para el interrogatorio».
Me permitiré sí que os haga otra observación histórica. Cada vez que retroceden las libertades de Cataluña, lo hacen también las del conjunto de los españoles. Sucedió así en 1714, cuando los resistentes de Barcelona proclamaron combatir por la libertad de todos los españoles (y era verdad). En el siglo XX, cada vez que ha habido un retroceso de las libertades de España, se ha justificado con la necesidad de coartar las de Cataluña. Lo hizo en 1923 el general Primo de Rivera; el intento fracasado de Sanjurjo en 1932 estaba sobre todo movido por la oposición al Estatuto de Cataluña que se estaba discutiendo en las Cortes; el general Franco se rebeló en 1936 en nombre de la integridad de la España «una», y el golpe frustrado del 23 de febrero de 1981 tenía como motivación principal la oposición de los militares a los estatutos de autonomía, problema que tuvo que resolverse finalmente con la LOAPA.
¿Qué puede hacerse en una situación como ésta? Lo que tengo claro es lo que no puede hacerse, que sería combatir en el mismo terreno, peleándose a banderazos y respondiendo con irracionalidad a su irracionalidad. La nuestra es una sociedad que ha conseguido mantener una identidad propia a lo largo de la historia en circunstancias harto difíciles. Desde principios del siglo XVI tuvo que acostumbrarse a organizarse por su cuenta, sin la figura de un rey o dirigente de referencia. Y lo hizo desarrollando, por un lado, unas instituciones representativas de gobierno que tenían en el fondo vocación republicana ─siempre hemos tenido fama de republicanos, y con toda justicia─, y, por otro, potenciando, desde abajo, las redes de organización de los intereses de grupo: es decir, desarrollando una sociedad civil. Lo que permitió sobrevivir a la sociedad catalana después del hundimiento de 1714, cuando las instituciones representativas fueron aniquiladas, fue justamente la fuerza de la sociedad civil que se manifestó desde entonces, y lo ha seguido haciendo hasta nuestro tiempo, en el florecimiento de los lazos del asociacionismo: gremios, sindicatos, cooperativas, centros políticos, deportivos y culturales de todo tipo. La base del republicanismo en casa no eran los partidos, sino los centros republicanos, que se adherían a uno u otro programa (yo aún he conocido el mundo de las grandes cooperativas de consumo, que eran centros de cultura popular, con biblioteca, grupos de teatro y cursos para los afiliados). Incluso entidades que aparentemente tienen una finalidad muy alejada de cualquier significado político, como el Centre Excursionista de Catalunya, fundado en 1876, o el propio Futbol Club Barcelona, a menudo han ejercido funciones de resistencia identitaria.
En momentos como los actuales, en que los partidos políticos tienen escasa capacidad de movilización ciudadana, han sido las organizaciones de la sociedad civil las que han encabezado algunos de los grandes momentos de expresión de la opinión pública catalana. No fueron los partidos ni los sindicatos, por ejemplo, los que fueron capaces de sacar a la calle la mayor manifestación ciudadana que jamás se haya realizado en este país, la de la protesta contra la invasión de Iraq.
Por el propio hecho de que el predominio de la sociedad civil engendra un clima de convivencia y libertad, esta sociedad ha tenido, al menos hasta nuestros días, una extraordinaria capacidad de integración de los que venían de fuera. En los años del franquismo, cuando se registró una primera gran ola de inmigración, de origen peninsular, y muy especialmente, de Andalucía, el gran triunfo de la sociedad catalana fue conseguir que estos inmigrantes no se convirtieran en un cuerpo extraño, sino que asimilaran como positivas algunas de las diferencias que encontraban aquí ─recuerdo a un amigo andaluz que me decía que, a diferencia de lo que sucedía en su pueblo, aquí no tenía que ceder el paso por la calle cuando venía un señorito─ y que se decidieran a participar en una lucha conjunta contra un enemigo común, que era la dictadura, para lograr al tiempo los derechos nacionales y sociales. Tengo un recuerdo bastante vivo, porque los seguí muy de cerca, de aquellos Once de Septiembre de los últimos años del franquismo en que las mayores manifestaciones de reivindicación de autonomía eran encabezadas en gran medida por los trabajadores inmigrantes del extrarradio industrial de Barcelona. Fruto de aquel entendimiento ha sido el hecho de que la población inmigrante no haya servido de quinta columna para los enemigos de Cataluña; que no haya habido un lerrouxismo popular, y que hayamos llegado hoy a tener a un inmigrante andaluz como presidente de la Generalidad.
