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Reseña de Jesús Mosterín, A favor de los toros

Con nociones claras y frases significativas: contra las patologías de la mente

Fuentes: Rebelión

Todos los animales somos parientes. Todos los animales procedemos de los mismos procesos de evolución biológica. No existen abismos entre unas especies y otras. Existen diferencias pero son graduales y, aunque aún son insuficientes y provisionales, empezamos a tener medidas genéticas de esas diferencias. Nosotros, los animales humanos, compartimos con los chimpancés el 98% de […]

Todos los animales somos parientes. Todos los animales procedemos de los mismos procesos de evolución biológica. No existen abismos entre unas especies y otras. Existen diferencias pero son graduales y, aunque aún son insuficientes y provisionales, empezamos a tener medidas genéticas de esas diferencias. Nosotros, los animales humanos, compartimos con los chimpancés el 98% de nuestros genes y el 80% con los toros. El último torero muerto en la plaza fue José Cubero, en 1985, en Colmenar Viejo; un año antes murió Paquirri, en Pozoblanco. Nadie se alegro por ello. Empero en los últimos 25 años ningún torero ha muerto en la plaza y más de un millón de toros han sido matados en las corridas. Gentes como Buffalo Bill [BB], modelo de valiente luchador en muchas películas y activamente presente en el imaginario de millones y millones de niños y jóvenes, son personajes siniestros. Manadas de búfalos fueron exterminadas en el siglo XIX cuando se construyó la red de ferrocarriles en Estados Unidos. «Los trenes iban llenos de gente armada con escopetas que entretenía sus largos ocios viajeros disparando desde la ventanilla y matando a cuantos bisontes avistaban. Personajes siniestros como BB competían entre sí por ver quien mataba más miles de bisontes en menos tiempo. Así, millones [¡aproximadamente 35 millones!] fueron exterminados en vano» (p. 17). De ahí que el autor, con razones muy atendibles, pueda hablar, por ejemplo, del «verdadero escándalo moral» que significan las condiciones no ya infrahumanas sino infravacunas, en que se hacía y hace vivir a muchas vacas.

La tesis que defiende Jesús Mosterín en su, una vez más, interesante libro está explicitada en los compases iniciales de la introducción: las corridas de toros, que el autor nunca llama, claro está, «fiesta nacional», o bárbaras e indocumentadas expresiones afines, al igual que otras «celebraciones populares» como los correbous, los toros embolados o los toros ensogados, no sirven para nada, representan una masa de sufrimiento inútil que es perfectamente prescindible y fácilmente evitable. La solución es obvia: hay que abolirlas (Mosterín evita, tanto como puede, el uso del término «prohibir» para superar inconsistencias con su fuerte y explícita cosmovisión liberal). Se ha logrado ya en Canarias y en Cataluña («día histórico» denomina el autor, él que, en general, es contrario a todo prohibicionismo, el día, 28 de julio de 2010, en que se aprobó la prohibición de las corridasen Catalunya a partir del 1 de enero de 2012), y ahora toca extender la abolición al resto de España y a México, Colombia, Perú y el sur de Francia. Para Mosterín es una bolsa de crueldad que es necesario eliminar.

A favor de los toros está divido en dieciséis capítulos anteriormente publicados, aunque fusionados y modificados en muchos casos, en libros como La cuestión de los toros, La cultura de la libertad, Los derechos de los animales, ¡Vivan los animales!, o en revistas o diarios como Altarriba. Cuadernos para dialogar sobre animales, Leer, El País y La Vanguardia. El propio Mosterín resume el contenido de su libro: el primer capítulo está dedicado a la biología del toro; los capítulos 2, 3, 4, y 5 tratan de la problemática de la relación humana con los bovinos, de la cultura de la crueldad y de los espectáculos que le son anexos; el 6º describe la estructura de la actual corrida de toros (¡no se lo pierdan por favor!); el 7º es una exposición histórica de las posturas a favor y en contra de la tauromaquia; los capítulos 8-14 (se incluyen aquí artículos suyos en polémica con Savater) recogen recientes intervenciones del autor en la prensa. El capitulo 15º, «crucial» según el propio autor, pasa revista a cada uno de los «pseudoargumentos fallidos» esgrimidos a favor de la corrida «de un modo repetitivo e inasequible al desaliento y la lógica» y el último capítulo trata de las «salvajadas pueblerinas, donde chusmas incontroladas de mozos en estado de intoxicación etílica someten a los toros a maltratos brutales, fomentados por los propios municipios» (p. 10). El libro, lo señala el propio autor, está escrito desde el compromiso con la búsqueda de la verdad y la honestidad intelectual, «lo que es poco habitual en un capo dominado por el pensamiento zafio, la ignorancia de la ciencia, la mitología arbitraria y la frivolidad retórica» (p. 8).

