En 2005, cuando se iniciaron los trámites para llevar a cabo el nuevo Estatuto, se armó un revuelo considerable en sectores del PSOE porque se decía que Maragall dinamitaba la Constitución. Hay un vanidoso artículo de José Bono en que describe con tintes costumbristas discusiones algo cómicas entre Maragall y Pujol por un lado y […]
En 2005, cuando se iniciaron los trámites para llevar a cabo el nuevo Estatuto, se armó un revuelo considerable en sectores del PSOE porque se decía que Maragall dinamitaba la Constitución. Hay un vanidoso artículo de José Bono en que describe con tintes costumbristas discusiones algo cómicas entre Maragall y Pujol por un lado y Rodríguez Ibarra y el mismo Bono por otro, durante la cena dada por el Embajador de Portugal en Madrid en octubre de 2005. Los personajes actúan con huera exaltación de polichinela en un ambiente cortesano.
De hecho la historia del Estatuto es la de sentimientos que se arremolinan alrededor del concepto representado por el término nación. Es un laberinto, pero de ida y vuelta, en el que la puerta de salida y la de entrada están perfectamente a la vista.
Antecedentes
El artículo tercero de la Constitución de Cádiz se convierte en el eje del ordenamiento constitucional español al determinar: «La soberanía reside esencialmente en la Nación española», con mayúscula incluida. Es del todo gratuito remontarse ahora a formulaciones jurídicas anteriores en las que la soberanía era regia: la nación, precisamente porque el rey era el único soberano, no tenía aún validez jurídica real. Son los revolucionarios franceses los que se aprovechan de la acumulación de poder del absolutismo, que había triunfado de los señoríos feudales, para trasvasar en bloque toda la potestad soberana del rey al pueblo, llamándolo nación: « Le principe de toute Souveraineté réside essentiellement dans la nation «, art. 3 de la Declaración de los derechos del Hombre . (Algo que ha apuntado Gustavo Bueno en los presupuestos de su cierre categorial.) Los doceañistas no hacían otra cosa que seguir su ejemplo.
El preámbulo de la Constitución de 1837 y el artículo 32 del título II de la de 1868 recogen el concepto.
En el proyecto de Constitución republicana redactado por Castelar, en 1873, la Nación es indiscutiblemente España y territorios de Ultramar (es decir, Cuba y Puerto Rico, punto debatido), frente a las regiones constituidas en Estados. La soberanía, sin embargo, pasa a los ciudadanos y se ejerce a través de los organismos de la República, que ya no es toda la nación de una pieza, sino el Municipio, el Estado o región y la Federación o Nación (título III, artículos 42 y 43), ordenados de modo jerárquico.
La Constitución de la segunda República, si bien menciona a la nación española repetidas veces, prefiere determinar que la soberanía reside en el pueblo español, siguiendo en cierto modo la estela trazada por la Constitución de 1873.
La Constitución de 1978 es un poco la ensalada de todo esto. El artículo 1.3 establece la soberanía de modo muy similar al de la Constitución republicana. Se habla de soberanía «nacional» pero se la asienta en el pueblo. El artículo 2, sin embargo, generó debates ardorosos porque en el anteproyecto no se incluía el término nación. Julián Marías defendió su inclusión recordando a Covarrubias y el uso del vocablo en el castellano del XVI-XVII, que supuestamente fundamentaba como nunca antes en la historia el concepto moderno de nación, referido a España. Aunque, como se sabe, acabó incluyéndose, ya podía cantar misa el filósofo, porque la verdad es que el único sentido que importa no es el metafísico sino el estatal-jurídico, que no eclosionó hasta 1789, como he dicho. Antes de ese año, había Naciones por todas partes, en la medida en que se consideraba a alguien «nacido» aquí o allá. En autores europeos desde el XIV al XVIII se habla de la nación de las hormigas, de las abejas, etc.
El resultado final de dicho artículo segundo de la Constitución es un apaño que pretendía acertar la segunda vez el tiro marrado en el artículo anterior. La indisolubilidad de la nación debía estar contenida en su soberanía; sin embargo, a la soberanía se la había hecho recaer sobre el pueblo, vacío o falto de precisiones geográficas, al parecer. Al intentar remediar el supuesto error, el siete que se le hizo a la Constitución es, digamos, tremendo. Lo de «indisoluble» se convierte en una coz marcial a la misma soberanía y la nación doceañista fue adulterada de mala manera.
En medio de la desorientación sobre el valor jurídico de la soberanía, que no necesitaba remaches, el inicio del artículo segundo fue un modo de minimizar también la importancia del término nacionalidad, que inquietó a muchos, Marías incluido, porque venía a significar «subnación».
El Estatut
El proyecto de ley del Estatuto salido del Parlament inicia su preámbulo: «La nació catalana…». Hay otras tantas menciones a Cataluña como nación, la más llamativa en el primer punto del articulado. Evidentemente todo eso fue cepillado por el Congreso. Como escribió Pere Quart:
Però un frare caputxí […]
li ha ribotejat el si
i d’anques l’ha rebaixada.