No es al PP a quien votan en Santa Coloma de Gramenet, en donde hace unos años se aseguraba que vivía más gente nacida en Andalucía que en Cataluña (hace unos años; ahora quizás haya que rehacer las cuentas para averiguar, por ejemplo, el número de nacidos en China). Esto nos explica que gran parte de los dirigentes del PP no procedan, como querría la lógica del integrismo españolista, de los inmigrantes que se defienden de la opresión nacionalista catalana, sino de la parte más degenerada de nuestra sociedad: fracasados que piensan que sus méritos no han sido valorados como merecían y que, poniéndose en almoneda, buscan una promoción segura; ambiciosos, sabedores de que no hallarán tantas oportunidades de hacer carrera política fueran de esta asociación de mediocridades, etc. No es raro que haya más inmigrantes entre los dirigentes de los partidos de izquierda que entre los de este degenerado callejón sin salida de la sociedad catalana.
He hablado de un pasado, el del franquismo. Pero el gran desafío que nos plantea el futuro es el de saber si seremos capaces de integrar igualmente a la nueva oleada de inmigración que nos ha venido de fuera de la Península, de procedencias culturales muy diversas. Y no me estoy refiriendo a una inmigración temporal, que acaso mengüe por los efectos de la crisis económica y de las medidas policíacas arbitradas por la Unión Europea y aceptadas por nuestra izquierda oficial, sino a las familias que se han establecido entre nosotros, que previsiblemente seguirán viviendo aquí y que, por otra parte, resultan necesarias en más de un sentido. Ahora mismo, según se ha publicado estos días, uno de cada cuatro de nosotros es hijo de inmigrantes. Y es absolutamente necesario que empecemos a pensar qué haremos para que éstos se integren como hicieron años atrás los hijos de los que venían de otras tierras del Estado.
Yo me temo que nuestros políticos, que viven obsesionados con el plazo cuatrianual que media entre elección y elección, distan por mucho de advertir que una de las misiones esenciales que tiene nuestra sociedad en estos momentos es la de resolver el problema de la educación de estas nuevas generaciones para facilitarles su integración. Que lo verdaderamente importante en el terreno de la enseñanza no son las universidades, sino los niveles de enseñanza primaria y secundaria. Eso lo saben suficientemente bien quienes estudian las consecuencias económicas de la educación. Universidades de primera fila forman a especialistas de calidad que acaban yéndose a los Estados Unidos, mientras que son los niveles medios de la educación, en su proyección masiva, los que aseguran el crecimiento económico de un país.
Es en estos niveles donde debe hacerse el gran esfuerzo de mejorar la enseñanza pública, rompiendo con la evolución que está produciendo una enseñanza privada o «concertada» para los hijos de nuestra burguesía y una enseñanza pública a que se ven abocados, con la masa de inmigrantes, quienes no pueden costearse unas escuelas «concertadas» supuestamente gratuitas. Habría que hacer el esfuerzo necesario para proporcionar recursos a esta enseñanza pública, para conseguir que sea capaz de formar adecuadamente a todos los alumnos que recibe y que logre un nivel de calidad superior al de la enseñanza privada, cosa que no tendría que ser difícil si tenemos en cuenta que dispone de los profesores mejor formados, que han tenido que superar los trámites de concursos de acceso muy exigentes.
Pero es claro que si una educación mejor puede ser una herramienta de integración eficaz, también lo es que eso no basta. Que lo mismo que debe ofrecérseles una educación de primera, tan buena como la que destinamos a nuestros propios hijos, debe ofrecérseles también el marco de una sociedad en que valga la pena quedarse a vivir. Si los andaluces de los años cincuenta encontraban aquí una sociedad más abierta y más libre, los hijos de la nueva inmigración deberían encontrar entre nosotros un clima social que corresponda a las exigencias de nuestro tiempo. Un clima que sólo puede construir la izquierda, pero una izquierda de verdad, capaz de mostrar por las raíces culturales de los otros aquella sensibilidad que ni la derecha ni la izquierda españolas tienen respecto de las nuestras.
Defenderé tanto como haga falta la necesidad de luchar por la conservación y la potenciación de nuestra lengua. Pero la lengua no es el único elemento de identidad nacional. No lo era, por ejemplo, para los catalanes que luchaban en la Guerra de Sucesión ni para un hombre como [Antonio] Capmany ─a quien Pierre Vilar calificó con toda justicia como la figura más importante del pensamiento ilustrado de la Península─. Para éstos la identidad residía sobre todo en unas formas de organización política representativas, en contraste con la tiranía del absolutismo de los Borbones: eran las leyes y las libertades de la tierra las que se consideraba que definían una sociedad donde todos tenían derecho a participar en el régimen colectivo. Esto era lo realmente importante como signo de identidad.
Yo querría una Cataluña del siglo XXI que conserve, fomente, extienda y potencie la lengua, sin hacer de ella una condición obligatoria de un contrato de integración ─que la haga deseada, más que forzada─ y que entienda que su identidad debe basarse sobre todo en saber desarrollar unos valores que forman parte de su propia tradición: una tradición de progreso y libertad que nos ha de ayudar a construir una sociedad en que valga la pena vivir, donde los hijos de los inmigrantes se sientan atraídos por participar para construir su futuro juntamente con nosotros.
