Lo más inaudito del auto judicial que ha llevado a la cárcel a ocho jóvenes alsasuarras es acusarles de crear un «clima» entre los ciudadanos para evitar que entablen vínculos afectivos con la Guardia Civil. Viene a decir que, si no fuera por los abertzales, los guardias serían miembros de las peñas y sociedades gastronómicas, […]
Lo más inaudito del auto judicial que ha llevado a la cárcel a ocho jóvenes alsasuarras es acusarles de crear un «clima» entre los ciudadanos para evitar que entablen vínculos afectivos con la Guardia Civil. Viene a decir que, si no fuera por los abertzales, los guardias serían miembros de las peñas y sociedades gastronómicas, potearían con cualquier cuadrilla, ligarían con las neskas vestidos de uniforme y vivirían en casas como los demás vecinos y no en ghettos. La cosa sin embargo, no es tan simple.
La llegada de la Guardia Civil al País de los Fueros no pudo ser más desdichada: vino de la mano del centralismo como instrumento de cohesión y control del Estado liberal. Eso le puso desde el primer momento en guerra abierta contra las cuatro provincias y en permanente hostilidad. Ya en 1844, año de su fundación, el Cuerpo reconocía «lo difícil que es llenar el Tercio del 10º distrito con licenciados del País». El distrito y el país al que se refería no era otro que las cuatro provincias vasconavarras. Mark Kurlansky escribió que desde su fundación, «la Guardia Civil se convirtió, y lo ha continuado siendo, en el factor más irritante en las relaciones entre vascos y españoles». Hoy día sigue siendo algo extraordinario la presencia de vascos en el Cuerpo: hasta la derecha navarra más españolista, prefiere a sus hijos en la lista del paro que en la Benemérita. En el fondo, los políticos del PSOE o UPN son quienes peor les tratan: los aplauden y jalean por interés, pero luego no van con ellos ni a jugar al mus; jamás les brindan su amistad, ni su txoko, ni su casa. Ajenos al país, encerrados en sus cuarteles y sin integración social, son el paradigma del ocupante.
Resulta peculiar que su fundador, Francisco de Girón y Ezpeleta, naciera en Pamplona, del cruce de un militar acantonado y una indígena euskaldun. «Cuando llegué a Madrid -escribió- no entendía una sola palabra de castellano, y no perdono a mi madre que me dejase olvidar el vascuence, mi lengua nativa, que muy poco me hubiera costado el conservar sabiéndolo muy bien mi madre y toda mi familia materna, pero el deseo de que yo hablase pronto y bien el castellano la llevó a este descuido, si así puede llamarse, que toda mi vida he sentido». El gorro de charol no llegó a casar con el vascuence.
Su repaso histórico es estremecedor. La defensa del orden central exigió primero la represión de las rebeliones carlistas, multas, destierros, deportaciones. Con la abolición foral, se dedicó a la persecución de los prófugos y del contrabando, consecuencias de la imposición de las quintas y de las nuevas fronteras. No es casualidad que el primer guardia muerto en Navarra fuese en un levantamiento de mozos que no querían sortearse. Fue en Tafalla, en 1846. Su tarea más importante fue la defensa de la nueva propiedad privada, en manos de los ricos liberales tras las forzadas enajenaciones de los bienes comunales. En muchos casos, la Casa Cuartel se construía paredaña a la del propietario, incluso, como en Sartaguda en la Casa del Infantado, con garitas de vigilancia comunes. Los paisanos que pedían tierra fueron cruelmente tratados. Los enfrentamientos del siglo XIX continuaron el siguiente: en 1914 mataron a tres jornaleros en Olite; en 1918 otros cuatro en Miranda. Los ricos, asustados, exigían más y más cuarteles. Una característica se adhiere a la historia del Cuerpo como el gorro de charol: la impunidad.
Con la llegada de la II República arreciaron las voces exigiendo su disolución. Los guardias siguieron disparando y matando paisanos indefensos: Alsasua, Villafranca, Cadreita o Roncal, por citar solamente el caso navarro. No eran abertzales de Alsasua sino ugetistas de la Ribera los que cantaban la jota:
Ya no se llaman civiles
los del gorro atravesado
que se llaman asesinos
del trabajador honrado
Cuando llega el golpe militar de 1936 la Guardia Civil adquiere en Navarra un protagonismo estremecedor. Tres mil fusilados salpican mucha sangre. Pasaron a la leyenda el sargento «Terror» en Lodosa; el brigada «Serafín» en Villafranca; el cabo Escalera en Peralta; el «Sargento» en Mendavia; el comandante de puesto «Rufino» en Buñuel; el «Teniente» en Baztán… Impunidad absoluta.
Donde pudieron, los vascos se quitaron de encima este lastre histórico: nada más ser elegido lehendakari del nuevo Gobierno Vasco, Jose Antonio Aguirre disolvió la Guardia Civil. En un país liberado, no cabía la Benemérita.
Luego, hablar del franquismo fue hablar de la Guardia Civil. Entre los opositores al régimen, el regreso de la democracia no se entendía sin la abolición de ambos. García Lorca nos lo recordaba continuamente. Pero la Transición, como en tantas cosas, no tuvo bemoles. Sólo en tres provincias se consiguió un discreto repliegue a favor de la Ertzantza.
La historia posterior es conocida. Apenas aprobada la nueva Constitución, unos guardias ebrios mataron a dos jóvenes en la sala de fiestas Bordatxo en Doneztebe. Fueron absueltos. La impunidad iniciaba una nueva etapa. El «Terror» de Lodosa se iba a llamar ahora Galindo, Intxaurrondo… En Navarra, tras el asesinato en Tudela de Gladys del Estal, casi un centenar de ayuntamientos democráticos solicitaron su retirada y su sustitución por la Policía Foral. Hasta Víctor Manuel Arbeloa se lo decía: «Señores guardias civiles / dejen en paz sus fusiles». Luego vino la Foz de Lumbier, Lasa y Zabala, Mikel Zabalza… Todo impune.
Si los vasconavarros fueran consultados directamente en las urnas sobre mantener las Casas Cuartel o sustituirlas por una policía foral, no habría una sola aldea que lo dudase. La permanencia de la Guardia Civil está totalmente ligada a esa ausencia del derecho a decidir. A la falta de respeto democrático. A la falta de soberanía. Fueros, autonomía o nacionalidades fueron, y son, sus principales enemigos. Y especialmente los gobiernos, como el de Navarra, que reclaman esos derechos. La provocación de Alsasua tiene una carga desestabilizadora evidente.
Las alegorías del siglo XIX pintaban a la Guardia Civil como un pulpo, con la cabeza en Madrid y los tentáculos hacia la periferia. El pulpo ha conseguido mantenernos atrapados a España, pero es evidente que no ha logrado ni hacernos españoles ni amar el cefalópodo. Este sábado en Alsasua volverá a demostrarse.
Josemari Esparza Zabalegi es editor
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