Todo lector o lectora que haya leído otros trabajos del autor se encontrará con las admirables características que acompañan siempre a las publicaciones de uno de los filósofos hispanos de mayor prestigio internacional: documentación contrastada, prosa clara y precisa, argumentación cuidada, reflexión propia, probada y rica sensibilidad hacia los otros animales. Largo etcétera. Mosterín, además, ha participado activamente en el movimiento de la sociedad civil catalana que ha conducido a la abolición de las corridas de toros en Cataluña. Nadie mejor que él, crítico radical de todo nacionalismo, para defender y argumentar que la abolición de las corridas en Cataluña nada tiene que ver con posiciones nacionalistas, catalanistas o provincianas, más allá de las débiles o fuertes inconsistencias que podamos haber observado en algunas formaciones políticas catalanas. Y, sin duda, la justa posición tomada en el tema de las corridas de toros no ha sido obstáculo para caer poco después (esta vez sí, por motivos electoralistas y/o nacionalistas provincianos) en la mayor de las inconsistencias, con excepciones notables, que Mosterín no deja de recordar, como la representada por ICV-EUiA, al permitir, blindar o cubrir con mantos legislativos, «celebraciones populares» donde el maltrato, la zafiedad o la tortura, no la muerte ciertamente, están muy presentes. Con injusta y algo tópica generalización, Mosterín finaliza su libro con las siguientes palabras: «Al preferir la marrullería a la pedagogía, los políticos (sic) han prestado un flaco servicio a los habitantes de las Tierras del Ebro condenándolos a permanecer enfangados en la cultura de la crueldad, que lastra como una losa sus posibilidades de desarrollo. El progreso empieza en las cabezas, no en las infraestructuras. Los festejos basados en el maltrato animal son una patología de la mente» (p. 105). Correbous, centrales y cementerio nuclear: esta es allí la cuestión.

Como no se trata de escribir aquí ninguna vindicación apologética del autor, uno de los grandes filósofos y escritores españoles, ni de su probada sensibilidad en este y en otros ámbitos afines, señalaré aquí algunos nudos que, en mi opinión, hubieran merecido una aproximación más cuidada. El libro, Mosterín así lo señala, asume una cosmovisión realista y compatible con los resultados de la ciencia. No es ese el único atributo de su cosmovisión. El liberalismo político-filosófico, digámoslo así con algo de imprecisión, es otra característica destacable. Ilustraciones de ello: el autor habla, por ejemplo, de corridas de toros y «salvajadas pueblerinas». No es el único lugar donde el elitismo conceptual acompaña sus expresiones. La cultura de la libertad, apunta Mosterín, «admite cualesquiera interacciones y transacciones voluntarias entre adultos, pero no el abuso de los niños, el maltrato de las mujeres ni la tortura de los animales» (p. 34). Más allá del sabor un pelín masculino de la formulación, no se ve por qué no pueden incluirse a los humanes-hombres en esa misma consideración. Desde luego, la afirmación histórica complementaria -«precisamente los países más influidos por el pensamiento liberal fueron los primeros en poner coto a tales atropellos y promulgar leyes contra la crueldad»- hubiera exigido alguna investigación histórico-sociológica sobre la actuación del gran y supuestamente liberal Imperio británico en países como India o China. Mosterín critica con razón a Alfonso Guerra y Corcuera, como personajes públicos, por sus públicas manifestaciones pro-taurinas (es decir, contrarias a los toros) pero no acaban de verse las razones que le mueven a escribir que «El ministro del Interior Corcuera -el de la «patada en la puerta»- era un gran aficionado a los toros, al igual que su enemigo el banderillero Jon Idígoras, fundador de HB» (p. 46). ¿A cuento de qué viene hablar aquí de aquel obrero metalúrgico y luchador antifranquista fallecido en 2005 que empezó a trabajar a los 14 años en una factoría de Amorebieta-Echano? ¿No hubiera sido necesario, por otra parte, tener en cuenta lo que para muchos ciudadanos-obreros significó la tauromaquia como vía de ascenso social en tiempos de silencio, represión y miseria? No vale la pena detenerse en asuntos marginales como considerar a Joaquín Almunia «una de las figuras descollantes del PSOE (p. 52) o a Juan Carlos I de Borbón como alguien «afortunadamente en política ha servido lealmente a la democracia, lo que le ha valido el reconocimiento general» (p. 52). Tampoco en la consideración de Mosterín, arriesgadamente general, que «desde Jaime (sic) Balmes a José (sic) Ferrater Mora, los pensadores catalanes se han opuesto siempre a la tauromaquia» (p. 66) o en su muy generosa afirmación, poblada de contraejemplos conocidos, de que «Varga Llosa siempre ha polemizado contra la corrupción y la dictadura en América Latina» (p. 84). Pelillos a la mar.

