Hace unas semanas, el Ayuntamiento de Barcelona recibió una carta insólita. En la misiva, la reina Sofía reenviaba al Consistorio una petición de la Fundación Faada para que mejorara las condiciones de vida de la elefanta Susi, un ejemplar «deprimido», según la organización animalista, que comenzó a comerse sus propias heces tras la muerte hace […]
Hace unas semanas, el Ayuntamiento de Barcelona recibió una carta insólita. En la misiva, la reina Sofía reenviaba al Consistorio una petición de la Fundación Faada para que mejorara las condiciones de vida de la elefanta Susi, un ejemplar «deprimido», según la organización animalista, que comenzó a comerse sus propias heces tras la muerte hace un año de su compañera de jaula. Hoy, el proboscidio disfruta de una instalación de 2.000 m2, el doble que antes, y se entretiene con una nueva elefanta.
A pesar de la buena voluntad real, el gesto no casa con el comportamiento de la Corona en las últimas décadas. A pocos metros del recinto por el que deambula Susi, se alojó en 1967 una elefanta capturada viva en Mozambique por el entonces príncipe Juan Carlos de Borbón. El hoy rey regaló el animal al Zoo de Barcelona con la esperanza de crear un núcleo de elefantes en el parque, pero no tuvo éxito.
Según el diario La Vanguardia Española del 25 de enero de 1967, «apenas fue instalado en el recinto destinado a elefantes africanos, trató de arremeter a su congénere a pesar de que estaban separados por una fuerte reja de hierro».
El animal, como Susi, no supo adaptarse a su nuevo hábitat de hormigón. En 1974, el trofeo del heredero de Franco murió por una dolorosa torsión intestinal.
Los días en Safarilandia
No fue el único animal abatido por el monarca. El barón alemán Werner von Alvensleben había montado unos años antes en Mozambique, gobernado con puño de hierro por el dictador portugués António de Oliveira Salazar, una gigantesca reserva de caza del tamaño de Euskadi, a la que acudía la crema de la sociedad europea.
El multimillonario armador griego Stavros Niarchos, el posteriormente presidente francés Valéry Giscard dEstaing y el propio príncipe Juan Carlos eran algunos de los invitados de honor del aristócrata alemán. El joven Borbón no cazaba solo . Su primo, el conde Alberto Marone Cinzano, hijastro de la infanta María Cristina, también era asiduo de la reserva, conocida en la época como Safarilandia por congregar a las mejores escopetas de Europa.
El príncipe se estrenó con el rifle de caza mayor en África alrededor de 1962, cuando tenía 24 años. Su padre, Juan de Borbón, había trabado amistad en su exilio en Estoril con el experimentado cazador Manoel Posser de Andrade, miembro de la familia propietaria del mayor latifundio de Portugal: la Heredad de Palma, una finca de 200.000 hectáreas situada cerca de Setúbal. Posser de Andrade invitaba habitualmente a los Borbón a su hacienda, a la que acudían a disparar a perdices, zorros y jabalíes. Y un día, el cazador portugués sugirió al príncipe una escapada a Safarilandia .
Su hijo, Salvador Posser de Andrade, encontró muchos años después una fotografía de aquellas jornadas dentro de una bolsa de plástico. En ella, el joven príncipe posa, rifle en mano y sonriente, con sus primeros trofeos : tres cabezas de búfalo cafre y los cuernos de un antílope sable, un gran kudú y otra especie de ungulado. A sus lados, un par de negros imponentes sostienen dos colmillos de elefante.
Salvador, que no ha heredado la pasión cinegética de su padre, describe la atmósfera de aquel parque temático para la aristocracia europea en el corazón de África. «Safarilandia no era un lugar duro para los invitados. Las cabañas eran muy confortables y la comida, buena. Tenía condiciones casi europeas», explica. Los visitantes apenas corrían riesgo, aunque de vez en cuando ocurrían accidentes. En una ocasión, Manoel Posser de Andrade pegó tal acelerón para arrancar su Jeep que el conde Marone Cinzano cayó rodando del automóvil. Pero el veterano cazador no se percató de su ausencia hasta unos kilómetros más tarde.
El conde, perteneciente a la dinastía que creó el vermú Cinzano en 1757, murió en 1989 en Córdoba tras perder el control de su Audi 100 y salirse de la carretera en una curva. Circulaba a una velocidad excesiva porque tenía prisa. El rey Juan Carlos le esperaba en una finca de Almadén (Ciudad Real) para participar en una montería.
El portugués Víctor Cabral, uno de los mejores white hunters (cazadores blancos) de la llamada edad de oro de la caza en África, recuerda aquella época en la que Juan Carlos de Borbón perseguía leones, leopardos y elefantes en las colonias portuguesas. «Entre 1965 y 1975, cazar en Mozambique era relativamente caro, pero no para los españoles» , rememora. En aquellos años, Cabral guió por la sabana plagada de baobabs a famosos españoles, como el torero Luis Miguel Dominguín y el arquitecto Fernando Moreno Barberá, introductor de las ideas de Le Corbusier en España. África, recuerda, era un edén para algunas de las caras más visibles del franquismo.
