Traducido para Rebelión por Caty R.
El carácter misterioso de la energía nuclear y el aura científica que la rodea enmascaran mucho la realidad de su utilización en las centrales nucleares: se trata de calentar el agua bajo una presión suficiente o hacerla hervir con el fin de producir el vapor que a su vez produce la electricidad gracias a un turboalternador, como en una caldera de carbón. Un reactor nuclear es una caldera en la que el calor, en vez de producirse por la combustión del carbón, por ejemplo, se produce por la fisión de núcleos de uranio 235 contenidos en el combustible (las «barras» de uranio o de óxido de uranio).
La fisión consiste en una especie de explosión del núcleo del uranio, provocada por su encuentro con un neutrón que da lugar a los productos de fisión, orígenes del núcleo inicial, y a algunos neutrones que, a su vez, provocarán fisiones en los núcleos vecinos: es la reacción en cadena.
Los productos de fisión son propulsados a gran velocidad por esa explosión, provocando la subida de la temperatura del combustible. Dichos productos son inestables, por lo tanto fuertemente radiactivos, y emiten las radiaciones que producen a su vez un calentamiento del combustible. El mantenimiento de la reacción en cadena en el reactor permite calentar el agua o hacerla hervir bajo una presión suficiente para producir el vapor que a continuación produce la electricidad. En los reactores del tipo de los que hay en casi todas las centrales nucleares del mundo, el calor del combustible es evacuado por el agua (reactores de agua a presión) o por el vapor producido por la ebullición del agua (reactores de agua hirviendo).
Así pues, el objetivo de un reactor nuclear es producir ese calor. El inconveniente es que dicha producción de calor va acompañada de la producción de materias radiactivas extremadamente peligrosas, y el objetivo de la seguridad nuclear es impedir que esas materias radiactivas se escapen del reactor debido a un accidente que destruiría las protecciones del medio que contiene los combustibles y en el que se produce la reacción en cadena, el «corazón» del reactor.
En situación normal, por ejemplo para reemplazar los combustibles usados por combustibles nuevos, o en situación de alerta por la posibilidad de un accidente por una causa externa o interna, se detiene la reacción en cadena gracias a las barras de control cuyo material absorbe los neutrones. Pero debido al calor que continúan produciendo los productos de fisión radiactivos, es absolutamente necesario seguir refrigerando los combustibles y por lo tanto hacer que circule el agua de refrigeración.
El accidente más temible es la pérdida de la refrigeración, bien sea por fallos técnicos en el funcionamiento de los sistemas de seguridad (como en el accidente de Three Mile Island en Estados Unidos en 1979), o debido a la pérdida de la alimentación eléctrica de las bombas (fallo de la red, falta de funcionamiento de los combustibles de emergencia, por ejemplo debido a una inundación o a la destrucción de la sala de máquinas, como en el accidente de Fukushima, en Japón). Si el corazón del reactor no se refrigera, el calor residual, que sigue siendo considerable, conducirá al deterioro del combustible que puede incluso llegar a fundirse parcial o totalmente. Debido al encadenamiento de la falta de funcionamiento de ciertos dispositivos técnicos, a la producción de hidrógeno o a fugas eventuales, se llega no sólo a la destrucción interna del reactor, sino también a la proyección al exterior de cantidades más o menos considerables de gas y materias radiactivas.
Qué diferencia espantosa entre el drama de Fukushima y el propósito de esos reactores ahora en peligro: hervir el agua.
Existen múltiples sistemas para calentar o hervir el agua y producir vapor a 300º (agua-vapor en un reactor de agua hirviendo) o agua bajo presión a 320º (agua en un reactor de agua presurizada), temperaturas relativamente bajas, de ahí el mal rendimiento de las centrales nucleares. Por la combustión de carbón (poco recomendada debido a las emisiones de CO2) o de gas natural (mejor desde ese punto de vista debido a la doble generación de calor y electricidad o al ciclo combinado, de alto rendimiento en la producción de electricidad), y además la madera, residuos vegetales y biogás. También se puede captar la radiación solar, concentrándola en placas, para producir electricidad (solar termodinámica).
También existen numerosos medios de producir electricidad sin hervir el agua: hidráulica (presas, corrientes de agua), eólica, solar fotovoltaica, solar termodinámica (concentración de los rayos solares en placas para llegar a temperaturas suficientemente altas), geotérmica a alta temperatura, energías marinas (mareomotriz, energía de las olas, turbinas que utilizan las corrientes, energía térmica de los mares). Es cierto que todas esas técnicas no están desarrolladas industrialmente y algunas siguen siendo más apreciadas que las centrales térmicas, pero ninguna ha recibido los enormes apoyos públicos que han acompañado desde el principio a la energía nuclear. Todas pueden presentar ciertos riesgos pero ninguna presenta el peligro terrorífico, extendido en el tiempo y en el espacio, de la catástrofe nuclear.
No pueden hacernos creer que el ingenio humano que supo controlar el fuego hace 400.000 años y desde entonces ha inventado y desarrollado las máquinas más inteligentes (la bicicleta y el tren entre las más notables), no es capaz de desarrollar rápidamente y a gran escala la utilización de todas esas energía renovables. Y que por lo tanto se puede prescindir de la energía nuclear sin privarnos de la electricidad.
Además, en Francia en particular, la prioridad que se impone, tanto por razones de seguridad energética como de riesgo climático, de reducir el consumo de energía por medio de la sobriedad y la eficacia energéticas se impone también para la electricidad: Se puede, y es necesario, reducir el consumo en los países más ricos y por parte de las poblaciones más ricas.
Hace unos días, en un importante periódico francés, cuatro fervientes partidarios de las centrales nucleares escribieron esta frase terrible que condena en sí misma su propia causa: «Existirán siempre, y por todas partes, escenarios en los que podrán producirse catástrofes como la de Fukushima». Una frase para el futuro y sin el condicional. Por lo tanto la humanidad tendrá que acostumbrarse a que ocurran este tipo de catástrofes «de vez en cuando» (¿Cada diez años?), unas veces en un país y otras en otro; ¿y la frecuencia de los incidentes probablemente crecerá con el aumento del número de países que optarán por construir centrales nucleares?
¡No! Un futuro así es inaceptable. Preferimos construir y vivir un futuro energético más simple, más sobrio y más luminoso.
Bernard Laponche es doctor en ciencias físicas de reactores nucleares y experto en políticas energéticas y en control de la energía.