El especialista en historia rusa del Centro de Estudios de los Mundos Eslavos y Chinos de la UNSAM analiza las consecuencias políticas del accidente nuclear ocurrido en 1986 en la central soviética Vladímir Ilich Lenin (Ucrania) a partir de la nueve serie histórica emitida por HBO.
Todo el mundo habla de Chernóbyl. Casi con la misma potencia con la que explotó el reactor nuclear, las redes sociales, los medios de comunicación y las charlas de amigos se vieron invadidas por algún comentario sobre la excelente serie que HBO estrenó este año. Hasta la prensa rusa y el mismísimo ministro de Cultura del Gobierno ruso, Vladímir Medinsky, salieron a dar su parecer al respecto. Bastaron cinco capítulos con brillantes actuaciones, un riguroso guión y una banda de sonido exquisita para que nos olvidáramos de Netflix por un rato.
Pero no es de la serie de lo que quiero hablar aquí. Mis conocimientos técnicos apenas me permiten sostener lo dicho renglones arriba. Más bien me gustaría hablar sobre lo que puede decirse a partir de la serie sobre el propio accidente, la agonía de la Unión Soviética y el devenir del proyecto comunista.
Esto no es nuevo ni original. En algunos lugares se apresuraron a denunciar la omnipresencia de la burocracia estalinista y a castigar la lectura occidental sobre un acontecimiento ruso, por ejemplo. Eso está bien. Pero es probable que en cualquier serie sobre la Unión Soviética tengamos que lidiar con la burocracia estalinista , sea sobre deportistas olímpicos o espías infiltrados. Y las lecturas occidentales respecto de acontecimientos rusos no son algo nuevo ni mucho menos repudiable: como sostenía Bajtín, nos volvemos completos solo a través del reconocimiento del otro. Nadie posee el monopolio de las interpretaciones históricas.
¿Qué podemos decir entonces sobre Chernóbil a partir de Chernóbyl ? Van a continuación algunas pistas para poder pensar el acontecimiento histórico más allá de la propia serie y los lugares comunes que se construyeron en torno a ella. Empecemos.
En el imaginario mundial que había sobre el comunismo Chernóbil supuso una impugnación significativa al proyecto modernista que parecía encarnar la Unión Soviética. Como bien ha demostrado Tobías Rupprecht, los militantes comunistas, sobre todo los del Tercer Mundo, se vieron seducidos por la URSS no tanto por su rasgos comunistas (de los que carecía en gran parte) sino más bien por su modernismo: un Estado multicultural, antiimperialista y tecnológicamente avanzado. El accidente de Chernóbil puso un freno importante a tales aspiraciones. Y no fueron pocos los que, además de descreer del comunismo, comenzaron a cuestionar las ventajas de seguir el modelo de desarrollo soviético. El ícono se volvía profano.
Vinculado a lo anterior, el accidente de Chernóbil vino a exponer de una manera cruda los límites de la organización económica del país. Uno de los logros de la Unión Soviética fue que, durante décadas, pudo sostener un sistema económico que prescindió de los mecanismos de mercado. Se lo conoció como sistema de planificación centralizada. A través de él, y en épocas donde no existían el Excel ni la internet, se asignaban los recursos económicos de la sociedad dejando de lado la fría e injusta ley de la oferta y la demanda. Fue un claro ejemplo de que puede haber vida más allá del mercado, incluyendo los postulados de Michael Albert. Pero tuvo sus falencias: el derroche, la generación de información defectuosa y un inoperante centralismo estaban a la orden del día. Y ello quedó evidenciado con letal rigor en la central nuclear la noche del 26 de abril de 1986.
Muchos ven a Chernóbil como el «principio del fin». Es cierto que partir del accidente se aceleraron los procesos de reforma que iban a terminar en la disolución de la Unión Soviética en 1991 y que iban a demonizar a Mijaíl Gorbachov como el «padre de la derrota». Esto es verdad en parte: hasta el último día nadie creía que el país se derrumbaría. Pero también es verdad que el proceso de reforma no arrancó ni con Gorbachov ni con Chernóbil, sino algunos años antes, en 1982, con la llegada de Yuri Andrópov. Antes de ser secretario general, Andrópov había sido durante quince años jefe de la temible KGB, es decir, los servicios secretos. Como tal, conocía quién mentía, quién robaba, quién se corrompía y otras falencias del sistema. Al llegar al poder, antes que sucediera Chernóbil, entendió que había que emprender un profundo plan de reformas para que la Unión Soviética siguiera con vida. Su temprana muerte en 1984 lo impidió, al menos por un rato.
La serie tiene un protagonista descollante: el científico Valery Legásov. No es casualidad que aparezca representado como el abanderado de la sensatez y la crítica al sistema: en las últimas décadas de la URSS, fueron destacados científicos como el físico Andrey Sajárov o el biólogo Zhores Medvédev, quienes se desempeñaron como disidentes y pasaron algunas temporadas encerrados en hospitales psiquiátricos. Pero el Legásov de Jared Harris es también el abanderado del moralismo y el voluntarismo. Esto no está mal representado. Al contrario, en muchos casos, la propia disidencia soviética nunca pudo superar el marco de discusión propuesto por el sistema y terminó siendo un espejo invertido de lo que venía a criticar. De ese modo, la verdadera crítica no siempre debe buscarse allí, sino en aquellos que proponían una alternativa política, y no solo moral, a los problemas de la Unión Soviética. Ellos también conocieron los oscuros pasillos de las cárceles soviéticos, pero con menos fama y exposición.
Ya vamos finalizando. Décadas de series y películas de Hollywood, pero también de papers académicos nos hicieron creer que dentro de la competencia que supuso la Guerra Fría, la Unión Soviética era el villano que siempre acechaba la tranquilidad del mundo y que los Estados Unidos salían en su abnegada defensa. Esto está muy lejos de ser cierto.
Como ha demostrado Vladislav Zubok, la Unión Soviética estuvo siempre a la defensiva de los embates de la OTAN y sus aliados. Desde la crisis de los misiles de 1962, los soviéticos se limitaron a responder provocaciones. Que el Gobierno ruso quiera ahora hacer su serie culpando a un agente de la CIA por la explosión del reactor nuclear no es casualidad. Como tampoco lo es que un accidente como el de Chernóbil haya expuesto de manera descarnada las flaquezas de un régimen que estaba más cerca de ser un frágil paciente hospitalario que un amenazante fantasma rojo.