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Foro por la Memoria exhuma tres victimas del franquismo en Cincovillas

CM-101, km 85,500. Un diario

Fuentes: foroporlamemoria.es

In memoriam
Higinio García, Felisa y Gregorio Moreno, y la criatura que nunca vio la luz

Hay un jarrón con violetas un espejo y una mesa vieja
hay un pelotón de ejecución que nunca te permitirán ver
hay una casa donde estás sentado sin estar allí
hay un lugar donde nadie se atreve a mirar quién ha llegado
hay un trozo de papel donde tú escribes que no eres nadie.

Hendrik Norbrandt, de Certificado de defunción del guerrillero

Viernes, 27 de octubre

Salimos de Madrid a las tres de la tarde. Y mientras observo los edificios que jalonan la A-2, dirección Zaragoza, pienso que apenas sé nada de lo que me lleva a las cercanías de Atienza. Sé que vamos a intentar recuperar los restos de tres personas cuyos nombres aún no conozco, asesinadas el 20 de marzo de 1937 a pocos kilómetros del pueblo de Cincovillas, cuyos cuerpos fueron abandonados en la cuneta y enterrados después en algún lugar cuyo emplazamiento exacto desconocemos, aunque hay dos ancianos, Isaías y Lucinio, que señalan dos lugares diferentes separados por escasos metros.

Un matrimonio y el hermano de la mujer. Una mujer embarazada de siete meses.

Las personas a las que he contado lo que voy a hacer el fin de semana me han preguntado si estoy segura, si podré aguantarlo. Ni siquiera ahora que conozco los nombres y la historia, ahora que he visto lo que la tierra es capaz de hacer con nuestros huesos, me planteo si ha sido duro o desagradable. O si hay que tener estómago. ¿Por qué fui a Cincovillas? Porque quería romper setenta años de silencio. Porque quería poner límites a la ignominia.

Llegamos a la finca a las cinco y media de la tarde del viernes. Los dos lugares marcados por los testigos están en una depresión entre monte bajo señalado como coto de caza: el domingo oiremos disparos. La tierra es roja, muy arcillosa, varias regueras rellenas de escobas y carrizo desembocan cerca de la carretera, allí, donde se encuentran los cuerpos. Algunos chopos jóvenes, robles, cardos y zarzas delimitan el lugar. Al otro lado de la carrera hay un camino de tierra que discurre sobre una pradera y nos permite aparcar los coches. Está marcado con un poste verde metálico: «Ruta de Don Quijote». Pienso, «¿y por qué no? Cosas peores hemos de «agradecerle» al turismo rural». En la finca están ya dos arqueólogos, Miguel y Óscar, y Juan Pedro, el nieto de los asesinados, para mí, el alma de la excavación.

Nuestra primera tarea es, azada y pico en mano, desbrozar el terreno al máximo para localizar un cambio de color en la tierra que nos indique la posible existencia, bajo el manto vegetal, de un depósito orgánico. Nos dividimos en dos equipos: la localización que llamaré superior, por estar más alejada de la carretera, está junto a un poste del tendido eléctrico, rodeada de arbusto y zarza. La inferior se halla entre arbustos y chopos. Uno de los árboles ha sido señalado con una cinta verde por Lucinio y existe otra marca, una cinta negra, en un roble, colocada años antes por la misma persona. Apenas metro y medio separa ambas cintas.

Llevamos poco tiempo retirando la vegetación cuando llegan Paulino, el alcalde de Cincovillas que ha autorizado la excavación puesto que la finca es ahora propiedad del ayuntamiento; Juan, el hijo de los fallecidos, y los dos testimonios: Isaías, que señala la zona superior, y Lucinio, tan seguro de que están más cerca de la carretera que no nos abandonará en todo el fin de semana, comerá con nosotros, llegará a coger la azada para cavar, como Juan y Paulino. Y siempre observará, con esos ojos húmedos del que ha superado los ochenta años, cómo trabajamos, casi sin descanso, durante todo el fin de semana. En este lugar, Miguel, uno de los arqueólogos, descubre un trozo de terreno más suelto de lo normal: la excavadora entrará primero allí el sábado a las ocho y media de la mañana.

Sábado, 28 de octubre

A las ocho estamos en la fosa. Hace fresco, nunca frío, y por cómo se muestra el cielo, nos espera un día soleado y caluroso. Seguimos profundizando lo que podemos hasta que llega la máquina y la mayor parte de nosotros se traslada a la fosa superior, a continuar excavando a mano. El detector de metales, que ayuda bastante al indicar dónde puede haber hebillas, o monedas, pita sin ton ni son por todas partes y en la fosa superior es poco de fiar, pues está a la sombra del tendido eléctrico. La máquina abre y abre hueco mientras nosotros peleamos con la arcilla con azadas, picos, piquetas y palas. Carretillas y carretillas de tierra roja se van amontonando a pocos metros y yo tengo la impresión de no haber hecho apenas nada. Juan Pedro está con nosotros en todo momento y estoy convencida de que él sólo conseguiría remover todo el monte, más rápido y mejor que nosotros. Son las diez menos cuarto y todavía seguimos luchando con la tierra. Es la segunda vez que cojo una azada y más o menos lo mismo me sucede con la pala o la carretilla. Tengo heridas en la mano derecha, necesito hacer callo. Apenas soy consciente del esfuerzo.