José María Sanchís, «el único que podía poner la mano encima del hombro de Franco sin ser fusilado», según Cabral, era otro de los invitados a las cacerías. Sanchís, apodado El mago de El Pardo, acudía a los safaris con la hija de Franco, que estaba casada con su sobrino, el marqués de Villaverde. Allí reforzaba sus vínculos con el régimen, ya sólidos . Sanchís era un hombre de paja del dictador y ejecutaba sus órdenes como consejero de Petrolíber, hoy Repsol, y de Trasmediterránea, entre otras empresas.
El testaferro de Franco tenía buen olfato para los negocios, pero su pituitaria no le servía en los santuarios mozambiqueños. «José María tiraba bien durante el día, pero de noche no veía. Una jornada, cuando ya se había puesto el sol, se empeñó en cazar un leopardo. Tuvimos que amarrar uno a un árbol y lo mató sin darse cuenta de que estaba atado» , recuerda con sorna Cabral.
«Negros armados»
Aquel era el ambiente en el que se movía el joven aspirante al trono español en Mozambique. Aunque, en ocasiones, movía su campamento a otras colonias portuguesas. A finales de la década de 1960, su amigo Alfonso Urquijo, un estudioso de los cotos de caza en España, invitó al príncipe Juan Carlos a pegar tiros en Angola, pese a que la región estaba inmersa en una guerra independentista. Por el desierto angoleño, pululaban a sus anchas rebaños de antílopes, pero era un lugar hostil para los cazadores blancos, que en ocasiones tenían que recurrir a los llamados melones del desierto para conseguir unas gotas de líquido para calmar la sed.
A pesar de la dureza del entorno, el Borbón consiguió su ansiado trofeo. «El príncipe fue a Angola con uno de mis compañeros, otro guía portugués, y abatió un leopardo con un tiro perfecto», narra Cabral.
El felino cayó al suelo, ensangrentado, dando volteretas. Murió prácticamente en el acto. El príncipe se acercó al animal, lo colocó encima de una roca y se abrazó al cadáver para posar junto a él para una fotografía. «Juan Carlos no era de los españoles más habituales en África, pero era un gran cazador» , asegura el experto guía africano, que todavía hoy acompaña a cazar a personajes del mundo empresarial, como el presidente del Banco Santander, Emilio Botín, y su mujer, Paloma OShea.
Aquella Arcadia de los cazadores se esfumó con la descolonización de África. Los mejores guías, como Posser de Andrade o Adelino Serras Pires, otro de los lazarillos del rey en Mozambique, salieron por piernas en 1975, cuando la Revolución de los Claveles acabó con la dictadura salazarista y permitió que las colonias africanas se desgajaran de Portugal.
Las guerrillas marxistas-leninistas del Frente de Liberación de Mozambique y el Movimiento Popular de Liberación de Angola no dejaron ni un cazador en sus países. Cuando las sucesivas guerras civiles en las ex colonias terminaron y los científicos acudieron a ellas para estudiar el estado de su fauna, se encontraron con menguas generalizadas en todos los grupos de grandes mamíferos. En Mozambique el descenso llegó al 95%.
Para Cabral, no obstante, el declive de la biodiversidad africana no comenzó en la época dorada de los safaris, cuando los aristócratas blancos vaciaban sus cartuchos sobre la sabana. «Tras la descolonización, con el hambre que había, la guerrilla, armada con Kalash-nikov, acabó con los miles de búfalos que había», asegura el cazador. «Si armas a los negros, te quedas sin animales», sentencia.
Mitrofán y otros trofeos
La desaparición de los cotos africanos, no obstante, no acabó con la devoción por las escopetas del monarca. El caso Mitrofán el oso pardo ruso al que supuestamente descerrajó un disparo en agosto de 2006 después de que las autoridades locales lo hubieran emborrachado con vodka y miel nunca se demostró. Sin embargo, el rey sí participó, en octubre de 2004, en una cacería en Rumanía en la que cayeron bajo los tiros un lobo y nueve osos pardos, entre ellos una osa gestante, según informó el periódico Romania Libera.
El Palacio de la Zarzuela no negó las acusaciones, a pesar del revuelo armado en la prensa rumana y española. Y, el mismo año, según el diario británico The Guardian, el rey consiguió permiso, previo pago de unos 7.000 euros , para matar un bisonte europeo en el bosque polaco de Bialowieza, a pesar de que es una especie en grave peligro de extinción.
La reina Sofía, pese a haber adoptado en muchas ocasiones el papel de defensora de los animales, nunca ha criticado esta afición a las monterías de su marido. Y la Casa del Rey asegura desconocer la faceta cinegética del monarca. «¿El rey caza? Primera noticia. De sus actividades privadas, no tenemos información» , afirman fuentes desde Zarzuela.