Hay pasos, además, ciertamente extraños para alguien que manifiesta esa sensibilidad hacia el mundo de los animales, sin excluir en éstos a los humanos. Un ejemplo: el neurólogo español José Manuel Rodríguez Delgado, escribe Mosterín, que «en la Universidad de Yale desarrolló importantes investigaciones activando eléctricamente diversos puntos del sistema límbico, descubrió los centros del placer y el dolor en el cerebro. RD comprobó sus hipótesis en toros: en 1953 realizó en España experimentos famosos en los cuales a los toros llamados bravos les implantó en el cerebro unos electrodos conectados a un receptor de ondas de radio. A continuación, mediante un emisor de radio los hacia enfurecer, aplacarse, avanzar hacia él o retroceder. Luego repitió el experimento con seres humanos, a quienes puso electrodos en las mismas zonas del cerebro, con exactamente los mismos resultados» (p. 11). Estos experimentos, prosigue el autor, «eran políticamente incorrectos, por lo que tuvo que abandonarlos» (p. 11). En fin, concluye, «RD ha tenido una vida muy movida, pero sus experimentos con los centros del placer y el dolor del cerebro constituyen notables contribuciones a la neurología del siglo XX». Habría que ver aquí el referente de la expresión «vida movida», pero, aparte de ello y del cómodo uso negativo de la expresión «políticamente incorrecto», uno puede imaginarse, con temblor, qué seres humanos participaron en los experimentos de Rodríguez Delgado en la España de 1953 y e incluso puede imaginar con horror acaso jusitifcado en qué condiciones se realizaron esos experimentos.

Este es un libro monográfico, señala Jesús Mosterín, sobre los toros y a favor de los toros. A él le hubiera gustado que no hubiera hecho falta escribirlo «pero desgraciadamente ha hecho falta». Con la esperanza, prosigue, de que sirviera para algo, «al menos para elevar el nivel de conciencia e información sobre estos animales y sobre su vil maltrato, así como para romper el muro de sofismas, falsedades y mitos que la caverna taurina ha ido tejiendo en torno a este negocio de la crueldad». A favor de los toros cumple sobradamente esa función, aunque no es fácil romper muros sofísticos cuando estos amparan intereses o costumbres arraigadas que adquieren aire de naturaleza en la conciencia de muchos ciudadanos (e incluso ciudadanas), no siempre malintencionados, inmersos en tradiciones apenas cuestionadas, en su momento casi necesarias para su socialización como adultos, e incluso abonadas desde importantes instancias públicas (Recordemos, a título de zafio ejemplo, las declaraciones «patrióticas» de la presidente de la Comunidad de Madrid. No estuvo en minoría de uno).

Por otra parte, este negocio de la crueldad, tomando palabras del autor, no es ni mucho menos el único. Numerosos lectores de Mosterín que hemos aprendido de él, de muy diversos temas, con casi todas sus publicaciones, agradeceríamos que otras cavernas que también amparan negocios crueles con seres vivos, humanos y no humanos, como cobayas, fueran también objeto de su siempre documentada mirada crítica. Cuando Mosterín sostiene que la corrida de los toros es el último fleco de la España negra que ha quedado colgando es obvio que la pasión razonada y el sincero amor que siente por el mundo de los animales, que mucho compartimos, es causa de un juicio ciertamente precipitado. Las corridas de toros, desgraciadamente, no son el último fleco de la España negra. Quedan muchos otros flecos y algunos son tan o más hirientes y tienen a numerosos seres humanos, en su mayor parte desfavorecidos, como protagonistas principales del sufrimiento.

PS: Jesús Mosterín define qué es una argumentación formalmente correcta en las páginas 85-86 de su libro. Se ha colado un errata: donde dice «en la que las premisas son verdaderas y la premisa falsa o inaceptable» debería decir «conclusión falsa o inaceptable». Por lo demás, el supuesto comentario crítico de Savater a una argumentación previa de Mosterín, que este último reproduce y comenta en la página 87 de su libro, donde se confunde una afirmación con un argumento hace enrojecer incluso al más pintado ya de rojo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.