Los políticos tienen una parte de la responsabilidad en esta tarea, pero sólo una parte. Y acaso no la más importante. Es evidente que hace falta que vayamos a votar, aunque a menudo nos resulte harto difícil, en una democracia poco participativa, con sus reglas de juego de listas cerradas que nos obligan a elegir a los representantes preelegidos por los partidos, no por nosotros, para otorgarles cuatro años de impunidad irresponsable. Pero no todo debe acabarse votando y volviendo a casa a esperar cuatro años más, sino que debemos buscar otras formas de participación. Y estas formas son las que nos han de permitir expresarnos a través de los órganos de la sociedad civil, de las asociaciones de todo tipo. Recuerdo, por ejemplo, las de vecinos, nacidas desde abajo y arraigadas en el conjunto de la gente, capaces de expresar sus necesidades, intereses y aspiraciones. Es así como este país ha conseguido en el pasado no solamente sobrevivir, contra tantas dificultades, sino también progresar. Es de esta manera, también, como todos juntos podemos contribuir a que siga haciéndolo.
En 1714 perdimos la soberanía, pero no renunciamos a la nacionalidad. Y si no podemos acceder hoy a la soberanía, ya que las reglas de juego vigentes en Europa no lo ponen nada fácil ─no os dejéis engañar por el falso ejemplo de Kosovo, que no es una nación soberana, sino un protectorado norteamericano creado para sostener una gran base militar con las condiciones de extraterritorialidad que suelen exigir los Estados Unidos─, lo que debemos hacer es justamente seguir manteniendo, como los hemos mantenido durante cerca de trescientos años, esos valores nacionales en que consiste nuestra identidad. Unos valores que sólo puede desarrollar con eficacia la izquierda, siguiendo el ejemplo del viejo federalismo y del republicanismo popular, que tuvieron que superar una y otra vez los obstáculos que se les opusieron y que consiguieron mantener viva nuestra identidad. Nuestra patriótica burguesía, en cambio, tan pronto como empezaron a caer chuzos de punta, en 1939, se afanó en hacer negocios con el franquismo, y comenzó a ponerse nerviosa cuando, en 1975, vio que las cosas iban a cambiar y no estaba segura de poder controlarlas. Fue entonces cuando uno de sus representantes más calificados, el señor Ortínez, se apresuró a escribir a Adolfo Suárez para recomendarle que hiciera venir a Tarradellas, a fin de reducir el problema de Cataluña a los límites de una sensata autonomía y, según las palabras de su carta a Suárez, «salir del impasse en el que nos encontramos, con Pujol y los comunistas defendiendo las ‘nacionalidades’, término en opinión de muchos catalanes absurdo y que complica innecesariamente la política nacional».
El futuro de Cataluña está, hoy como siempre, en manos de la izquierda, de una izquierda que ha aprendido de su experiencia histórica que no debe rendirse, porque, como dijera Martí i Pol en un verso admirable, «todo está por hacer y todo es posible».
Notas:
(1) «Wrestling for influence», The Economist, 5 de julio de 2008, pp. 35-38 (citación de p. 36). Y, en el mismo número, «Index of happiness?», p. 50.
(2) Yevgeni Primakov, Russian Crossroads, Toward the New Millenium, New Haven, Yale University Press, 2004, p. 201.
(3) «La intensa cultura nacionalista en los países europeos antes de la Primera Guerra Mundial fue parcialmente producto de estrategias deliberadas de las elites europeas para combatir los movimientos socialistas y preservar sus posiciones dominantes mediante la movilización de las masas en nombre del nacionalismo». Anatol Lieven, America Right or Wrong. An anatomy of American nationalism, Nueva York, Oxford University Press, 2004, p. 28.
(4) Antonio Duplá, «Falange e historia antigua», en F. Wulff y M. Álvarez, (ed.), Antigüedad y franquismo (1936-1975), Málaga, Centro de Ediciones de la Diputación de Málaga, 2003, pp. 79-80.
(5) G. Buster y Daniel Raventós, » Y a todo eso, ¿qué dicen las ponencias del Congreso del Partido Popular?«, Sin Permiso, 25 de mayo de 2008.
(6) Borja de Lama Noriega y Javier Otero, «El negocio de la Eurocopa», Tiempo, n.º 1367, julio de 2008, pp. 12-18.
Josep Fontana, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es catedrático emérito de Historia y dirige el Instituto Universitario de Historia Jaume Vicens i Vives de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Maestro indiscutible de varias generaciones de historiadores y científicos sociales españoles, investigador de prestigio internacional e introductor en el mundo editorial hispánico, entre muchas otras cosas, de la gran tradición historiográfica marxista británica contemporánea, Fontana fue una de las más emblemáticas figuras de la resistencia democrática al franquismo y es un historiador militante e incansablemente comprometido con la causa de la democracia republicana y del socialismo.
Traducción para www.sinpermiso.info: Daniel Escribano