El trabajo continúa en los dos frentes pero nada aparece. La excavadora ha abierto un hueco profundo de unos 20 metros cuadrados y de casi un metro de altura. Lucinio sigue allí, al pie de las excavaciones, cada vez más desanimado. Antes de comer nos dice que se ha rendido y pide disculpas. Pero no es del todo cierto. Éll y Juan señalan a los arqueólogos una posición nueva. Es posible que el movimiento de la tierra y el cambio de posición de las regueras les haya despistado, y los cuerpos estén desplazados: o hacia el roble de la marca negra o en línea recta hacia arriba, hacia el poste de teléfono. Plano en mano, sobre el capó del coche de Javier, coordinador de la excavación, los tres arqueólogos -Jorge, arqueólogo jefe, Óscar y Eva, que ha venido ha sustituir a Miguel en los trabajos del sábado- deciden los pasos a seguir: primero, ampliar el hueco hasta el roble; después, unir las dos fosas.

A las dos y media estamos trabajando de nuevo. Bajo el árbol, no hay nada, así que la máquina unirá los dos huecos. El trabajo en la zona superior se detiene y todos miramos mientras la excavadora abre esa línea recta, con todo el cuidado posible, y los arqueólogos, catalana en mano, van limpiando la tierra.

A las cuatro menos cuarto algo aparece, algo que se asemeja más a un trozo de neumático que a otra cosa, pero esa otra cosa puede ser una abarca, un zapato. Todo el trabajo sigue ahora en manos de la excavadora y de los arqueólogos, que, con una paciencia infinita, rascan con cuidado alrededor de aquel pedazo de caucho negro. Al cabo de un rato que se nos hace inmenso, Jorge levanta la cabeza. Sostiene algo en la mano, algo que parece un fragmento de raíz, pero que no lo es. Es el primer hueso. Quizás una tibia. La vegetación ha entrado por el hueco que deja la pérdida de la médula ósea y pequeñas raíces llenan y rompen eso que no parece más que leña. Leña podrida y desgastada. Junto a la tibia, el peroné; junto a la primera abarca, una segunda, la del pie derecho, muy deteriorada, y unida a ella, lo que queda de la pierna. Hay, al menos, un cuerpo.

Es nuestro turno: hay que cribar con paciencia toda la tierra que sale de lo que ahora sí, podemos llamar fosa. Fragmentos de hueso, botones, pequeños trozos de tela, y algunas piezas dentales, no muchas, es lo que nos regala el cedazo. Mientras nosotros cribamos, los arqueólogos y otros voluntarios siguen desenterrando a los muertos, de manera que a las siete y media, cuando ya apenas queda luz, allí están los indicios de tres cuerpos, enterrados unos junto a otros.

Domingo, 28 de octubre

El cambio de hora de la noche anterior hace que estemos en la fosa a las siete y media. Mientras algunos seguimos cribando y los arqueólogos delimitando la fosa y descubriendo la posición de los cuerpos, la máquina cubre las zonas abiertas. Un tercer zapato, esta vez reconocible a simple vista, acaba de aparecer. Y tras él, un cuarto y restos de las piernas que ambos sostenían. No hay pies, lo poco que queda de ellos está invadido por las raíces. Crecen las plantas en los cuerpos de los muertos. Distinguimos lo que podrían ser dos hombres tumbados. Pero entre ellos hay un tercer zapato, más pequeño. ¿La mujer? Tres cuerpos, tres desaparecidos.

Poco más recuperamos: restos de una cremallera, más piezas dentales, fragmentos de hueso, más botones. Ni caderas, ni torsos, ni cráneos. Es difícil explicar por qué han desaparecido. La fosa tiene un metro escaso de ancho y un metro cincuenta de largo. No les enterraron tumbados, sino recostados, apoyados en la pared superior de la fosa, con las cabezas a pocos centímetros de la superficie. Quizás el movimiento de las capas de arcilla en el transcurso de estos setenta años de historia sumergida en el barro, quizás el corte de un arado que, pese al conocimiento, no respetó la tumba improvisada. Quizás los animales. Quizás. Importa, pero no demasiado, pues lo que queda parece suficiente para saber quiénes eran.

