Se ha dicho y repetido que el comunismo ha fracasado. Pero ¿no ha fracasado también el capitalismo? ¿Se puede considerar éxito el de un sistema socioeconómico que conduce a un mundo terriblemente injusto, cosifica el ser humano, aumenta unas desigualdades ya escandalosas, fomenta la guerra, depreda la naturaleza y aumenta la inseguridad? Tal vez haya […]
Se ha dicho y repetido que el comunismo ha fracasado. Pero ¿no ha fracasado también el capitalismo? ¿Se puede considerar éxito el de un sistema socioeconómico que conduce a un mundo terriblemente injusto, cosifica el ser humano, aumenta unas desigualdades ya escandalosas, fomenta la guerra, depreda la naturaleza y aumenta la inseguridad?
Tal vez haya que cambiar el punto de vista. Con la revolución tecnológica e industrial, los seres humanos hemos inaugurado un nuevo metabolismo con la naturaleza lleno de riesgos, y todavía no hemos aprendido a gobernar adecuadamente los nuevos medios técnicos ni a aprovechar correctamente el potencial liberador de la técnica. El industrialismo nació en una sociedad donde la propiedad privada de los medios de producción y el hallazgo de fuentes energéticas abundantes incentivaron un incremento espectacular de la dominación humana sobre las fuerzas naturales, con grandes acumulaciones de riqueza, explotación laboral de millones de personas y aumento de las apetencias de las poblaciones. El socialismo trató de sujetar a un control racional y consciente estas fuerzas recién liberadas, en un marco de mayor equidad. Pero no se dio cuenta de la peligrosa destructividad del industrialismo ni asumió -desarrollándolas- las conquistas anteriores en materia de libertades civiles y políticas y de derechos humanos. El resultado de los experimentos socialistas del siglo XX fue desastroso. Pero el resultado del capitalismo lo está siendo también.
Hoy estamos atrapados en este doble fracaso, que tiene mucho que ver con la incapacidad mencionada para gestionar el progreso técnico y ponerlo al servicio de la vida humana. Además, y desde hace más de medio siglo, el industrialismo entró en una fase nueva: la era nuclear. La era nuclear tiene ya dos hitos históricos: las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki (1945) y el accidente del reactor nuclear de Chernóbyl (1986). La nueva era de la humanidad se caracteriza por la posibilidad de pensar lo impensable: la autodestrucción de la humanidad.
Chernóbyl es un símbolo: el símbolo más extremo de unos desarrollos técnicos antagónicos con la vida. Las imágenes y los relatos del accidente del 26 de abril de 1986 y de sus secuelas hablan por sí solos. Los hospitales donde reciben atención los niños víctimas de las radiaciones (con horribles malformaciones y minusvalías genéticas) hablan también por sí solos. Nos interpelan a bocajarro: ¿queréis de verdad proseguir esta y otras líneas de desarrollo técnico aun a riesgo de que se repita este horror?
No nos engañemos: la respuesta dominante, por ahora, es SÍ. Después de 20 años de moratoria nuclear en Occidente, Finlandia está construyendo ya una nueva central y Francia ha aprobado otra más. En países como Pakistán, la India, China, Irán y otros no ha habido ni siquiera moratoria. La inminente escasez de petróleo está dando nuevos argumentos a los pronucleares. El 20 aniversario del accidente de Chernóbyl ha puesto en evidencia la tentativa generalizada de ocultar la gravedad del accidente y de hurtar el debate público necesario. Los cálculos oficiales de organismos de la ONU hablan de 4.000 muertes, pero otros cálculos las sitúan muy por encima de los 10.000, a lo que hay que añadir los cientos de miles de enfermos, las mutaciones genéticas en niños nacidos de padres irradiados, la superficie de 175.000 km2 contaminados, las decenas de miles de desplazados. Nunca se sabrá con seguridad el número de muertos y enfermos debido a la insidiosidad del invisible peligro radioactivo. Sin embargo, entidades que van de la OIEA hasta la OMS contribuyen al muro de silencio sobre los daños. La verdad es otra de las víctimas de la industria nuclear.
La locura biocida se impone. Se están planeando inversiones multimillonarias para aplazar unos pocos años la agonía de las energías fósiles y para ensanchar el parque de centrales nucleares. Nadie parece plantearse que los recursos disponibles estarían mejor empleados en energías solares renovables y limpias. Nadie parece plantearse la conveniencia de promover la eficiencia y el ahorro energético y de evitar el absurdo despilfarro energético para finalidades banales o perfectamente prescindibles. Nadie parece plantearse la necesidad de reducir el abuso de transporte con que vivimos. La furia tecnolátrica y biocida tiene dominados a cientos de millones de personas en el mundo, dispuestas a aceptar la cara más horrible de la enfermedad y el dolor autoinfligidos, a cambio de poder vivir en megalópolis desbordantes de luz y movimiento. En Rusia, pese a la proximidad de Chernóbyl, sólo un 19% rechaza las centrales nucleares. En la última campaña electoral catalana, Duran i Lleida enardecía a sus huestes con un argumento aplastante contra los partidarios de cerrar las nucleares: «¿Acaso vamos a alumbrar el estadio del Barça con velas?». La memoria de este personaje es tan corta que ya ni se acuerda que cuando él era un adolescente el estadio del Barça se alumbraba gratuitamente con luz solar, ya que los partidos se hacían los sábados y domingos durante el día. Es una buena muestra de la falta de imaginación con que se aborda el problema de la escasez de energía.
Los campos de exterminio nazis, convertidos en museos, reciben visitas de miles de personas que pueden hacerse una idea más tangible del Holocausto. ¿Habrá que organizar visitas al sarcófago de Chernóbyl y al hospicio de niños mutantes para partidarios de la energía nuclear? Probablemente no bastaría. La humanidad ha crecido desafiando el riesgo, y algunos no se han percatado de que el riesgo mayor de la era nuclear tiene una dimensión completamente nueva respecto del riesgo tradicional. No se pueden aplicar las categorías morales homéricas o el espíritu de sacrificio de los modernos inventores o luchadores por la libertad a los riesgos que amenazan colectivamente a la salud de miles de personas o al genoma humano -riesgos sin correspondencia con las decisiones individuales de sus posibles víctimas, y que además pueden extenderse a las generaciones futuras-. Ignorar todo esto revela una quiebra moral completa.
Una nueva concepción del riesgo forma parte del proyecto pendiente consistente en formular y llevar a la práctica un modelo de sociedad capaz de planear, gestionar, organizar y aplicar las mejoras técnicas en beneficio de los seres humanos y de la vida en general sobre el planeta. ¿Será esto posible? Ocurre ya, como dijo Hannah Arendt, que no somos capaces de comprender cosas que ya somos capaces de hacer. En tal caso, estamos condenados a ser «juguetes y esclavos no tanto de nuestras máquinas como de nuestros conocimientos prácticos, seres descerebrados a merced de todos los artefactos técnicamente posibles, por mortíferos que sean». Ahí está el reto que el aniversario de Chernóbyl nos recuerda.