Había en el texto una cierta embriaguez del término nación, es cierto; sin embargo, la rebaja fue más bien innecesaria, porque no se hablaba de soberanía, por más que la apelación a las leyes anteriores a 1716 y al régimen de 1931 pueda parecer que sorteaba la Constitución. El Estatuto cepillado, en fin, utilizó una sola vez, en su preámbulo, el vocablo: «El Parlament de Catalunya […] ha definit Catalunya com a nació»; y en el articulado el sintagma: «símbols nacionals», en referencia, por ejemplo, a la senyera. Se desataron las furias, como se sabe, de los 99 populares y la sentencia del Constitucional empezó su larga gestación de años.
La Sentencia del Tribunal Constitucional
Esta denostadísima sentencia 31/2010 viene a reconocer que lo que se incluya en el preámbulo debe tener un reflejo preciso en el articulado para que posea algún valor jurídico. Por lo tanto, solo en la medida en que se habla de símbolos nacionales en el artículo 8.1 puede volverse sobre aquella definición del Parlamento que recoge el preámbulo. En cuanto al término nación en sí mismo advierte que es «extraordinariamente proteico», palabras casi gnómicas, en mitad de la tormenta política, que deberían inspirar quizá a los juristas que preparan la nueva constitución catalana que ve la luz en enero de 2015 para que añadan al escudo de la Generalitat alguna iconografía clásica del dios Proteo, símbolo de las sofisterías jurídicas en que estamos inmersos.
La sentencia del Constitucional, tras haber admitido esto, no niega que Cataluña pueda ser una nación, ya que «de la nación puede, en efecto, hablarse como una realidad cultural, histórica, lingüística, sociológica y hasta religiosa». Aunque categóricamente se le niega condición jurídica-constitucional, que solo es atribuible a España (de acuerdo con el artículo 1 y 2, etc.), no se cierra la puerta a una reforma de la Constitución que pueda conferir a Cataluña dicha condición en el más alto grado -lo cual significaría, en última instancia, la tan temida fragmentación de la soberanía o, en palabras del momento, el derecho a decidir. Otra cosa iba a ser (no explica el Tribunal) cómo iban a aceptar eso los dos partidos mayoritarios.
Aun así, sin valor jurídico, la sentencia no borra el término nación del preámbulo del Estatuto, como puede leerse en la versión purgada, consolidada y publicada por el Parlament y por el Congreso como ley orgánica 2006/6 , por la sencilla razón de que no niega que pueda utilizarse nación en sentido cultural, histórico, lingüístico, etc. Ni siquiera se cancela explícitamente la posibilidad de hablar de España como plurinacional. Es algo de lo que deberían tomar nota los periodistas y políticos de todo el espectro ideológico, pero en especial los de la derecha española: España es una nación de naciones, plurinacional y Cataluña una nación, a secas, de modo completamente constitucional.
Por todo esto, no parece que la sentencia del Tribunal Constitucional fuera adversa a las alegaciones del gobierno catalán recogidas en la misma sentencia y, en consecuencia, que fuera favorable a los recurrentes del Partido Popular. No aceptar el término nación en sentido jurídico era algo esperable. Pero es que las alegaciones del Govern tampoco pretendían su aceptación. El Govern alegaba que, de acuerdo siempre con la Constitución de 1978, en el término «nacionalidades» del artículo 2 no se abolía un uso cultural del término nación, sino al contrario, porque «el art. 2 CE avala un uso legítimo del término ‘nación’ para denominar comunidades políticas no constituidas en Estados sino que forman parte de una gran Nación-Estado, España. Un uso que en ningún momento estaría asociado a la noción de Soberanía». (Las alegaciones del Parlament contenidas seguidamente en la sentencia son muy parecidas.) Es decir, en resumidas cuentas, que el Govern (y el Parlament) aclaraba sus propósitos, que no eran de carácter jurídico-constitucional, sino «polisémico» (el «proteico» del Tribunal) o, lo que es lo mismo, no aspiraban a la soberanía.
Así las cosas, sorprende un poco el revuelo alrededor del término, por más que el retoque de otros puntos del Estatuto y la cuestión fiscal justifiquen o no la indignación de los catalanes. La manifestación posterior a la emisión de la sentencia llevaba como pancarta (curiosamente) reivindicativa «Som una nació. Nosaltres decidim», tras de la cual iba el Govern. Tanto la pancarta como el discurso de Montilla parece que encontraban en los aparatos del Estado enemigos imaginarios contra la condición de Cataluña como nación en sentido cultural. De hecho, a la opinión pública catalana se la ha hecho tragado con esa perspectiva simplista, como si todo el debate se centrara en un uso único del vocablo nación, sin distingos jurídicos ni culturales, y en definitiva existe la creencia general de que el Estatuto aprobado por el Constitucional no contiene ya tal palabra, lo cual, ya se ha dicho, no es cierto.
Parece evidente que, dentro del ambiente (re)constituyente que pide la sociedad española, es muy importante escuchar de una forma u otra a un buen número de catalanes, soberanistas o solamente nacionalistas. De todas maneras, en las altas esferas políticas del proceso catalanista desde 2005 hay algo que arroja cierta sospecha sobre la espontaneidad de la declaración de soberanía del Parlament de 2013. De algún modo parte de la clase política catalana ya estaba al cabo de la calle de toda esta espiral y esperaba pacientemente que el embrollo produjera él solo, sin esfuerzo, el artículo primero de dicha declaración, que ni siquiera necesita ya el término nación: «Primer. Sobirania. El poble de Catalunya té, per raons de legitimitat democràtica, caràcter de subjecte polític i jurídic sobirà».
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