La burbuja inmobiliaria ha reventado. Las empresas constructoras se hunden, los albañiles se quedan en paro. La economía se resiente. No hay, afortunadamente, ningún plan de rescate, pues ya todos han acabado por admitir que la urbanización desaforada era insostenible. Se ha impuesto la ley de la oferta y la demanda: si la gente no […]
La burbuja inmobiliaria ha reventado. Las empresas constructoras se hunden, los albañiles se quedan en paro. La economía se resiente. No hay, afortunadamente, ningún plan de rescate, pues ya todos han acabado por admitir que la urbanización desaforada era insostenible. Se ha impuesto la ley de la oferta y la demanda: si la gente no quiere, o no puede, comprar más casas, no tiene sentido seguir construyendo viviendas.
Pero en lo que respecta al sector automovilístico, seguimos en las mismas. La gente no quiere, o no puede, seguir cambiando de coche cada dos o tres años. En vistas de la crisis económica, del incremento del precio del petróleo y de la gravedad del cambio climático, parecería una buena ocasión para que el Gobierno optara por otro modelo de movilidad, basado en vehículos no contaminantes (bicicletas) y en el transporte público, fomentando, sobre todo, el ferrocarril.
Pero no, lo importante es mantener los puestos de trabajo en Ford y en Nissan. Conseguir, como sea, que la gente siga comprando automóviles. Seguir apostando por el coche no es sostenible; no es sostenible para el medio ambiente, y a la larga tampoco será sostenible para la economía. Antes de que el aire se torne irrespirable, antes de que se agote el petróleo, habrá estallado la burbuja automovilística.