A las doce y media llega la prensa. Nos turnamos para seguir cribando y para limpiar los huesos encastrados en la tierra, sin renunciar a encontrar más restos. Las fotos se suceden, los arqueólogos explican, los miembros del Foro por la Memoria aclaran qué es lo que se ha hecho allí y para qué se ha hecho. No se trata sólo de recuperar los huesos para darles un entierro digno. Hay que reconstruir la historia, hay que señalar a los culpables, hay que darles el nombre que merecen. Y pienso: «basta ya de pactos, ya se han pronunciado demasiadas palabras huecas y se ha retrocedido -un paso atrás ni para tomar impulso- por evitar eso que llaman «males mayores». ¿Qué clase de reconciliación es ésta donde unos ocultan, otros son obligados a perdonar, y todos, todos hemos de olvidar?».

La guardia civil llega a las cuatro y media pero es la policía judicial la que ha de venir a levantar los cadáveres, porque antes de la excavación han existido seis largos meses de papeleos para cursar la denuncia del crimen, para solicitar los permisos pertinentes y las subvenciones necesarias. Nada puede ser recogido hasta que ellos lleguen. La espera se hace larga, la luz va faltando, pero es el juzgado quién debe hacerse cargo de los restos. Hemos metido en pequeñas bolsas de plástico los fragmentos de huesos y demás indicios, los hemos etiquetado y colocado en urnas nombradas como «individuo uno», «individuo dos», «individuo tres». No se les puede dar nombre, aunque para nosotros ya lo tengan. Juan insiste en preguntar si es posible identificar a sus padres y a su tío con los restos que le hemos robado a la tierra. Y Miguel, arqueólogo, le responde con suavidad: «No recuperamos restos; es importante, pero no tanto como recuperar la historia. Y la historia ya está aquí», dice señalando a la fosa. Ese hueco que acabamos de robarle al silencio.

La policía judicial llega a las seis para levantar los restos. Cuando, una vez delimitada la fosa, la máquina cubrió el resto del terreno abierto, sentí algo que no puedo definir bien. Como una pena leve. Ahora me resulta doloroso ver cómo se llevan los restos, como si los arrancaran de nuestras manos, que estuvieron un rato, cuidadosas, limpiando esos huesos, con una brocha, suavemente, apartando la tierra para que salieran a la luz.

Dos momentos especialmente emotivos quedan en mi recuerdo: las lágrimas de Lucinio cuando, el domingo, ya no sé si mediada la mañana, regresó a la fosa sabiendo que habíamos encontrado algo. Y la cara de Juan Pedro al despedirnos, la familia alineada sin darse cuenta para decirnos adiós, y nosotros abrazándoles, besándoles, como si ya hubiéramos celebrado un funeral.

Quién puede entender que para enterrar a los muertos haya primero que desenterrarlos. Fui a Cincovillas para poner límites a la ignominia y tengo una respuesta: 1,60 metros de largo por un metro de ancho y por 80 centímetros de profundidad. Del color de la arcilla.

«Me pareció como si no se los hubieran llevado de allí, sino que vivieran, lo mismo que entonces, apretados en las casas, en los sótanos y en los desvanes, como si subieran y bajaran incesantemente las escaleras, mirasen por las ventanas, deambularan en gran número por las calles y callejas, y llenaran incluso, en asamblea silenciosa, todo el espacio del aire, rayado en gris por la fina lluvia.«
W G. Sebald, de Austerlitz

Nota aclaratoria:

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Higinio García, Felisa Moreno y Gregorio, el hermano de Felisa, republicanos y naturales de Cendejas del Padrastro, pedanía de Cendejas de Enmedio, Guadalajara, dejaron su pueblo en dirección a Sigüenza para unirse a las tropas republicanas que libraban la batalla de Guadalajara en marzo de 1937, tras la que el ejército franquista dominaba los partidos judiciales de Sigüenza, Atienza y Molina. Pero, en un momento dado, quizás por el avanzado estado de gestación de Felisa, que llevaba en su vientre una criatura de siete meses, decidieron regresar a Cendejas. Allí, denunciados a las tropas franquistas por sus convecinos, fueron reclamados por la Guardia Civil para trasladarlos a los juzgados de Atienza. Cuando habían recorrido 30 kilómetros, a escasos kilómetros del pueblo de Cincovillas, los tres fueron fusilados y abandonados en la cuneta de la que ahora es la CM-101. El alcalde de Cincovillas, informado por los guardias civiles, fue quien envió a cuatro mozos del pueblo a enterrar los cadáveres. Los padres de los fallecidos y sus hermanos, quienes quedaron al cargo de Juan, un niño de cinco años, intentaron darles sepultura pero no sólo no les dejaron, sino que fueron obligados a pasar por delante de la fosa durante un mes y a acudir a diario durante un año ante al alcalde de Cendejas y gritar «¡¡Viva Franco!! ¡¡Arriba España!!».